Un hombre llega por la noche a un burdel francés con la mitad de la cara empapada en sangre. Entra en silencio, con el paso afligido y errático de los borrachos de medianoche. Un brillo particular le enciende la mirada. Se acerca a una de las prostitutas —Raquel, se llama—, y le entrega algo envuelto en un pañuelo. Ella no tiene tiempo de responderle nada, no puede reaccionar, pues la silueta se ha desvanecido ya en la calle, en el frío intranquilo de las noches de Arles. Segundos después, se oye un grito: la mujer, que ha desenvuelto ya el paquete improvisado, descubre que tiene entre sus manos el lóbulo izquierdo recién cortado de una oreja, en carne viva, que palpita aún como si exhalara un último suspiro impresionista.

La oreja demediada de Vincent Van Gogh despertó desde entonces una inquietud particular entre sus conocidos, y ese mismo halo de incertidumbre se extiende aún sobre aquel incidente de diciembre en 1888. Durante ese mismo año, Van Gogh había estado viviendo en su Casa Amarilla junto con Paul Gauguin, su colega y amigo cercano desde hacía varios años. Compartían los mismos impulsos creativos que enredaban a los posimpresionistas, y sus personalidades explosivas habían podido coexistir tranquilamente. Sin embargo, en los últimos meses de ese año, habían tenido encuentros violentos, progresivamente más agresivos, más apasionados, más fuera de control.

Habían decidido vivir juntos por un tema de intereses compartidos: Gauguin necesitaba un lugar en donde pasar las noches, y la creciente inestabilidad mental de Van Gogh ameritaba, por lo menos, un compañero a quién acudir en caso de emergencia. Fueron meses de intercambio artístico intenso, en los que ambos impactaron la obra del otro con una mancha indeleble, definitiva. Tal vez fue en este flujo exacerbado de ideas, de motivos, de sentimientos, que la amistad se desvirtuó, que tomó un cauce diferente. Para finales del año, ya habían tenido varias peleas, que terminaron en violencia física y con un coraje cada vez más profundo.

En varias cartas a su hermano, Théo, Van Gogh se refiere a estos encuentros como si fuese afortunado de que Gauguin no tuviera un arma de fuego. La creciente violencia entre ambos convirtió poco a poco el ambiente de la casa en insoportable, hasta que Gauguin decidió que no quería tolerar más los desvaríos emocionales del artista holandés. Se lo externó una noche decembrina, cerca de las fiestas navideñas, y Van Gogh decidió que eso era sencillamente inconcebible. No podía permitir que su amigo lo abandonara: no concebía una vida en soledad —no una vez más.

Fue entonces que una pelea tempestuosa se desató. Empezó con gritos, siguió con insultos, y llegó al extremo en el que Van Gogh le lanzó una botella de vidrio a su amigo, encolerizado. Gauguin decidió salirse de la casa, y el holandés se lanzó a perseguirlo por las calles heladas de Arles. Desde hacía tiempo, Gauguin llevaba consigo una espada pequeña: uno de los vestigios de sus años de esgrimista experimentado. Fue entonces, en lo que pudo haber sido un ataque de pánico, un movimiento defensivo o una estocada iracunda, que el francés desprendió el lóbulo izquierdo de la oreja de Van Gogh.

Este lo recogió y salió corriendo de ahí, para envolverlo en un pañuelo y después entregárselo a una prostituta conocida. Después de eso, la inestabilidad emocional de Van Gogh se fue a pique: cada vez más ataques se registran en las cartas a su hermano, en las que menciona varias veces el pacto de silencio que se levantó entre él y su amigo francés. Es por esto por lo que Rita Wildegans, historiadora del arte y coautora con Hans Kaufmann de Van Gogh’s Ear, propone esta versión de los hechos: no que el artista mismo decidió deshacerse de la mitad de su oreja izquierda, sino que esta pérdida fue resultado de un encuentro violento —y dudoso— con uno de sus colegas más cercanos.

La evidencia con la que se sustenta esta versión se encuentra diluida en varias de las cartas que Van Gogh dirige a su hermano Théo, que fue por tantos años su confidente y receptor de los sentimientos más crudos del artista holandés. Se trata varias veces el tema de un supuesto pacto de silencio entre Gauguin y Van Gogh, en el que el último inventaría una historia alternativa que no mancillase la imagen pública del pintor francés, tan relacionado siempre por sus cuadros de mujeres tahitianas, tan tranquilas, tan indefensas, tan alejadas de las turbulencias europeas:

Nadie me ha visto cometer mi crimen, y nada puede evitar que invente una historia para esconder la verdad.

Así se dirige a Théo una de tantas veces, después del incidente. Ya para entonces era bien sabido que Van Gogh tenía problemas que terminarían llevándolo a un hospital psiquiátrico, y la figura bien establecida de Gauguin no tenía manchas importantes. A partir de entonces, a pesar de que no dejó la pintura, los arrebatos del trastorno bipolar eran cada vez más frecuentes, más duraderos e impetuosos. Se le encerró finalmente en el Asilo de Saint-Paul, y pasó el resto de sus días recluido, deseando las estrellas y el pasto desde una celda con una única ventana.

Poco antes de su suicidio incipiente, escribió una carta a su antiguo compañero de casa, en la que le dedicó las siguientes palabras:

Estás en silencio, y yo lo estaré, también.

El 29 de julio de 1890, Vincent Van Gogh decidió quitarse la vida. Los rastros de su vida errática permanecen evanescentes, como las pinceladas posimpresionistas que recubren sus lienzos. La mente turbulenta del artista holandés dejó varios cabos sueltos en su historia de vida, por lo que se conjetura aún sobre lo que realmente pudo haber sucedido con la mitad de su oreja perdida. Si bien es cierto que el Museo Van Gogh de Ámsterdam no está de acuerdo con la versión de Wildegans y Kaufmann, reconoce que puede ser uno de la multiplicidad de eventos que lo llevaron a la locura.

Mientras tanto, Van Gogh nos mira a través del tiempo desde su Autorretrato con la oreja vendada de 1889, que pintó viéndose al espejo, con esa expresión enigmática de tranquilidad tensa, y con la venda que le recubre aún la mitad de la cara —ya sin el lóbulo de su oreja izquierda.