El silencio siempre está hablando; es el flujo perenne del lenguaje. Se interrumpe hablando; porque las palabras obstruyen este lenguaje mudo. Las conferencias pueden entretener a las personas durante horas sin mejorarlas. El silencio, por otro lado, es permanente y beneficia a todos…El silencio es la elocuencia.

(Ramana Maharshi)

Mucho silencio puede hace un gran ruido.

(Proverbio africano)

Me acuerdo de aquella mañana. Diciembre de 1974, hace ya casi 50 años. Empecé a caminar, con mi amigo que había visitado estos parajes una vez antes. Eran como las cinco de la mañana, partimos de un hotel en las afueras del pueblo. Estábamos en Ahmednagar, una ciudad relativamente pequeña, en el estado de Maharastra, India, como a unos 300 kilómetros al este de Mumbai, en la meseta del Decan.

El sol aún no despuntaba, así que caminábamos por el medio de una estrecha carretera pavimentada, donde a veces nos teníamos que echar a un lado para dar paso a carretas de bueyes, coches de caballo, o esos camiones de tumba, tan peculiares de la India, con símbolos y colores amarillos y rojos, que transitaban a toda velocidad sonando sus bocinas continuamente para espantar animales y transeúntes, y que en la parte trasera llevaban unos símbolos en hindi y la traducción al inglés: horn please.

Una luna llena majestuosa se asomaba en el horizonte de aquella planicie que se extendía interminable. Al cabo de un rato, comenzó a salir el sol y, por quizás 10 o 15 minutos, disfrutamos mi amigo y yo de una mística visión: el sol y la luna diametralmente opuestos en los horizontes, alumbrándose en esferas gigantes, una luna llena en poniente y un sol naciente. Jamás había visto yo algo así. Los paisajes antiguos de aquella comarca, las suaves colinas y los amplios campos se alumbraban con las contrahechas danzas de luz del sol y su espejo lunar. La vida era indudablemente mágica.

Al cabo de un rato mi amigo se dio cuenta de que no íbamos a llegar a tiempo a nuestro destino. Caminábamos hacia la tumba de Meher Baba, en un lugar llamado Meherabad que estaba unos quizás 15 kilómetros adelante y queríamos llegar antes de que empezara el día. Entonces mi amigo decidió pedir a alguien que nos llevara. Y bueno por allí pasaban estos camiones acelerados y folclóricos, pero el insistió y uno de ellos se detuvo. En la cabina había por lo menos ocho tripulantes incluyendo el chofer. Todos vestidos de blanco y hablando qué se yo, en marathi tal vez.

Mi amigo les dijo «Meherabad», ellos como que entendieron y nos invitaron con señas a montarnos, y ahora éramos 10 como sardinas en aquella cabina pequeña, sentados unos encima de otros. Era una situación de comedia. De un místico amanecer, a una película cómica antigua, como las de Laurel y Hardy o Charlie Chaplin.

Unos 15 minutos después, se detenían en un lugar desolado donde había un camino vecinal que ascendía una colina. «Meherabad» dijeron todos al unísono. Bajamos, le dimos las gracias en español e inglés, y contestaron en algarabía incomprensible.

Subimos la colina. Al final había una pequeña tumba-mausoleo del tamaño de una habitación pequeña, era un aposento cuadrado con una cúpula. Sobre la cúpula estaban los símbolos del cristianismo, el zoroastrismo, el islam y el hinduismo. Adentro había unos murales mostrando una multitud. Mujeres hombres y niños dibujados en las paredes, que circundaban una lápida de mármol que tenía una inscripción con letras doradas que decía (en inglés) «Yo no he venido para enseñar sino para despertarlos», Avatar Meher Baba.

Todavía estaba el alba rodeándolo todo. Yo percibí una atmósfera de enorme tranquilidad y familiaridad, un silencio sepulcral, pero sin la connotación de sepulcral, era más bien como el silencio de amor que se siente cuando uno abraza a alguien desde lo más profundo de su alma, después de no haberlo visto por mucho tiempo.

Al salir del interior de la pequeña tumba, en la pared del pequeño cobertizo de madera que estaba a entrada de la tumba para que la gente se protegiera del tiempo y se sentaran, colgaba un pequeño cartelito en un marco casero, de una de las columnas de madera. Contenía una frase también en inglés, que sentí en mi corazón al leer: «Las cosas que son reales siempre se dan y se reciben en silencio», Meher Baba.

Estábamos solos, mi amigo y yo, en aquel lugar perdido, en aquella mañana de cantos de campiñas extrañas, en un aposento como ningún otro que yo haya visitado jamás. Era como si aquel baile de luna-sol que habíamos visto antes fuese marco y antesala de esa sencillez de espacio, de ese silencio de mar de amar, de ese recinto, que más que tumba resonaba a pesebre. Y ese día mi vida dio un vuelco que nunca podrá olvidar.

Las cosas que son reales siempre se dan y se reciben en silencio.

El mensaje se grabó indeleblemente en mí. Las palabras sacan los pensamientos de la mente con una especie de fuerza gravitacional. He notado que si mantienes la boca cerrada los pensamientos tienden a relajarse un poco. Me pregunto por qué. Hablar es como rascarse cuanto más te rascas, más te pica la mente.

Y uno habla, sobre cualquier cosa, como un loro. Derramando cadenas de palabras cargadas de emoción que sirven para vaciar la tensión acumulada en la mente, como cuando uno golpea con ritmo una mesa nerviosamente, para liberar algo de energía, de soledad tal vez.

La vida es un constante soliloquio adentro de uno, los pensamientos, como los pájaros, vuelan desde algún lugar ignoto, impulsados por estímulos externos o recuerdos internos. Y se congregan en conversaciones, pronunciamientos, creencias, ideologías, opiniones. Y se sueltan con la lengua o la escritura. Las ondas sonoras, perturbando las columnas de aire en la faringe, golpean, tratando de alcanzar los tímpanos de los demás y también los tuyos.

Cargadas con nuestras respectivas historias, percepciones, culturas, trayectorias, personalidades, intenciones, se derraman las palabras como la lluvia, a través de ese pequeño agujero en nuestras caras. Discursos, palabras citables, banalidades, prejuicios. Sonidos.

Algunas crean dolor, otras pueden ayudar. Algunas pueden confundir, otras inspirar. Estas ondas sonoras empaquetadas en tonos y códigos diversos, estas corrientes resonantes de pensamiento provienen de una oscuridad inconsciente y nos hacen cantar en sonidos de garganta, para decir cosas inanes o, rara vez, para tratar de reproducir la canción de un silencio interior que a veces también se escucha.

Cuando parten de esa percepción de silencio de adentro, te llevan a abrazar en vez de a temer. Las palabras cobran verdadero significado cuando se alinean con ese silencio. De lo contrario, sean nobles o infames, son solo ruidos que hacemos para declarar nuestra presencia, para llamar la atención en la soledad del ser que nos rodea y que no podemos entender con pensamientos. Tenemos el imperativo de comunicarnos, de congregarnos con ese otro que está aparentemente afuera, para calmar los pensamientos contradictorios que nacen en nuestro interior.

Pero los momentos más sublimes de la vida nos enmudecen, sea en la solemnidad del asombro, cuando uno se da cuenta de alguna de las muchas maravillas que siempre nos rodean. O cuando sentimos ese amor profundo que nos llena por dentro. O sea, cuando comprendemos, en santiamenes de consciencia, la naturaleza unitaria del ser, o cuando nos confundimos en un abrazo profundo con el otro y nos hacemos uno con él.

Las palabras constantemente caen del cielo raso de la mente. Como lluvia de verano refrescan el suelo. Se forman aéreas como nubes pasajeras, estructurando oraciones, cantos, y poemas. Se disuelven, en el viento de los cuentos, se acumulan en las esquinas, como tormentas. A veces se encrespan en mentiras y calumnias, y se vuelven espadas que lastiman y matan. A veces son imperceptibles, a veces escandalosas y otras veces son tambores de violencia.

Susurran en secretos de misterio, conspiran en hipocresías o alegran con sonrisas de nuevo día a los portadores de rostros adustos y serios. Se enroscan como serpientes en invierno y, en primavera, cantan con las flores a los primeros amores, a los deseos sin gobierno.

Se asoman a balcones de labios y dedos, en cansancio y desánimo, buscándose a sí mismas en diccionarios eternos. Alargándose en verbo, multiplicándose en sinónimos. Inundan todo siempre, como agua derramada desde esas nubes en el cielo de la mente que se vuelcan en la nada y caen, llueven, cantan, acusan, maldicen y bendicen.

Pero, ante el amoroso silencio, callan; ante los momentos de asombro, enmudecen. Y se disuelven como las nubes, ante el sol intenso del desierto, y todo entonces reposa en el silencio.

Por eso tenemos que caminar sin estrépito, con cuidado, sin hacer mucho ruido portque se puede despertar el niño o niña que todos llevamos adentro, ese que vive en la cuna antigua del corazón.

Sí, más allá de la mente, los comentarios y las noticias. De los transeúntes de paso. Mas allá de pensamientos de carne y hueso, de páginas de libros sagrados y profanos, de cuentos de hadas, hay un lugar donde nacen los ríos y los sueños, los colores y las ansias, y las manos de las madres serenas y estoicas que aman, y solo aman.

¡Cuánto despertar les aguarda a estos ojos nuestros llenos de musaraña, sueño y propósito!

Sigamos caminando de la mano, que por ahí viene el tren de nuevo. Lejano en chimenea y serpentina por los vastos campos del sonido, rumiando sus soplidos, con anuncios de silbatos que son silencios del alma, nostalgias en las lágrimas de algún día.

Descansemos las palabras como pisadas en la arena. Y seamos de nuevo niñas, o niños, lo que sea, pero volvamos atrás, al asombro sin ruido. Poque allí duerme, en la intimidad de nosotros mismos, la razón de todo lo que es, ha sido y será. Lo inconcebible, que concibe inmaculadamente lo concebido.

Una vez al año, en memoria de aquella visita de hace ya casi 50 años a ese lugar de silencios, observo un día de silencio. Y me doy cuenta de cuanto ruido uno lleva por dentro, de cuanta energía se malgasta en palabras, usualmente hablando del prójimo o manifestando opiniones, como si fueran doctrinas o verdades.

La mayor parte de las palabras pronunciadas, sean intelectuales o baladíes, en realidad no nos llevan a ningún sitio. Meher Baba estuvo en silencio 44 años, manteniendo una vida activa de viajes, enseñanza espiritual, acción social, reuniones de grandes grupos, donde ofrecía mensajes de aliento y sabiduría, a través de gesticulaciones o una tablita alfabética que alguien interpretaba. La atmósfera de estos múltiples encuentros, los recuentos de las personas que lo conocieron, la fragancia que permanece en los lugares donde vivió o en la tumba donde reposa su cuerpo guardan, de alguna manera ignota, esa fragancia de su silencio.

En silencio les digo el amor es callado.

(Meher Baba)