Montevideo, 1997.

Nos costó mucho pintar.
Por favor no lo grafitees.

(Escrito en letra de molde en un chaflán de la calle Obligado)

Agosto despuntaba frío y húmedo. Fernando citó a Ramón en El viejo y el mar, cerca de la pescadería artesanal de Gregorio. Muchas veces fantaseó con la posibilidad de salir con él a pescar al amanecer y luchar contra un gran pez espada, algo bastante improbable en el río de la Plata. Gregorio le dijo que los únicos depredadores que acabarían con su salud eran los grandes barcos que practicaban la pesca de arrastre en alta mar. Sus amigos de Valizas ya habían notado sus estragos en el océano y quizás no tardasen en apreciarse las consecuencias en el estuario. Las 70 presas que podían atraparse con las ruedas de goma y la carnaza empezaban a menguar y con ello el sustento de los pescadores.

Fernando era un viejo amigo de Helena, lo había conocido en Santiago de Chile el año que fue becada por la CEPAL. Ahora trabajaba vinculado a una red internacional de desarrollo sostenible. Fue ella misma quien lo puso en contacto con Ramón porque los dos compartían la afición a las finanzas internacionales. Helena no sabía que Fernando lo había llamado a última hora para invitarlo a la comida. Ramón la había visto la tarde anterior en el Sportman. Fue un encontronazo momentáneo, un beso fugaz, alguna presentación de las que uno nunca recuerda los nombres. Helena charlaba con un grupo de colegas, seguramente de temas que acabarían derivando en el deterioro de ecosistemas, emisiones, crisis energética, modelo de desarrollo… Sabía de qué le gustaba hablar, la había escuchado a solas y rodeados de gente. Desde su mesa le lanzaba miradas fugaces que siempre la encontraban distraída, llevando la batuta o escuchando, resuelta a disolverse en un té con canela. Hasta entonces nunca había reparado en su extraña belleza. Su compañero de trabajo percibió su distracción. «Una mujer linda», le dijo, y después empezó a verter sobre ellas miradas mucho más descaradas y penetrantes que las que Ramón se atrevía a esbozar. Tuvo que contarle que eran amigos para ver si su colega dejaba de molestarla.

Cuando Ramón llegó a El viejo y el mar, Fernando y Helena ya estaban sumergidos en una conversación profunda e íntima, a juzgar por el acercamiento de sus cuerpos, ligeramente volcados sobre la mesa. Dio igual elegir un lugar con vistas, el río no se distinguía, envuelto como estaba en esa capa de niebla que borraba el contorno de las cosas. Los saludó un poco avergonzado por la intromisión, pero la sonrisa de su amiga dio el beneplácito para que se sumara tranquilo a la reunión, quedando relegado a la tercera silla, desde donde veía a Helena en diagonal. Llevaba un jersey de lana rojo, acorde con la temperatura gélida. Durante un buen rato hablaron del estaño, de los problemas vinculados con el cambio climático, de la política chilena, de las crecientes concesiones mineras que se habían otorgado, de la reducción de los glaciares en los Andes tropicales, de la concentración de la tierra en manos de especuladores, de la crisis, de los disparates cometidos por los fondos de inversión… Fernando relató la historia de un emigrante de origen croata que había ido a Chile a buscarse la vida y que, después de varios empleos, se dedicó a explorar yacimientos de minerales y a comerciar con los derechos de explotación. En una ocasión vendió a unos japoneses una mina por 500 mil dólares, cuando el precio fijado había sido de 500 mil pesos chilenos. Su hijo poseía una de las grandes fortunas del país andino y hacía unos años había empezado a hacer inversiones en Croacia, aunque en los corrillos se rumoreaba que se trataba de una operación de contrabando de armamento del ejército chileno al país báltico, sumido en una de las guerras más atroces del siglo XX. Ramón los escuchaba alarmado, incrédulo de que todo eso pasara en el mundo que les había tocado vivir. Les propuso pedir una botella de Stagnari y se entretuvo en servirles durante el resto de la comida.

—Gallegos de tierra adentro somos los uruguayos —decía Fernando—. En mi caso, además, mi abuelo era de cerca de Carballo. Guardamos todavía el sentimiento de que vinimos al mundo a sufrir. Claro que uno puede superarlo. Los argentinos, como buenos descendientes de italianos, son más narcisistas, aunque al final ambos somos rioplatenses, algo que nos sitúa en el mundo.

—¿Y hay muchas diferencias entre Chile y Uruguay? —le había preguntado Ramón.

—Chile es otra cosa —se precipitó a contestarle Fernando—. Vivo allí desde hace más de diez años y, por lo que veo a mi alrededor, me puedo atrever a decir que la uruguaya y la chilena son dos sociedades que tomaron rumbos distintos. Compartimos los sueños de mayor justicia en otra época, después el terror de las dictaduras, pero me parece que aquí no llegamos a deshacer del todo el proyecto social. Allí las elites dieron una respuesta feroz al allendismo y la frustración ciudadana por lo arrebatado se encauzó hacia el consumo desmedido. Para que te hagas una idea, privatizaron hasta el servicio del agua.

Helena, que había acompañado con los movimientos de su cabeza los argumentos de Fernando, quiso matizar:

—Quizás estés siendo un poco duro. Nosotras estamos conectadas con mucha gente de allí, y siguen buscando espacios para que las cosas cambien. Los poderes son muy añejos y no tienen escrúpulos. Lo quieren todo.

Ramón los seguía sin entender muy bien qué le pasaba, a veces distraído del argumento principal.

—La paradoja —siguió Fernando— es que su neoliberalismo se pone de ejemplo en la región, pero no oculta la cara de la desigualdad. De momento, y a riesgo de confundirme con lo que pueda ocurrir en los próximos años, esa solución no es aplaudida por los uruguayos, aunque queramos imitar muchas de sus políticas.

Las conversaciones de los postres fueron más triviales: las últimas relaciones de Fernando, la amistad que mantenía con Aurora, su exmujer, quien seguía restaurando alfombras y muebles antiguos que revendía. Helena le puso al día de los movimientos de amigos comunes, muchos de ellos fuera del país. Antes de que los cafés llegaran, Fernando se dio cuenta de que se le hacía tarde para coger el ferry hacia Buenos Aires y se despidió precipitadamente, prometiendo escribir e invitándolos a Santiago. Ramón aprovechó su marcha para ocupar su asiento y, ahora sí, enfrentarse a la mirada de Helena. Sonrieron. Ella le contó que en Uruguay a los posos del café se les llamaba «borra» y quedó en pasarle el libro de Mario Benedetti con título homónimo. Ramón confesó que solo había leído alguna cosa de Eduardo Galeano y ella le recomendó obras de Juan Carlos Onetti y Felisberto Hernández; las poesías Ida Vitale, una novela con nombre de pez de Enrique Estrázula y Los albañiles de Los Tapes, de Juan José Morosoli. Le ayudarían a comprender un poco más el suelo que pisaba. Apuntó todos los títulos en una servilleta con la promesa de enmienda mientras se escurría de su silla. Pidieron la cuenta y advirtieron entonces que Fernando había dejado todo pagado. Brindaron a su salud con el último dedo de cabernet Sauvignon que la botella les obsequió. Ramón evitó mirar su reloj. Llegaría tarde al trabajo, pero no le importaba el castigo y aceptó la invitación de su amiga de acompañarla caminando por la Rambla hasta su casa. La niebla los abrazó y fundió con un horizonte blanco donde nada se distinguía claramente, ni siquiera el abrigo burdeos de Helena, a conjunto con su boina y sus botines. Parecía salida de otra época. Ramón sacó del vino el valor suficiente para agarrarse de su brazo. Sus figuras perdían los contornos entre la niebla. Entonces él le confesó el sentimiento de envidia que le había brotado la tarde anterior en el Sportman, cuando la vio con sus amigos sumergida en una conversación apasionada. Helena detuvo el paso y lo miró de reojo, con una sonrisa maliciosa. De alguna enrevesada manera le estaba diciendo que hubiese preferido estar con ella y su grupo aquella tarde. Le invitó a sumarse a esa tertulia cuando quisiera, de hecho, le parecía una idea excelente abrir su plática a personas como él, que trabajaban en un banco, y dejar de hablar entre los convencidos de la catástrofe medioambiental que se avecinaba. Y añadió:

—Por otra parte, no me extraña que prefirieras unirte a nuestro grupo, tu amigo parecía muy mal educado. Estuve a punto de levantarme y preguntarle si padecía de alguna anomalía visual. Pero si lo que tratas de decirme —bromeó divertida— es que la atracción que sintió hacia mí te ha hecho despertar al hombre que llevabas dentro —ahora ya sonría juguetona—, prefiero que no te equivoques. Lo siento, Ramón, pero nuestro amor es imposible.

Aquel comentario le encontró desprevenido y, en su zozobra, recordó lo tardísimo que era. Estaban ya muy cerca de casa de Helena y se excusó para cambiar la dirección rumbo a la sucursal. Mientras caminaba tuvo la sensación hacerlo sobre lo que estaba a punto de arder. Desde Punta Carretas divisó la Ciudad Vieja que, después de tantos días de lluvia y niebla, recuperaba los contornos para resignificarse, como él mismo hacía. Cerca, pero mucho más adentrado en el horizonte, se adivinaba la sombra de un gran buque portacontenedores. Parecía un armario repleto de cajas de colores inservibles donde se amontonaban mercancías sin uso. En lontananza daba la sensación de que iba a arribar a puerto, pero después percibió que en realidad se alejaba. Le hubiera gustado tener una cámara para fotografiar la imagen, aquella era una perfecta metáfora de dos países que todavía convivían: el que hizo del ser y el estar una virtud, de movimiento lento y distancias cortas, y aquel otro que apostaba por el tener, crecer y llegar muy lejos. Uno podía juntarse con amigos, el otro se alimentaba de contratos y clientes.

Seguramente ese buque era el otro pez espada del que Gregorio, el pescador de la Rambla, nunca le quiso hablar.