Para hablar de «democracia» —uno de los términos más manoseados del vocabulario político— puede ser pertinente comenzar con una imagen gráfica que nos legara el humorista argentino Quino (Joaquín Lavado) con su inefable personaje Mafalda. En dos cuadros, sintéticamente y con astuta ironía, dice todo lo que intentaremos decir con un texto, quizá farragoso, enrevesado. En el primero de ellos aparece Mafalda con un diccionario buscando allí la definición del término democracia: «Del griego demos, pueblo, y cratos, autoridad. Gobierno en que el pueblo ejerce la soberanía». En la segunda imagen, se carcajea.

¿Es la democracia el gobierno del pueblo?

En cualquier país llamado «libre», no «autocrático» —según la terminología en uso por el globalizado discurso de la derecha, por supuesto totalmente rebatible— la democracia aparece como el bien supremo. Las penurias de las poblaciones se deben —según esa estrecha, muy peligrosa concepción en términos ideológicos— a la «falta de democracia». Pareciera, de ese modo, que la tal democracia fuera una entelequia con poderes mágicos, santo remedio para los males de la humanidad. Anida allí una gran mentira.

Si estudiamos las formas de organización política que ha tomado cualquiera de las sociedades donde encontramos grupos sociales enfrentados, lo que también se conoce como «clases sociales», desde que existe registro histórico de ello (a partir de las sociedades agrarias sedentarias en adelante, hace unos ocho mil años), vemos que siempre es una pequeña élite la que guía los destinos del colectivo. Fuera de una organización social realmente comunitaria, de pares donde todos los miembros de la comunidad serían iguales, el estudio de toda forma de estructura social que encontramos a través de la historia nos confronta con dirigentes y dirigidos. Siempre, invariablemente, los primeros son una minoría, y los segundos una amplia mayoría.

¿Cómo ha sido posible, y sigue siéndolo, que unos pocos sojuzguen a una mayoría? Apelar a una explicación biologista con reminiscencias de Darwin donde «los más aptos» se impondrían, lleva implícita una valoración cuestionable: ¿podría la historia explicarse solo por la idea de «triunfadores» (los mejores, los más aptos) versus «perdedores» (los más débiles, los menos aptos)? Si nos quedáramos con esa pretendida explicación, se estaría avalando la idea de «superiores» e «inferiores». Definitivamente, dejémoslo claro, no hay ciudadanos mejores y peores.

¿Estamos ante la necesidad de un conductor, de un gran padre todopoderoso que conduce a la masa? ¿Vericuetos de nuestra humana condición donde los más fuertes (los más osados, los más aprovechados) siempre se las ingenian para sojuzgar al colectivo? —léase: lucha por el poder—. ¿Podrá hablarse de mediocridad de la masa? El debate está abierto y, por cierto, es muy complejo.

Es evidente y totalmente constatable en la observación objetiva de la historia de la humanidad que, al menos hasta ahora, en esta sangrienta dinámica de lucha de grupos enfrentados que ya lleva varios milenios, son siempre minorías las que ejercen el poder sobre grandes mayorías. Ante eso surgen inmediatamente las preguntas: ¿qué hay de la democracia, del «gobierno del pueblo»? ¿Es posible? ¿Cómo?

En el vocabulario político actual «democracia» es, sin lugar a duda, la palabra más utilizada. En su nombre puede hacerse cualquier cosa (invadir un país, por ejemplo, o torturar, o mentir descaradamente, o llegar a dar un golpe de Estado); es un término elástico, engañoso en cierta forma. Pero lo que menos sucede, lo que más remotamente alejado de la realidad se da como experiencia constatable, es precisamente un ejercicio democrático, es decir: un genuino y verdadero gobierno del pueblo. Esto de la democracia es algo muy complejo, complicado, enrevesado. Es, en otros términos, sinónimo de la reflexión sobre el poder y el ejercicio de la política. Para ser cautos no podríamos, en términos rigurosos, ponderarla como «lo bueno» sin más, contrapuesta —maniqueamente— a «lo malo». Siendo prudentes en esta afirmación puede citarse a un erudito en estos estudios, Norberto Bobbio, que con objetividad dirá que:

El problema de la democracia, de sus características y de su prestigio (o de la falta de prestigio) es, como se ve, tan antiguo como la propia reflexión sobre las cosas de la política, y ha sido repropuesto y reformulado en todas las épocas (Bobbio, 2007).

Es obvio que, si democracia se opone a autoritarismo, la vida en regímenes dictatoriales torna la cotidianeidad mucho más dura. En ese sentido, sin lugar a duda vivir bajo una dictadura donde no existen garantías constitucionales mínimas, donde cualquiera puede ser secuestrado por las fuerzas de seguridad del Estado, torturado, asesinado con la más completa impunidad, es un atropello flagrante, un calvario. Las penurias económicas son terribles; pero por supuesto una dictadura antidemocrática es peor: morirse de hambre, aunque sea escandaloso, no es lo mismo que morir en una cárcel clandestina de una dictadura.

Sin embargo, en ese sentido no está de más recordar una muy pormenorizada investigación desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo —PNUD— en el 2004 en países de Latinoamérica donde se destacaba que el 54.7% de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la consternación de más de algún politólogo, incluido el por ese entonces secretario general de Naciones Unidas, el ghanés Kofi Annan («La solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente enraizada democracia», PNUD: 2004), ello debe abrir un debate genuino sobre el porqué la gente lo expresa así. Democracia formal sin soluciones económicas no sirve; la inversa, si faltan las libertades civiles mínimas, tampoco es el camino. Años después, en el 2022, la encuestadora CID-Gallup realizó una investigación similar en doce países de la región, encontrando resultados análogos: la media de conformidad con la democracia como solución a los problemas cotidianos no supera el 50%. Debe entenderse en ese contexto que ahí «democracia» es sinónimo de acto electoral, y no más que eso. Por eso a las poblaciones, ese ritual repetido cada tanto tiempo no le soluciona sus problemas más acuciantes; de ahí estos resultados.

Los primeros desarrollos del socialismo construido durante el siglo XX (Rusia, China, Cuba) comenzaron a intentar equilibrar las injusticias económicas; en cuanto al ejercicio del poder popular, la cuestión siguió siendo una asignatura pendiente. Se avanzó en eso, sin dudas, al menos en la intención y, desde luego, infinitamente más que en las raquíticas democracias representativas del capitalismo: el poder popular de los soviets al inicio de la Revolución Bolchevique, por ejemplo, o las asambleas populares cubanas. Pero aún estamos lejos de poder indicar una democracia popular de base efectiva, directa y no representativa en el campo socialista, en tanto auténtico poder del pueblo.

Experiencias en ese sentido las hay, y muy ricas, desde la Comuna de París en 1871 a las fábricas recuperadas en la Venezuela bolivariana, las Comunidades de Población en Resistencia —CPR— en Guatemala a las asambleas populares en Bolivia que desembocaron en una nueva Constitución, infinidad de movimientos autogestionarios comunitarios a lo largo y ancho del planeta o las organizaciones de base con democracias reales. De todos modos, tanto para la academia como para la corporación mediática —la que forja la opinión pública— democracia sigue siendo sinónimo de sistema representativo, de las democracias burguesas surgidas en el siglo XVIII y esparcidas luego por todo el orbe (esas democracias que hacen reír a Mafalda).

Desde el triunfo de las burguesías modernas sobre los regímenes feudales en Europa, o de la consolidación de las colonias americanas de Gran Bretaña como Estados Unidos de América con su empuje descomunal, la construcción del mundo moderno, de las «democracias industriales o democracias de libre mercado» —como suele llamárselas— sigue obedeciendo más que nada a una lógica donde unos pocos factores de poder (económico) son los que controlan; el gobierno de las mayorías, el verdadero y genuino poder de las mayorías, sigue siendo también una asignatura pendiente, una quimera risible. Quien manda es el mercado. No hay dudas que fue un paso adelante en relación con el absolutismo monárquico; pero de ahí a «gobierno del pueblo» dista una gran distancia. Como agudamente lo destacó Paul Valéry: «la política es el arte de evitar que la gente tome parte en los asuntos que le conciernen». Dicho en otros términos, los factores de poder no ceden nunca en su dominación, en su posición de sojuzgamiento del sojuzgado. La democracia que se construyó con la inauguración del mundo burgués moderno (donde Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña marcaron el rumbo) se asienta en la dominación de los grandes propietarios industriales, banqueros y terratenientes. El pueblo gobierna solo a través de sus representantes. ¿A quién representan los gobernantes? ¿Gobierna el pueblo? ¡En absoluto!

En la forma de ese Estado democrático parlamentario moderno se supone que los ciudadanos eligen a sus representantes por medio del voto, y cada cierto tiempo estos gobernantes son reemplazados por otros. La sociedad, entonces, se gobernaría a partir de la decisión de las grandes masas soberanas. Pero a decir verdad los verdaderos factores de poder nunca son elegidos por la población. ¿No es que los movimientos económicos los regula el mercado? Si es así, son muchas las preguntas que se abren y quedan sin respuesta: ¿quién y cómo decide los flujos de oferta y demanda, los porcentajes de desocupación que hay, la acumulación de riqueza y la multiplicación de la pobreza? Con esa rutina de ejercicio electoral periódico que serían las democracias, jamás los pueblos han elegido nada que efectivamente les concierna, ni su situación económica ni las guerras, ni las políticas que los gobiernan ni las pautas de lo que se debe consumir, ni las modas cambiantes ni la comunicación de la que son sujetos pasivos. Como dijo Eduardo Galeano: «si votar sirviera de algo, ya estaría prohibido».

Las decisiones que marcan el destino del mundo jamás se toman democráticamente. Eso rige para Guatemala o para cualquier país capitalista. Luego de decididas por unos pocos —la citada observación de Valéry es más que oportuna entonces— se busca «evitar que la gente tome parte en los asuntos que le conciernen», pero haciendo creer que participa, que decide. En buena medida, hasta ahora eso es la política. Como dijo alguna vez el escritor argentino Jorge Luis Borges: al menos hasta ahora, como la conocemos, «la democracia es una ficción estadística».

La democracia formal, la democracia representativa de los Estados modernos con su división de tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), no es en absoluto el gobierno del pueblo. Si se queda solo en lo formal, es vacía, no es democracia. Es el gobierno de los grandes grupos económicos secundados por los políticos de profesión y por todo el andamiaje cultural y militar que permite seguir con la misma estructura, dándose el lujo incluso de jugar a la participación de la gente en las decisiones. Pero la gente no decide. La población, la gran masa, es consumidora (hay que atenderla bien para que siga comprando), o electorado (hay que atenderlo bien para que me sigan votando).

Es real que en algunos lugares del planeta esas democracias representativas dan resultado, pues ahí nadie pasa hambre y tiene cuotas más o menos altas de beneficios. Pero para mantener esas «democracias prósperas», el 85% de la población mundial pasa grandes sufrimientos. O democracia para todos, o si no hay algo que no funciona. No puede haber democracia solo para un 15%; eso no es poder para todos. La misma idea de democracia incluye a la totalidad, no solo a fragmentos, a sectores. Más aún: esa democracia falaz necesita de operadores profesionalizados; y ahí están los «políticos profesionales». Son ellos los que hacen marchar la máquina estatal: quienes hacen las leyes, desarrollan las políticas públicas en base a esa legislación, negocian en nuestro nombre. Pero… ¿mandan?

Hoy día ya se nos ha dicho hasta el hartazgo que los problemas que padecemos quienes votamos cada cierto período de tiempo (sea en el Norte desarrollado o el Sur famélico: pobreza crónica, falta de servicios como salud y educación, violencia generalizada, marginación social, represión cuando protestamos, guerras que nunca decidimos nosotros como base, catástrofe ecológica, patriarcado, racismo) se deben a que «no elegimos bien». Estamos ahí ante una falta de respeto. ¿Qué sería entonces «elegir bien»? Salvo cuestiones un tanto cosméticas, no hay ninguna diferencia real entre todos/as los candidatos/as. Las izquierdas que llegan a ocupar sitios de poder político en el marco de este juego institucional del capitalismo están tan maniatadas por el sistema que, finalmente, ni parecen izquierdas. Si pretenden ir un poco más allá de la línea roja que el sistema les impone, son sacadas del poder, con golpes de Estado cruentos o «suaves», como se hace ahora. Pero los tanques de guerra siempre están preparados por si es necesario derramar sangre. «América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar, y en el caso de Chile, esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet», dijo con el mayor desparpajo el entonces secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo.

Conclusión

La democracia como «gobierno del pueblo» en los países capitalistas no puede pasar de mera ficción, de burla muy bien empaquetada y presentada como remedio universal. Como dijera Federico Engels:

La clase poseedora impera de un modo directo por medio del sufragio universal. Mientras la clase oprimida no está madura para libertarse ella misma, su mayoría reconoce el orden social de hoy como el único posible.

Es evidente que esta democracia formal solo sirve para mantener el statu quo. Es decir: sirve para mantener un 15% de la población global que vive sin demasiadas penurias (trabajadores del primer mundo), y el ostentoso lujo inaudito e inmoral de un pequeñísimo grupo de privilegiados (0.0001% de la población mundial) que se siente dueño del planeta (un automóvil Rolls Royce de 28 millones de dólares, un reloj Patek Philippe Grandmaster Chime de 28 millones de euros, una suite en el hotel más lujoso de Las Vegas de 100,000 dólares la noche), decidiendo el destino de la humanidad. ¿Eso es la democracia?