Con la sangre y el alma
Pinto los colores de mi pabellón.

(Augusto Polo Campos)

Hay algo de aristocrático en la mirada del tunqui. Su postura grácil, su cresta roja tan tupida como altiva que contrasta con su diminuto pico y su elegante figura, parecen otorgarle un aire de altivez -incluso de arrogancia- por encima de muchas otras especies plumíferas. Sin embargo, sus pequeños ojos -que parecen brillar como eclipses solares bajo sus retinas- expresan inocencia y curiosidad, produciendo un efecto hipnótico en quien lo mira. Debido a su belleza, muchos podrían asegurar que se trata una especie europea, sin embargo, esta no podría ser más peruana (lo cual no es una afirmación chauvinista).

Es tan rojo como la bandera misma, con sus alas negras y el pechito que parece inflado un orgullo inocuo e inofensivo. El tunqui o también como conocido «gallito de las rocas» es una especie magnífica que, si bien podría ser tomado como un símbolo de esta nación después de Machu Picchu -como el Águila Real de México o el Gallo Galo de Francia- es también una especie amenazada por cazadores que violan la fauna para traficar con especies protegidas.

Jugando al viejo juego de las metáforas, Perú es como un tunqui amenazado. Y muy poco hacen aquellos quienes tienen el poder y la responsabilidad de protegerlo. A pocos días de las Fiestas Patrias de 28 y 29 de julio, toca recurrir a misma vieja pregunta de siempre: «¿en qué momento se jodió el Perú?». La respuesta bien podría ser tan amplia como dispersa ya que, si hablamos sólo del Perú Republicano (más no del pre-incaico, incaico y virreinal) en nuestra historia hubo una retahíla de eventos nefastos que agravaron el progreso económico y social en el país por la incompetencia de los políticos, llámese la Guerra del Pacífico, la crisis económica de los 80, el salvaje terrorismo de Sendero Luminoso o la reciente pandemia de Covid-19, etc.

Sin embargo, si me preguntan lo mismo, en mi humilde opinión: el Perú está jodido desde siempre porque fallamos como sociedad. Se tuvieron las herramientas y los recursos, pero nunca la voluntad política. Porque en las escuelas no incluyen cursos de ética para enseñar a los niños que el hecho de robar, sobornar o extorsionar son actos delictivos que deben ser castigados con el peso de la ley. Basta con revisar la amplia galería de expresidentes corruptos o acusados de corrupción que se amplía cada año que pasa (hubo 6 presidentes encarcelados en los últimos 4 años) el cual parece ser un caso único en el mundo. ¿Alguna sorpresa que la fe de la población en la clase política está mermada?

Vivimos en una ilusión de país, nuestra democracia es cada vez más frágil y la sombra insidiosa de un régimen autoritario siempre ronda como un tiburón al acecho de un náufrago en mar abierto.

Nuestro país, como muchos en Latinoamérica, goza (o sufre, dependiendo del punto de vista) de una compleja antropología. Gente de «todas las sangres» como lo llamaría el autor José María Arguedas, es decir, alberga una amalgama de personas de diferentes etnias cuyas diferencias culturales y económicas parecen alejarnos más que acercarnos como sociedad, generando brechas aún más profundas. Es por ello que, el concepto idealista de «peruanidad» siempre se queda en lo baladí. Por lo tanto, no es ningún secreto para cualquiera que conozca la realidad peruana que, durante décadas -tal vez siglos- la clase política siempre ha sido vista en el interior del país como una clase aburguesada, corrupta y absolutamente indiferente de las urgencias que padecen aquellos pobladores e indígenas, quienes, durante décadas, han alzado su voz de protesta para ser oídos y luego ser brutalmente ignorados u oprimidos por los mismos a quienes confiaron su voto. Es «la palabra del mudo», como bien podría también Arguedas, de haber estado vivo para vivirlo.

Fue por ese desprecio a los políticos limeños burgueses que confiaron su voto a Pedro Castillo en Palacio, un advenedizo que aparentaba representar a los hombres y mujeres del ande, pero que, embriagado de poder, tras su fallido golpe de estado para intentar convertirse en una suerte de autócrata aprendiz de Hugo Chávez, será recordado como uno de los presidentes más incompetentes de la historia reciente.

Muchos podrían coincidir conmigo que el centralismo (la absoluta dependencia de la capital) es la raíz de todos los males de un país que ahora explota de furia, casi ciega, contra el gobierno de Dina Baluarte, contra los periodistas y los policías. Una furia que ahora carcome las calles de la capital desde diciembre de 2022 y que hasta la fecha no parece tener tregua. Bien podría el cantante Gustavo Cerati llamar a esta Lima de 2023 como «La Ciudad de la Furia». Si bien es cierto, el Perú ya no sufre de la calamidad del terrorismo organizado de la década del 80 e inicios de los 90, el país vive amenazado de lo que bien podríamos llamar como «terrorismo individualizado» o tal vez, «terrorismo urbano». Monstruos sin bandera, agentes del caos, hijos del resentimiento social contra esos políticos indiferentes, cuyo único lenguaje es el de la violencia y el pillaje, que ahora ya no se esconden y que, por el contrario, se atrincheran a plena luz del día para vandalizar.

Es desolador también ver que muchos campesinos, agricultores, hombres y mujeres de bien del interior país que caminaron cientos de kilómetros para llegar a la capital y marchar pacíficamente, hartos de tanta inoperancia política, sean discriminados y calificados como «terrucos», término del argot peruano para referirse a los terroristas, siendo víctimas del racismo y clasismo por parte de ciertos individuos capitalinos.

«Queremos más trabajo, queremos mejor educación, agua, conexión eléctrica» es la misma vieja cantata con puños en alto y voces alzadas que se repite desde hace décadas. Es verdad, que hay delincuentes y vándalos en las calles que suelen infiltrarse en las marchas y andan lanzando piedras a la policía, destruyendo propiedades públicas, ilegitimando las protestas contra el gobierno, pero por otro lado ¿quiénes son los de Palacio para negarle a la gente lo básico para subsistir? ¿qué derechos tienen los ególatras despóticos del Congreso para desoír el clamor popular de nuevas elecciones y atornillarse en sus escaños con total indiferencia?

En una incursión por el Centro de Lima a comienzos del año, me encontré con una amable y humilde señora de mediana edad, vendiendo galletas y botellas de agua y le pregunté qué piensa de todo esto después de tantos días de marchas y violencia. Ella, en vez de criticar al gobierno, a los marchantes o a la policía, sólo dijo: «ya estoy cansada de estas marchas, no vendí casi nada y encima me robaron varias cosas. ¡Que acabe todo esto ya! Yo sólo quiero trabajar».

En fin, el largo y tortuoso camino que llevamos desde los albores de la democracia -ese sistema de gobierno frágil que ya sufrió muchos agravios durante toda su historia- nos ha llevado hasta aquí. En un punto de incertidumbre que sólo puede ser superado para la simple voluntad de vivir. Porque muchos aquí, somos resilientes y nos aferramos a todo lo bueno de la vida. Lo que ninguno de los Garcías, Fujimoris, Humalas ni Castillos, jamás podrán ni han podido arrebatar: nuestra capacidad para amar la vida y bailar bajo la luz del sol, incluso en tiempos oscuros.

Porque los peruanos y peruanas son supervivientes por instinto y naturaleza. Incluso se tornan más creativos cuando se encuentran al borde de la cornisa, cuando ya no queda nada más que vender. Los peruanos solemos guardar los problemas en el bolsillo y celebramos la vida subiéndole el volumen a la música en sus fiestas de vecindario, en los cumpleaños, en quinceañeros, en una graduación, en una boda, en un partido de fútbol. Un rasgo que compartimos con el resto de Latinoamérica.

Que la política no mate la alegría de vivir, que la crisis no mate el hambre por vivir. Que no se pierda nunca en el silencio el cantito del tunqui. Ese pequeño ser que, con su mera existencia, engalana su hábitat -y tal vez el país entero- con discreción, sin hacer mucho ruido.