Recientemente, ha tenido lugar en Madrid un festival: el festival Love the 90’s, un encuentro que se ha expandido a otras tantas ciudades de la geografía española y que incluye otra versión, para los que llegaron después: Love the Twenties. Prometía ser emblemático, y no decepcionó.

No suelo ser partidaria de acudir a eventos en los que se proclama a gritos aquello de que todo tiempo pasado fue mejor. Desde que me instalé, sin solución de continuidad, en la edad adulta, toda reminiscencia a otras épocas se clava en mí como un puñal, la nostalgia se hace dueña de mi persona de un modo destructivo. Me aflige porque solo me permite ver por una mirilla el lugar del que fuimos expulsados y que por eso hemos convertido en reino, al que no podremos regresar.

El tiempo de los veranos eternos terminó ya no recuerdo hace cuánto. Ahora, es preciso luchar contra la inercia de los comentarios tan detestados que emitían los que entonces eran mayores, y que brotan con vida propia, si no procuras impedirlo, nada más abrir la boca. Miro hacia atrás en busca de un sendero difuso que me indique cómo he llegado hasta aquí.

Pues bien. Al parecer, no todo el mundo lo vive del mismo modo. Por eso, pese a mi resistencia, el amor de mi vida con el que comparto mis días, siempre comprensivo y amoroso a partes iguales, insistió en que lo acompañase. De modo que allí nos plantamos, en la cola infinita de un recinto ferial, plagado de gentes singulares, que conducía bastante cerca del tiempo remoto en el que se desarrollan los cuentos de hadas. Aquellos que reniegan de la visión edulcorada que con frecuencia se tiene del pasado, tendrían mucho que comentar de los atuendos, la purpurina, los peinados que con orgullo desfilaban.

Tres escenarios (playa, pop, dance) pretendían recoger todo lo bueno que la música había aportado a jóvenes rebeldes, insaciables, divertidos que en los noventa solo pensaban en comerse el mundo, con la salvedad de que, por no tener el don de la ubicuidad, podías perderte mucho. No obstante, este detalle, en principio, no le importaba demasiado a la colectividad que, ebria de la euforia, pero también por el alcohol, se entregó durante más de ocho horas al desmadre, como si no hubiera un mañana.

Habría mucho que señalar del notorio evento, cantantes y melodías evocadoras, pero no quisiera de nuevo caer en la añoranza y el suspiro con recuerdos que arañan el alma. Por eso, prefiero traer a colación a dos personajes carismáticos que deleitaron a los asistentes, tanto como entonces, con lo mejor de su producción musical.

Pese a que ambos son figuras muy reseñables, sin embargo, por encontrarme aún yo en una edad muy infante cuando sus carreras estaban en el máximo esplendor, solo puedo decir quiénes son de oídas; nunca llegué a disfrutar de su arte.

El primero de ellos, Paco Pil. Uno de los que más partía la pana cuando lo de la ruta del bakalao. Hoy, un señor de mediana edad, como buena parte de los asistentes, que hizo su entrada en el escenario en mitad de la noche, entre los gritos de ovación del auditorio, vestido de negro y con unas gafas de sol muy pequeñas.

De los temazos sin parangón con que amenizó la fiesta, cabe destacar lo elaborado de algunas letras, sin duda, fruto de grandes momentos de trabajo e inspiración, como «dimensión divertida» o «vi-vi, viva la fiesta».

Aunque las masas lo coreaban con devoción, era este un público exigente, al que todo se le hacía poco. Entre los más fervientes admiradores, mi chico, que con pena, cuando su ídolo había abandonado el escenario, me comunicó que no había cantado la de «cuatro ruedas tiene mi coche, cuatro pastillas me como esta noche». Que le gusta mucho.

Algo más tarde, para no condensar con tanto de lo mismo tan seguido, hizo su aparición otro de los grandes, muy en la línea del anterior, Chimo Bayo, que con el grito de guerra «Hu-Ha» daba comienzo a su actuación. Los asistentes se volvían locos. Qué escándalo.

Los primeros acordes, la música aún imprecisa; sin embargo, los devotos ya se movían nerviosos ante la inminencia de lo que bien conocían: «esta es la de la tía Enriqueta», anunciaban a mi derecha con júbilo. Y, después, una enumeración, a modo de cántico, acompañada por acciones con las que riman, como si fuera una versión del texto original de Pesadilla en Elm Street. Por ejemplo: «Uno, que no pare ninguno. Dos, nos movemos los dos. Tres, lo mismo, pero al revés. Cuatro, me voy a la barra un rato». Y así hasta que llega a lo de «vente de vareta con la tía Enriqueta montada en bicicleta».

A continuación, vendría «bombas, bombas, ¿qué pasa?». Para terminar con la preferida de muchos, característica por el galimatías que conforma su estribillo: «Chiquitan chiquititan tan tan que tun pan pan que tun pan que tepe tepe…» (así un rato). Y luego «éxtasis, esta no»: un fino juego de palabras en el que se puede apreciar que no solo se trata de música, sino también de literatura.

Pura poesía.

Concluía lo que buscaba ser el evento con letras mayúsculas, un pretencioso proyecto dirigido a los nostálgicos melómanos que disfrutaron de sus mejores días de fiesta, amigos, copas y ligues en esta década.

Durante las horas que para algunos resultaron infinitas, el gigantesco recinto había acogido en sus fauces a un número impreciso de amantes de lo remember, que ahora se agolpaban en busca de una salida, debatiéndose entre la exaltación y la melancolía. Mientras, el cielo se salpicaba de brillantes colores, como resultado de las explosiones que ponían el lazo rojo a la noche.

De sopetón, había llegado el dolor de pies, el cansancio y las ganas de meterse en la cama. Sin paños calientes, los noventa volvían a verse desde el espejo retrovisor de un coche que se aleja para dar paso a la realidad del siglo XXI, que detonaba ante nuestros ojos.

Para mí, abrir aquella puerta fue volver a ver a Pedro y Maran bromeando a las tres de la mañana con el de la tienda de hielos (« me pones el pijama rosa y el colacao»), Luis anunciando cada noche a la entrada de la discoteca «voy a dejar el abrigo a mi casa y vuelvo», David el día que todos le pillamos ligando («si me das un beso, me mojo la cabeza en la fuente»), el hermano mayor de Laura dando vueltas a una rotonda con el coche lleno con todos nosotros, cuando Virginia y su prima se alternaron con el mismo chico y alguien anunció que la próxima en caer sería la abuela, Irene el día que quisimos patentar el «chufly» y el «pulpador» cuando éramos la «brigada provicio», los chupitos de cerebro en el bar de Dani, los combinados con piña, mora, vainilla o chocolate, los cigarros a escondidas, los besos en las callejas, los me van a matar cuando llegue casa, hacer pellas para ir al Pincha, los amigos que te acompañan por la noche.

Siempre muchas risas y el último recuerdo de estar viviendo justo en el presente, sin que el futuro sea esa presencia constante que te susurra al oído. Ojalá pudiera regresar por esa misma puerta para revivir todos los momentos que atesoro dentro de mi pecho.

Y ahora mi novio dice que al año que viene volvemos...