En el distrito de Chiyoda, en el corazón de esa ciudad inabarcable que es Tokio, está ubicado el santuario de Yasuni Jinja.

A él vine con mi amiga Astrid Walmer en un día de finales de septiembre, cuando el cielo se reafirma en su azul más ideal y el calor pegajoso, tan típico de esta zona, todavía mortificaba.

Astrid es diplomática, periodista, traductora, escritora, gran conversadora. Ha recorrido medio mundo y ha recalado en Japón; me habla con profunda tristeza de cómo ha visto desaparecer una ciudad de ensueño, Alepo, donde vivió años inolvidables, por culpa de la sinrazón de la guerra; porque si todas las guerras son una desgracia, si son civiles, además, son una vergüenza. Pero la estulticia humana no tiene límites y el conflicto que comenzó en 2012, aún continúa.

Nos acompaña el fotógrafo Jun Nishimaki (un gran profesional, me dice ella), que me dedicará una sesión fotográfica en los jardines del santuario para Shingetsu News Agency, donde Astrid publica sus trabajos (Al final, encontraréis el enlace de una entrevista que me hizo).

Al traspasar el torii, el más alto de todos los de Japón, dicen, puerta de los santuarios sintoístas, que separa el terreno profano y nos indica el camino de la espiritualidad, sentí algo que no puedo explicar: pareció que el torii me traspasara al cruzarlo y habitara dentro de mí. Esa sensación duró apenas un instante, pero me produjo un estado de ánimo especial que solo contadas veces he sentido en cementerios o templos. Parecía que los kamis hubieran venido a saludarme. Estos no son dioses, como los entendemos en nuestra cultura, sino que, en el sintoísmo, son espíritus que todo lo ocupan y coexisten con los seres humanos en armonía, estando presentes en la propia naturaleza y en lugares sagrados.

A veces pueden representar conceptos abstractos como la fertilidad o la sabiduría. Incluso hay deidades complejas que asumen varios roles. Así, Amaterasu, diosa del sol y la luz, en su «papel» de kami representa la vida que el sol proporciona a la tierra. Hay muchos ejemplos más, como Inari, que siempre me ha gustado porque ella es varias deidades y como kami del arroz se asocia a la abundancia y la fecundidad. Recuerdo que escribí un poema sobre ella en «Mil grullas de origami», libro publicado en El Bardo, en 2020.

Cuenta Miyuki historias de santuarios misteriosos
con zorros plateados, emisarios de la diosa Inari.

Pero Inari puede ser tres dioses o más.

Hace calor y mi pensamiento va más apartado
que las montañas que miran al mar, donde se oyen noticias de las olas.

Y tantos dioses que pueblan tantos ríos y sus afluentes
que desembocan donde ya no caben más relicarios.

En las extensas llanuras donde se adormece agosto,
elijo un recuerdo que se me hace lluvia y tú lo refrescas.

Si partimos de que el sintoísmo no tiene un conjunto de normas o creencias establecidas, como ocurre en otras religiones, entenderemos que los kamis varían según credo propio y costumbres. Cada uno de nosotros puede tener kamis particulares que van a velar por nuestro bienestar. La mitología japonesa es fascinante y llena de historias que atrapan, siendo para mí lo más destacado su profunda conexión con la naturaleza y que, al estar presente en todos los aspectos de nuestra vida, nos muestra la armonía y belleza del mundo.

Aquí, además, están los kamis de 2,466,532 de soldados muertos en las guerras japonesas porque cuando muere una persona, su espíritu puede convertirse en sinthai (cuerpo divino), o sea, objetos sagrados que dan protección y guía a sus seres queridos.

En Yasukuni no hay tumbas y apenas placas que los recuerden, pero están sus nombres inscritos en libros y archivos, que pueden consultarse por familiares o amigos. Igualmente hay una base de datos para este fin.

Recorro con Astrid y Jun el parque que rodea el santuario y en muchos árboles, colgados en sus troncos, encontramos mensajes de compañeros de los fallecidos; en ellos, junto a palabras de cariño y recuerdo, está mencionado el destacamento militar donde lucharon juntos, lo que da a estos testimonios un triste añadido.

Especial es la conmemoración Rei-sai, que cada año el 17 de octubre concentra miles de personas que realizan rituales y ofrendas a los ausentes. Esta fecha fue escogida porque en ella finalizó la construcción del santuario, fundado en 1869 por el emperador Meiji, que deseaba erigir un lugar para honrar a los soldados japoneses que habían perdido la vida durante la Restauración Meiji. El día de la fundación quedó ya en años posteriores para conmemorar a los caídos.

Este emperador, de nombre Mutsuhito reinó desde 1867 a 1912 y marcó una época transcendental en la historia del país; fue la «Era Meiji», que lo transformó profundamente y puso las bases del Japón moderno que ha llegado hasta nuestros días.

Pero como ocurre con toda obra humana, siempre surge la polémica y un espacio pensado para el recuerdo, por acciones políticas posteriores, se ha convertido en un motivo de confrontación. Aquí se honra a todos los que murieron por la nación, al margen de cualquier circunstancia de su muerte, incluidos criminales de guerra condenados por el Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oriente, como Hideki Tojo, primer ministro y uno de los mayores responsables de las atrocidades cometidas por el ejército japonés. Fue ejecutado en 1948.

En total, 25 líderes japoneses fueron condenados por este tribunal que llevó a cabo su acción de 1946 a 1948. Entre ellos figuran 14 criminales de Clase A, los más involucrados en los crímenes de máxima gravedad y que se hallan en las listas junto a los combatientes.

Durante muchos años, se honró a todos los muertos, sin mayor problema, pero en la década de 1970, países como China y Corea protestaron por la inclusión de estos individuos al considerar que no se distinguía entre los caídos en servicio y los responsables de crímenes, y esto suponía una falta de reconocimiento, por parte de Japón, de las agresiones, lo que llevó a tensiones diplomáticas en una región tan sensible y que tiene todavía heridas abiertas.

¿Por qué estas naciones no protestaron antes, si el conflicto acabó en 1945? Al interesarme por tan aparente desfase, leo que ambas, al acabar la guerra, estaban bajo una estricta influencia aliada, sobre todo de Estados Unidos y la Unión Soviética, y eso limitaba su capacidad de protesta.

Durante la Guerra Fría, China se centró en su reconstrucción, mientras que Corea, con la división, se enfrentaba a sus propias tensiones. No será hasta más tarde, en 1972, cuando cambien las circunstancias al establecerse relaciones diplomáticas entre Japón y China. Con Corea del Sur ya se habían normalizado en 1965.

Conforme mejoraron las relaciones comenzaron a brotar protestas más activas sobre cuestiones pendientes y entre estas, surgía cíclicamente la retirada de los nombres de los criminales de guerra.

Pero, ¿por qué Japón no retira esos nombres? Existe un fuerte movimiento nacionalista que considera que estas personas murieron por su país y el conservarlos es una cuestión de orgullo. Por otro lado, la sociedad japonesa está dividida entre los que creen que el santuario debería ser un lugar exclusivamente religioso y los que creen que se debe honrar a todos los muertos.

Esta cuestión sigue siendo un escollo en las relaciones diplomáticas y un problema para el gobierno japonés de cara a su población. Por lo que un asunto aparentemente menor tiene una difícil solución.

En cambio, a Astrid, a Jun y a servidor, solo nos mueve el interés histórico y en todo momento nos duelen las guerras por mucho que quieran justificarlas los gobiernos. Recorremos estos parajes con emoción y recogimiento. Nos llama la atención el museo Yushukan, el cual exhibe artefactos y recuerdos de los fallecidos.

Hay una sección especial dedicada a los pilotos kamikaze, término que quiere decir en español «viento divino» y que hace referencia a un tifón que, según la leyenda japonesa, había salvado a Japón de una invasión mongol en el siglo XIII.

Hablar de ellos y de las motivaciones que tuvieron para actuar de esa manera escapa a nuestro entendimiento. Decir «fanáticos» es fácil e injusto. La realidad es mucho más compleja, ya que tenían un fuerte sentido de la lealtad que les obligaba a sacrificarse por su nación, lejos de constituir una obsesión irracional como sería el fanatismo. Murieron alrededor de 4,000, todos muy jóvenes, incluso adolescentes. La inmensa mayoría eran voluntarios influenciados por el bushido, código samurái donde prevalece el honor, el deber a su país y al emperador. También debemos tener en cuenta que estaban muy mediatizados por la estructura militar que apenas dejaba espacio a la disidencia.

Al despedirse, cuando partían a una misión de la que rara vez volvían, decían a sus compañeros: «Nos vemos en Yasukuni»; ahora se comprende la frase que encabeza este artículo y su tremendo significado.

Antes de salir del recinto, nos dirigimos al propio santuario. Nos lavamos las manos, enjuagamos la boca y, de esta manera, purificamos el cuerpo y el alma; ofrecemos un donativo osaisen, caminamos hacia el altar, rezamos o meditamos. Una reverencia y estamos frente al honden, la parte más sagrada del lugar, donde los simples mortales tenemos vetada la entrada. Al despedirnos, repetimos la inclinación.

Cruzamos la Yasukuni Avenue y vamos al restaurante Khan, en Kundanshita, que ofrece comida típica de Bangladesh. En la sobremesa les propongo ir a Kagoshima, en la isla de Kyushu, total 1,400 kilómetros de nada desde Tokio. ¡En Japón todo está lejos! Allí está el Museo de los Kamikazes, uno de los más visitados, en el precioso pueblo de Chiran, donde estaba la base desde la que partieron centenares de jóvenes en misiones suicidas. La mayoría nunca volvieron,

Mañana yo haré un vuelo mucho más gratificante y pacífico: iré con mis grullas hechas por niños españoles, a Hiroshima, en pos de Sadako, la niña hibakusha, otro ejemplo de la sinrazón de las guerras.

Chiran y su «viento divino» es otro capítulo de la misma historia.

Claro que sí, iremos a Chiran. Hasta que llegue ese día, nos protegerán infinitos kamis.