Se puede calificar al 2016 como un año fatídico para la música. Varias figuras emblemáticas, no necesariamente caducas (en cuanto a la estimación media de la que hablan las estadísticas se refiere), nos fueron abandonando (quién sabe si para ir a un lugar mejor), una tras otra, a medida que las hojas del calendario iban cayendo sin solución de continuidad. Y cuando, a la espera de las inminentes campanadas, ya parecía que no podría suceder nada más, el colofón.

David Bowie sería el primero en estrenar el año con tan trágico acontecimiento. A él le seguirían Prince, Leonard Cohen y, por último, mientras alguien en televisión hacía balance de las pérdidas, sin calcular que en seis días que le restaban al año aún podrían torcerse más cosas, la parca llamó a la puerta de George Michael.

Aunque no fueron estos los únicos: Cristina Grimmie, Frank Sinatra Jr., Manolo Tena y Juan Gabriel fueron solo algunos más del gremio que escogieron ese año para embarcarse en el viaje infinito; siempre empujados por el cáncer, la sobredosis, el asesinato e incluso el suicidio. No obstante, la marcha precipitada de los cuatro anteriores fue lo que hizo que se formara un vacío terrible en el cajón que llevamos por dentro los que hemos crecido desde que tenemos uso de razón con quienes fueron, por encima de todo, los iconos de referencia.

Musicalmente hablando, al pensar en un año tan funesto como 2016, es imposible no rememorar otro momento funesto, el drama que llevó a sentenciar aquello de «el día en que murió la música».

Corrían los años cincuenta, y tres jóvenes músicos, Buddy Holly (22), Ritchie Valens (17) y The Big Bopper (28), cuyas prometedoras carreras apenas acababan de arrancar, luchaban por comerse el mundo. Estos chicos, junto con Dion and the Belmonts, se habían aventurado en una frenética gira que los llevaría a recorrer veinticuatro ciudades en tres semanas (la «Winter Dance Party») a bordo de un autobús. Una locura que, pese a lo extenuante, merecía la pena: el lleno total en cada concierto y el entusiasmo del público los iba a catapultar al éxito.

Las condiciones climáticas de aquel invierno eran extremas y el autobús no estaba correctamente equipado para ello: la calefacción se había estropeado casi al inicio del viaje y los músicos ya habían comenzado a resentirse, mostrando síntomas gripales e incluso de congelación.

Tras la actuación de Clear Lake, en Iowa, el 2 de febrero de 1959, alquilaron una avioneta con la intención de cambiar el medio de transporte en las últimas etapas de la gira. Un periplo plagado de imprevistos que resultaron determinantes: la parada en Clear Lake no estaba prevista, pero los promotores auspiciaron una buena acogida; Valens tenía miedo a volar y, sin embargo, ganó su asiento a cara o cruz; Waylon Jennings, uno de los músicos de Holly, que finalmente hizo el trayecto en autobús, se atrevió a bromear con el destino, «espero que tu viejo avión se estrelle».

Las adversidades del mal tiempo y quizás la poca experiencia de un joven piloto, hicieron que se perdiera la pista de la avioneta muy poco después de despegar. Por la mañana consiguieron dar con ella: encontraron los restos del desastre en un campo de maíz cubierto por la densa nieve, a poco menos de diez kilómetros del aeropuerto.

A la jornada siguiente, en los periódicos que chiquillos con gorra repartían al grito de «extra, extra», en portada, el aterrador amasijo de hierros en que se había convertido la avioneta y los bultos negros de sus ocupantes (Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper; el piloto, Roger Peterson, quedó atrapado dentro del aparato), dispuestos macabramente sobre el fondo blanco que, por una vez, no evocaba la entrañable estampa de niños con gorro jugando a tirarse bolas.

Tres jóvenes destinados a estar en boca de todos que, tras un muy fugaz estrellato, literalmente, cayeron del cielo, cual estrellas fugaces. Una tríada, inevitablemente idealizada, que había llegado pisando muy fuerte, con sus ritmos alegres que rompían con los esquemas previos para establecer un panorama diferente y marcar a toda una generación. Se habían evaporado. Pero dejaban tras ellos la estela de lo que fueron, punto de partida para quienes siempre los tuvieron como ejemplo.

Años más tarde, en 1971, Don McLean lanzó su single American Pie: un homenaje a estos chavales, a los que escuchaba siendo un adolescente, cuya muerte inesperada le dejó, como a tantos otros, huérfano de referentes musicales. Muy al principio de la canción hace referencia al hecho al referirse al mes de febrero y las malas noticias en los periódicos, y después cuando dice «the day the music died», que no es sino lo que para él significaron estas muertes: el fin de la inocencia del rock’n’roll.

Una letra llena de simbolismo, en la que cada estrofa recrea pasajes del ayer, momentos, lugares, personas; retazos de una vida (la del cantante, la de una generación) convertida en banda sonora. Ocho minutos y treinta y seis segundos de melodía que no nos cansaremos nunca de tararear y, tras lo hermoso de sus compases, la concatenación de enigmas que seguiremos empecinados en descifrar.

Debido a la tajante negativa de su autor a poner en bandeja el contenido, tal y como se gestó en su mente, solo hay lugar a las especulaciones. Por lo tanto, lo que de ella se deduce no está respaldado en ninguna certeza, sino más bien en un batiburrillo de elucubraciones que pueden ser más o menos acertadas.

De Elvis y las convenciones sociales y de cortejo, a Dylan y el compromiso social y poético. Luego los Beatles y un crimen atroz, fruto de la interpretación de supuestos mensajes encriptados que alertaban del fin del mundo. La contracultura, la destrucción de la paz y el amor y, al fin, la pérdida del optimismo. Más tarde los Rolling Stones y su adoración satánica. Janis Joplin, «a girl who sang the blues», con otra trágica suerte. Y la alusión última «and the three men I admire most», ¿de nuevo los malogrados músicos o está hablando de otros? Quién sabe qué.

De lo que no cabe ninguna duda es que, pese a las décadas transcurridas, su belleza sigue conmoviendo los sentidos, mucho más allá de las incógnitas que suscite. No solo no ha caído en el olvido, sino que incluso Madonna se atrevió a versionar.

El sonido de unas palabras lanzadas al viento a modo de recuerdo, como el nostálgico homenaje a aquellos de entonces («I can still remember how that music used to make me smile»). Un recorrido a pinceladas por la música que sonaba de fondo, que nos llevaba, casi sin darnos cuenta, de la mano mientras el mundo (nosotros, la vida) cambiaba.

Don McLean, «American Pie», 1971.