Colapsó. Cerca de la 1:30 de la madrugada del 5 al 6 de noviembre, hora española, Crunchyroll, una plataforma de streaming especializada en anime, dejó de funcionar. No era para menos, la verdad.

El motivo fue el esperadísimo estreno del capítulo final de Ataque a los titanes. Estrenada hace ya 10 años, la serie se ha visto alargada hasta el absurdo por algunas circunstancias comprensibles, como el coronavirus, y por otras bastante menos aceptables, como el afán por parte de los desarrolladores de trocear sus compases finales hasta el infinito. Era de esperar, por tanto, una auténtica marabunta de fieles seguidores que, agolpados en la plataforma, fundieran el botón de F5.

Valga como prueba de tanta espera el hecho de que este episodio final, de casi hora y media de duración, sea en realidad la segunda parte de un episodio final más extenso que a su vez forma parte de la segunda parte de una temporada final más extensa. O algo así.

Pero había una segunda razón para tanto revuelo. Ataque a los titanes (también conocida por su título en japonés, Shingeki no kyojin) es, por derecho propio, uno de los mejores animes de las últimas décadas.

La serie arranca con una premisa que no puede ser más atractiva. Asediada por una repentina plaga de hambrientos titanes antropomórficos, la humanidad entera se ve en la obligación de recluirse tras varias líneas de inmensas murallas. Durante décadas, estas son el único escudo verdaderamente efectivo contra unos gigantes que aplastan y devoran sin piedad a tantos humanos como encuentran a su paso, incluidos los soldados de un ejército que cuenta sus incursiones en tierra de titanes por derrotas.

En este ambiente crecen Eren Jaeger, Mikasa Ackerman y Armin Arlert, tres amigos que, como el resto de los jóvenes de su generación, no conocen más mundo que el del interior de las murallas.

Movidos por sus anhelos de libertad y por la traumática muerte de la madre de Eren, que es devorada por un titán tras la caída de uno de los muros, estos acaban enrolados en el cuerpo de exploración, la parte del ejército encargada de tratar de ganar territorio a los titanes, la esforzada primera línea de batalla de la humanidad.

Con estas cartas sobre la mesa, uno, que ha crecido viendo a tipos como Goku y Naruto resolver todos sus problemas simplemente por la vía de volverse cada vez más fuertes, comienza esperando lo propio de Eren, que además despierta en Mikasa el clásico sentimiento de amor platónico que finalmente suele acabar en romance en este tipo de series.

Chico conoce a chica, chico lidera a la humanidad en una épica lucha contra un enemigo inexplicablemente hostil, chico se queda con chica, final feliz, seis sobre diez en IMDb. Y a otra cosa.

Sin embargo, desde sus primeros episodios, la serie parece resistirse a entrar en todo esquema esperable. Eren, más que el líder que necesita la humanidad, parece simplemente un joven desquiciado y desquiciante; Mikasa vive como puede a su sombra y Armin, el pobre Armin, trata sin éxito de poner algo de cordura.

Para más complicación, la serie introduce pronto tramas que revelan que nada es lo que parece, ni siquiera el mismísimo Eren. Así, lo que al principio parecía que era el último reducto de la humanidad no es más que un país que se encuentra en mitad de un mundo en el que los titanes no son el principal enemigo, sino que simplemente juegan su papel en un complejo sistema de equilibrios geopolíticos.

En mitad de todo el jaleo, tras no pocas peripecias, Eren Jaeger, el joven que ante el cadáver sangriento de su madre un día prometió traer la paz tras matar a todos los titanes, queda al mando precisamente de una legión de inmensos gigantes.

Entonces, henchido de fervor patriótico y amor únicamente por los suyos, Eren toma una decisión: para que haya paz, debe matar a casi todos los seres humanos que pueblan la Tierra. Esto dará a sus amigos la ocasión de detenerlo (o de morir terriblemente en el intento), con lo que, piensa, las guerras acabarán.

Finalmente, la solución de Eren es un disparate no solo porque supone una suerte de cruentísima y generalizada solución final, sino porque está radicalmente equivocada: la violencia jamás puede terminar con el ciclo de la violencia.

Dicho esto, que nadie me malinterprete: pienso que el final de Ataque a los titanes es brillante. Lo es sobre todo porque da explicación a toda la trama y porque es coherente tanto con los caminos que toma como con la evolución de sus personajes.

Esto no quita que el episodio final me haya resultado particularmente doloroso. Lo es porque la decisión de Eren equivale a que Goku le dé la razón a Freezer, a que Naruto piense que al fin y al cabo Orochimaru tiene también sus buenos motivos para hacer lo que hace. Tras 10 años animando a Eren Jaeger, resulta que el villano principal de la serie era él.

Desde que se popularizó, Ataque a los titanes ha extendido como la pólvora un lema que a su vez da título a la canción de Linked Horizon que ha quedado unida para siempre a la serie: «shinzou wo sasageyo», que los autores traducen como «entregad los corazones». En la serie, es el eslogan sobre todo del cuerpo de exploradores.

La frase, que hoy se suele pronunciar mientras se hace el gesto de llevar el puño de la mano derecha al lado izquierdo del pecho, donde está el corazón, ha sido asumida sin demasiada reflexión por la ingente comunidad de fans de la serie, que la proclaman a voz en grito al ritmo de los poderosos acordes de Linked Horizon: «¡shinzou wo sasageyo!».

A mí tanto entusiasmo por entregar el corazón me resulta perturbador, y más después del final de la serie.

Sospecho desde hace tiempo que a Ataque a los titanes le puede estar sucediendo lo que le ocurrió durante años a Starship Troopers, una parodia de marcado carácter antibélico que ha sido en más de una ocasión malinterpretada como lo contrario, a veces por desconocimiento y a veces por aquello de arrimar la ascua a la sardina de cada cual.

Vamos, que tengo dudas de que estemos pillando Ataque a los titanes, y más viendo las encendidas defensas que se están haciendo en redes sociales de la forma de actuar de Eren, a quien la serie retrata de manera inequívoca como un enloquecido genocida. De Eren he llegado a leer que mata al 80% de la humanidad, pero que tiene sus motivos. Si tener motivos basta para asesinar a sangre fría a casi toda la raza humana, recuerden Mein Kampf: Hitler también los tenía.

No, no creo que la frase «shinzou wo sasageyo» sintetice el espíritu de la serie. Tampoco que Ataque a los titanes ensalce la figura de Eren. Ni siquiera creo que la defienda o la justifique. Creo que en la serie la voz de la razón la representa siempre el astuto Armin, que, cuando Eren dirige su legión de titanes a asesinar a todo el mundo, le grita: «¡Eren, ya basta! ¡Ya los has asustado a todos! ¡No se atreverán a atacarnos!».

Es casi como si dijera: «Eren, pedazo de merluzo, ¿dónde vas? ¿No ves que la política es otra cosa? Déjate de titanes y hagamos lo que hacemos los seres humanos: hablar». Pero Eren ni caso. Finalmente, se le aparece en un sueño a sus amigos para explicarles su plan maestro. Armin solo acierta a decir: «¡¿Matar al 80% de la humanidad?! ¡¿Pero qué tipo de solución es esa?!».

Vamos, lo que hubiese dicho cualquiera con dos dedos de frente.

Por si hubiera alguna duda de la postura que adopta la serie con respecto a Eren, valga recordar que finalmente en la tierra natal del susodicho se conforma lo que se conoce como facción Jaeger, un cuerpo paramilitar que sustituye las alas del escudo del cuerpo de exploradores por armas y que aboga por destruir al resto del mundo antes de que el resto del mundo trate de vengarse de lo que hizo Jaeger.

Hacia allí se dirige en barco el propio Armin, ya adulto y al frente de un cuerpo diplomático. Este resume el sentir de todos: «La facción Jaeger está llena de soñadores que no saben cuándo rendirse. Van a ser un problema».

Por azares del destino, el final de Ataque a los titanes nos ha pillado en un momento convulso. A nivel internacional, Israel libra contra el grupo terrorista palestino Hamás una guerra que más bien parece un exterminio en las regiones de Gaza y Cisjordania.

A nivel nacional, Pedro Sánchez se va a postular como presidente de Gobierno en España tras pactar una amnistía con la élite del separatismo catalán, ese que ha entregado generosamente los corazones de los demás mientras ponía pies en polvorosa. La decisión ha sacado a la calle, entre otros muchos, a tipos de pelaje bastante ultra.

Sin ánimo, ni por lo más remoto, de comparar una situación con la otra, últimamente no paro de pensar en una frase: «shinzou wo sasageyo».

¿Cuántos hay en Palestina e Israel dispuestos a entregar sus corazones, aunque ello suponga librar una guerra que ha matado ya a más de 1,000 personas en Israel y a más de 10,000 en Palestina? ¿Cuántos, de quienes van a vandalizar la sede del PSOE en Madrid, piensan que en realidad están entregando su corazón a una causa noble? ¿Cuántas personas en el mundo pueden pensar, como Jaeger, que entregar el corazón justifica pisar al enemigo?

Sean los que sean, tengo una noticia para todos ellos: no hace falta.

Particularmente, no creo que haya muchas cosas que merezcan el sacrificio de una sola vida humana. Tal vez la defensa de valores deseables de forma universal como la igualdad, la justicia, la paz y la democracia. Y, si me apuran, puede que ni eso.

Desde luego, no pienso que merezca el sacrificio de nadie la supuesta defensa del honor de un país. Mi patria es la gente a la que quiero, y pare usted de contar.

Y, sin embargo, ahí están, uno tras otro, todos los patriotas del mundo, la facción Jaeger, ondeando al cielo sus banderas, dispuestos siempre a fastidiarte la tarde como esos amigos que solo saben pagar con billete grande. Viven ajenos al hecho de que nacer y crecer en un lugar concreto es algo azaroso y circunstancial. Puede, de hecho, que en un universo paralelo estén en el bando de enfrente. Da igual: «shinzou wo sasageyo», ellos entregan su corazón igualmente.

Pero, en serio, chicas y chicos, no hace falta.

Ese club de fútbol cuyos colores defiendes con tanto ardor guerrero que eres capaz de quedar en un descampado para pegarte con quien no comparte tu mismo escudo se fundó hace poco más de un siglo con el mismo espíritu recreativo con el que tú te juntas con tus colegas para jugar la liga municipal.

Esa nación por la que darías tu vida (aunque antes darías la de otra mucha gente, que nos conocemos) no sabe quién eres.

Esa religión por la que derramarías sangre es solo una de las más de 4,000 que hay en el mundo. Por cierto, ninguna de ellas garantiza que, después de morir, vaya a suceder nada.

En fin, entregad vuestros corazones a lo que queráis, pero no lo entreguéis nunca todo, guardaos algo para vosotros. Que, al fin y al cabo, vivir también es compartir este mundo con los demás. «Shinzou wo sasageyo», pero poquito.