Solo quien ya elevó la lira
también entre las sombras
puede expresar, vislumbrando
la alabanza infinita.

(Rainer Maria Rilke)

Lo que en seguida se prsenta es solo una mínima muestra de la obra de uno de los artístas plásticos de mayor creatividad, originalidad y fuerza expresiva de nuestro tiempo. El reconocimiento del arte de Gastón González se ha ido produciendo de manera lenta y, a la vez, inequívoca, contundente. Así lo muestra la vastedad y originalidad de su obra (miles de dibujos, tintas, collages, bocetos, esculturas en distintos formatos, incluyendo algunas de carácter monumental).

Aquí se ofrecen algunos datos biográficos y de obra. El creciente reconocimiento y aprecio de la calidad estética de esta solo podra ser evaluada con el paso del tiempo, que habrá de confirmar su singularidad y profundidad en las raíces milenarias de las culturas originarias de la América precolombina. Vitalidad, profundidad, misterio, permanencia, son los rasgos que definen la obra de Gastón González.

Presencia y obra de Gastón González por Vilma Fuentes

Semidioses o seres del inframundo, animales mitológicos, ceibas, soles agonizantes, lunas sangrientas, paraísos prehispánicos, escarabajos, oleaje de laberintos y torres de Babel, dualidades que se complementan y se funden como el yin y el yang, en la pintura, los dibujos, las tintas o las palpitantes esculturas, búsqueda y hallazgo de Gastón González César.

Durante su estancia en París, entre las barricadas de Mayo del 68, en los túneles de los trenes urbanos de esta ciudad, Gastón dibujaba en los pedacitos de cartón de los boletos del metro. Minimalismo grandioso, a la vez soberbio y modesto del auténtico artista.

En la obra de González César, la búsqueda y el hallazgo son los de la poesía. Sabe descubrirla en cada lugar donde su mirada se detiene asombrada. El descubrimiento se vuelve revelación cuando sus manos lo plasman en el papel o la tela. O cuando le da forma al cincelar la piedra y el bronce.

He tenido la suerte de escuchar hablar a varios artistas durante sus momentos de creación. Oí a Juan Soriano bromear sobre familiares y amigos, interrumpiéndose de pronto para discurrir, con el mismo tono ligero, sobre la estética de Benedetto Croce. A José Luis Cuevas imitar voces y gestos de personas recompuestas por su imaginación y su humor. A Antonio Saura describir el baile flamenco de una bailarina como si la tuviera enfrente y ella danzase para él. A Alberto Gironella disertar sobre su propia obra y, a veces, sobre sus amores. A Roland Topor reír a carcajadas del absurdo que era para él cualquier realidad. A Carmen Parra buscar las palabras para hablar del vuelo de los pájaros, el viento y el mismo Espíritu Santo. A Armando Morales canturrear viejos boleros escuchados en el radio de la tlapalería de su padre mientras me hablaba de los lagos profundos de Nicaragua.

A Gastón González lo escuché preguntarse por los enigmas que encierran los versos, susurrados por él, de tal o cual poema. Su entusiasmo era contagioso. La poesía es para él parte fundamental de su carácter, y de su obra. De la familia de Matisse, la bondad asoma en cada uno de sus óleos, acuarelas, pasteles, collages y esculturas. Como Toledo, heredero de la tradición prehispánica, infiernos y cielos poblados de figuras mitológicas de seres donde se combinan lo animal y lo humano reptan y emprenden el vuelo en el fondo de una ceiba, en el laberinto de la selva, en los sueños de Ícaro y Huitzilopochtli o en los círculos sin salida del inframundo.

Nacido en 1940, Gastón González pertenece a la generación de pintores posterior a la ruptura con el muralismo. Figurativo en ocasiones, la abstracción le da el espacio necesario a la libertad de su fantasía, abundante y siempre novedosa. Algunas de sus esculturas son personajes históricos de México, bustos de amigos, pájaros, coyotes. Otras son representaciones de su fantasmagoría personal, concepciones ilusorias y tanto más reales, lo mismo del Ave Fénix, de la oración, del oleaje, un giro, un penacho o las ruinas de Mitla. Su pintura puede ser al mismo tiempo figurativa y abstracta. En sus telas, de soles devorando lunas, jaguares devorando soles, personajes salidos del inframundo, ríos, huracanes, interior de caracoles, el color es luminoso y rico. El colorido de sus óleos y pasteles, fuerte y pálido, opaco y transparente a la vez, es un clavado en un bosque de tonos, matices, caleidoscopios y prismas donde la luz es descompuesta al infinito.

Está por aparecer pronto un volumen franco-mexicano sobre su obra, el cual será sin duda celebrado por la crítica y los aficionados, quienes podrán admirar las reproducciones de pinturas y piezas escultóricas.

Creador de una obra prolífica, sus esculturas, de pequeña talla muchas de ellas, viajan a París, donde son buscadas y acariciadas por coleccionistas. Parecen animarse, entonces, y arremeter como el oleaje de una tempestad, consumirse y renacer de sus cenizas como el Ave Fénix, elevarse al cielo como una oración (La Jornada, Cultura, p. 4, 25/04/18).

Gastón González César en las letras de Luis David Meneses

I. Una caligrafía desconocida

A veces la belleza te sorprende. Sin que te des cuenta ha comenzado a penetrarte y hacer materia de tu forma; de tu interior su nido y del asombro la sorpresa.

Cuando tenía escasos dieciocho años —y no sabía nada de nada— me paseaba entre jardines de esculturas, en una casa hecha de piedra y madera, en las faldas del cerro del Ajusco, al sur del Distrito Federal. Yo iba a buscar al Turco a esa casa; tocaba el timbre sobre la pared derecha del portón en la entrada de la propiedad y preguntaba por él. Íbamos a jugar futbol o de camino a una fiesta, pasábamos por alguna cantina antes del reventón o por unas carnitas después, en unas calles donde se acababa el pavimento, y no lejos veíamos las ruinas de la antigua ciudad de Cuicuilco, como una isla hundida y derruida frente a un centro comercial. A veces manejábamos después de unas cervezas desde Xochimilco, como unos locos en el tráfico, en medio de peseros, trepanando las derivas urbanas al trepar la montaña.

Encima de la cama de sus padres estaban colocados en fila los lomos hermosamente ordenados de la Colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, a un lado de varias ediciones de la francesa Gallimard; bañados esos tomos siempre por una luz que entraba cayendo vertical, a través de un gran ventanal que daba al jardín debajo de aquella habitación. Ese jardín era un espacio siempre verde. No he perdido la cuenta de un par de veces donde leí algún poema de José Emilio Pacheco o párrafos de los Recuerdos del porvenir de Elena Garro, cuando nadie me veía, como si estuviera oliendo, fortuita y encendidamente, alguna prenda ajena guardada en un cajón.

Como si las palabras desnudaran —se me ocurre— sin importar la manera de leerlas.

Las casas de mis amigos, aquí sí he perdido la cuenta lo confieso, siempre han sido fuente de descubrimientos; recordatorios plenos de los límites de mis orígenes, territorios propicios para inesperadas epifanías, que luego son el comienzo de conversiones informadas aún sin vislumbrar. Uno queda preñado de ellas sin saberlo. No han sido, afortunadamente, la confirmación de lo sabido, sino invitaciones a lo desconocido. El erotismo de lo ajeno y, de vez en vez, el deleite de lo prohibido. Con frecuencia, uno se encuentra a sí mismo en aquello de constitución marcadamente distinta. Se abren ahí espacios donde cabemos precisamente porque no los habitamos todavía. Y ese vacío, despersonalizado y despoblado, nos revela algo incógnito que luego nos ayuda a rebelarnos contra la ceguera de las inercias y complacencias originarias propias.

Lugares donde ahora vuelve la memoria a regodearse, en busca de liberación, pero también de gratitud por el don que son los mundos nuevos.

He gozado de esa suerte inesperada, en casa del Maestro Gastón González César, cuando sin saberlo iba a buscar a su hijo, pero además me encontraba con las piedras, los bronces y las pinturas por todas partes. Un encuentro con la belleza de cosas que sorprenden como un edificio cuando camina uno sin rumbo y dobla la primera esquina, sin ninguna otra razón que la de perderse. Los hallazgos del flâneur, la gratitud de la deriva. Súbitamente la interrogación del lenguaje silencioso en derredor, los rasgos de las piedras talladas increpantes, la madera trabajada como el Cristo del Pueblito, los bronces corpóreos y sólidos, me detuvieron con una voz que hablaba sin hablar, pero hablándome, con un equilibrio que respiraba desbordándome y que se hinchaba dentro de mi sin ahogarme.

En un taller en la esquina del terreno de aquella casa, trabajaba el Maestro Gastón González, done se apilaban las formas en busca de otras formas en diversos materiales posibles, en las coordenadas de la imaginación de ese hombre, vertiéndose él mismo en el mundo en derredor. El pedazo de algún material cualquiera intervenido con otro, dobleces, contraposiciones, contrapesos, cosas regadas, rasgadas, experimentos como desvíos de un proceso a penas emanado, al ritmo del ensayo y el error. Las huellas de un afán y una disciplina cotidiana.

¿Qué mayor fortuna puede sonreír a una persona que disfrutar de la belleza bajo la libertad insondable de la ignorancia?

El trabajo de Gastón González es la sorpresa que se hace presente revelación.

II. El cosmos está en su génesis

En la obra de Gastón González las siluetas son signos, tutiplén de mundos interiores. Símbolos que han pertenecido y vertebrado el territorio de su origen: San Felipe del Progreso, en el Estado de México.

En sus años primeros como escolar fue alumno del profesor Carlos Hank González. Lustros después, ingresaría a la Academia de San Carlos, como Teresa Aguilar Suro, Saturnino Herrán, Roberto Montenegro y Manuel Rodríguez Lozano, artistas que —entre otros—, me parece, evocan con un aire de familia el trabajo del mismo Gastón González. Estudió después en la ciudad de París, en el año sesenta y ocho, cuando fue testigo directo de las protestas estudiantiles en las calles cerca del barrio Latino donde residía. Después de un par de años en Europa regresó a México, donde desde entonces ha dedicado sus días y trabajo a la creación, la enseñanza, la participación en talleres, exhibiciones y obras públicas de profundo calado.

Sugeriría que, mirando al mundo con atención y paciencia, pero con cierta distancia —quizás melancólica— hay en su trabajo una corriente vitalista que recorre cada una de sus fabulaciones plásticas, como un ciclón en incesante pulsión.

La obra gráfica de Gastón González es extensa y abarca seis décadas de dibujos, acuarelas, pinturas, tintas, carbón en papel, pasteles, colages y óleos. La mayoría son exploraciones figurativas con una mezcla de colores y tonos que me recuerdan a varios frecuentados por Rufino Tamayo en distintas obras: amarillos, magenta, púrpura, azules y verdes. Y de elementos enraizados en el cuadrante de la imaginación de su vida interior: su tierra, sus maestros y la propia historia de ese campo que conoce tan bien como las calles de la capital. Su tierra es la de la gente del vendado, caminantes de valles fríos, de lomas nubladas y montañas mazahuas. Ahí están las raíces, el maíz, el sol, el pasado y el tiempo. Ahí está pues, la órbita generadora de su obra.

Estas figuras que se miran y se entrelazan habitan otros mundos, como si estuvieran desenvolviendo destinos en escenas fantásticas de una mitología que en parte se inventa y, en parte, se recupera en cada intricada representación que yuxtapone mundos oníricos y fabulosos. El resultado es una suerte de licuación con registros surrealistas más un expresionismo abstracto heterodoxo. Su obra también incluye una serie de ejercicios efímeros: billetes del metro de París iluminados, miniaturas manuales, objetos intervenidos, poemas escritos en bella caligrafía y proyectos de distinta raigambre.

Yo fui testigo de la gestación de uno de estos proyectos un domingo por la mañana en el pueblo de Tepoztlán. Durante dos o tres horas, entre charla y paseo, comenzó a doblar y redoblar un alambre, torciéndole distraídamente, buscando encontrar alguna forma con ese filamento que recogió de entre una pila de desechos. Cada torcedura intentaba resolver un problema, una falta o un desequilibrio, cuya redención es el fundamento de los tanteos constantes en la plástica de González César.

Ahí en ese gesto efímero y esa actividad física matutina emergía, por medios de los dedos de sus manos, un tejido de contraposiciones y complicidad con la materia, transformándola según un ojo interior que ve cosas que para otras miradas permanecen ocultas. La magia especial que las cosas resguardan y que un artista permanentemente busca desentrañar para despertarlas a los sentidos.

Hay en su trabajo una huella de mundos prehispánicos que persiste y se asoma por todas partes. En los inframundos subterráneos poblados por animales e insectos, que recuerdan a los esqueletos, patas y colas de la zoología animal en Francisco Toledo, así como a las fuerzas divinas retratadas en momentos hieráticos, como en representaciones del cielo y el infierno, por el divino William Blake. Deidades sujetas a un juego cósmico, una danza sideral, una lucha entre dos principios o fuerzas licuándose perenemente. Presencia y ausencia.

La identidad de su trabajo está precisamente en los contrastes y soportes que llevan al extremo y que transforman dos soledades en una, en un abrazo, en retozos íntimos circunvalentes, en delicados roces y en complejos itinerarios que se mezclan al azar, que son también divergencia y separación; la simple pero esencial diferencia entre lo femenino y los masculino, contenedores mutuos de los opuestos necesarios.

Hay en el trabajo de Gastón González un impulso por transmitir a través de un lenguaje heterónomo y personal, intuido paso a paso, cuando en cada obra se construye una continuación a través de distintas variaciones, conjunto de combinaciones, bloques en tensión, formas conocidas e imposibles, símbolos, marcas y señas que se van materializando en rastros que uno fija a cada obra para poder referirse a ella.

En este sentido, más allá de las generaciones y grupúsculos, se puede afirmar que Gastón González César es uno de los individualistas en el arte mexicano, en un país donde casi nadie nunca anda solo.

III. El nombre secreto de las cosas

La escultura, desde sus primeros años, ha sido una constante en su trabajo y lo ha hecho con el bronce, la madera tallada, bosquejos de barro, concreto y monumentos en piedra. Fue alumno y trabajó con Luis Ortíz Monasterio e Ignacio Asúnsolo, cuyas obras monumentales han esculpido la historia cívica del país y caracterizado parte de la propia obra del Maestro González César, que incluye esculturas de Fray Bernardino de Sahagún, Guadalupe Victoria, Francisco Villa, Emiliano Zapata, Sor Juana Inés de la Cruz, Cuauhtémoc y José María Luis Mora que, entre otras, son parte de las calles y plazas del país.

Por otra parte, también ha trabajado esculturas de mediana y pequeña escala, en su mayoría abstractas, donde a partir de nudos que se esculpen curvadamente, se unen materiales que a su vez enlazan y desenlazan fuerzas en ellos que parecen emerger de la materia; formas ocultas pero a la vez íntimas —¿dónde es adentro y dónde afuera?— como en algunas piezas de Henry Moore, sobre todo aquellas que tienen como inspiración las formas y la arquitectura Tolteca, con esa sutil reclinación de las figuras femeninas y que evocan también al sentado del Chac Mol, la postura de Ce Ácatl en el mural de Rivera y, sobre todo a Ometéotl, la deidad dual de los mexicas.

Hay un erotismo que carga todo este trabajo escultórico con una ambigüedad de raíz. Tiresias el célebre adivino de la antigua Grecia, por la voluntad suprema de la diosa Hera, durante siete años se transformó en mujer, en virtud de haber cometido el sacrilegio de matar a dos serpientes mientras copulaban. Cumplido el tiempo del castigo, habiendo sido prostituta, sacerdotisa y madre de Manto, le fue permitido regresar a su forma masculina. Zeus y la misma Hera le preguntaron quién disfrutaba más del sexo. A lo que respondió que el placer femenino es nueve veces mayor al masculino. Justo la respuesta que no quería escuchar la hija de Cronos, quien castigó una vez más al vidente, ahora dejándolo ciego para siempre.

Esta disparidad entre el placer femenino y el masculino puede utilizarse como un modelo para desenterrar las posesiones y contenidos que se encuentran en las esculturas de González César. Abundan las representaciones imaginadas del cuerpo femenino y la experiencia del placer en el instante del éxtasis. Plasman el momento del desmoronamiento de los linderos entre materia y mundo y cuerpos que se enlazan. Es la disolución de las retículas que separan a los cuerpos entre sí y ante el cosmos —que también es otra forma de la piel— en la esfera de lo sensible y la sensibilidad, en el Aleph de las posibilidades del sentimiento. Construcciones que reflejan visiones y que ahora pueden ser sensaciones táctiles y variables perceptibles que crean espacios poéticos de incertidumbre y tenues relaciones con el tiempo donde duran.

Algunas de estas formas me recuerdan a temas que Virginia Woolf ha imaginado en su Orlando, donde un joven noble que vive durante el reinado de Isabel I de Inglaterra sin jamás envejecer un ápice, a medida que paulatinamente, va cambiando de género. Así viven las formas en las esculturas de Gastón González, constantemente creciendo, y aprendiendo a vivir su propia vida que ha despertado al ser rozada por las manos de un mago prestidigitador, y donde género y especie se pierden como los cuerpos a las Puertas de Infierno de Rodin.

Mención aparte merecen, primero, la gran figura «Thaai», en el centro ceremonial Otomí, en medio de los cerros del Municipio de Temoaya, el lugar ancestral de reunión de este pueblo, punteado por un circuito de montañas naturales como muralla originaria. El coloso está en pleno movimiento, a punto de lanzar algo al mundo, con un equilibrio que es expresión de calma contenida, de energía retenida y de tiempo hecho materia. Quizás sea el secreto del fuego que guarda entre sus manos como Prometeo o el de la vida misma como Hermes el mensajero, dador de vida y visitante de la tierra.

Y segundo, el relieve mural en láminas de bronce patinado, Visión prehispánica, en la Sala Nezahualcóyotl, en el Centro Cultural Universitario de la UNAM, parte del patrimonio de Ciudad Universitaria junto con obras de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Juan O’Gorman, José Chávez Morado, Francisco Eppens Helguera, Manuel Felguérez, Helen Escobedo y Matías Goeritz, por dar los ejemplos más insignes.

Este mural retiene en sus coordenadas el flujo dual que capta en sí mismo la síntesis y su antítesis, la hipótesis y su negación, el conjunto de los hechos y su legión contrafáctica: cobre y estaño, verticalidad contra horizontalidad, así como un círculo rodeado de órbitas en línea recta. El conjunto mural entero se integra con destreza a la arquitectura del vestíbulo de la Sala de Conciertos, sin perder nada de esa capacidad de expresión y visión personalísima que imana de los prismas que estallan y el ritmo triangular de sus vertientes, como cuando las aspas de un molino cortan una racha de viento y así crean un espacio nuevo. Este gran dinamismo sugiere además la idea de cambio en el origen doble de México. Y al centro, un círculo solar de una alta intensidad visual que parece arder al calor del bronce fundido, quebrando el orden rectilíneo que determina el resto de la composición.

IV. Los metales como las piedras son fríos, pero no así la piel que toca y la voz que llama

Las formas no significan nada: «son». La forma es su recreación y signo en la materia. La forma no es casa de nadie y no tiene domicilio. No es templo de ningún dios, ni receptáculo conceptual, sino forma en sí misma, para sí misma y de sí misma. Formación de figuras que configura una disolución sobre la materia que escritura el lienzo, que traza sobre el papel el lenguaje del silencio interior que no grita nada y solo está en los ecos que son residuos violáceos en la memoria. La forma es el sueño donde duermen las imágenes. La forma que no conoce ni reconoce y mira aquello que permanece invisible bajo una máscara irreconocible. Las formas son la continuación de los huesos y del caparazón de las tortugas. También son mariposas ancestrales. Las formas son necesarias e imposibles, resucitan y son el calidoscopio por donde fluyen infrafenómenos de distinta raigambre.

Las formas son la oquedad del huecograbado, los agujeros del sello del intaglio, el sustrato germinal, la ausencia que revela el diseño original. Las formas son como olas del río que desbordan al mundo y las montañas que cuelgan de precipicios desbordantes.

Pero, ¿qué es el carácter poético de estas formas?

El intento de formar materia en el espacio. Las voces que se acumulan en la esquina donde cuelga un panal de abejas que no articula ningún discurso, no obstante juntas, las abejas organizan ese espacio. Las formas son la yuxtaposición de imágenes que no imponen sentido alguno sino su posición misma en algún lugar. Son la transposición articulada que alcanza un ritmo y una cadencia fluida. Refieren directamente lo que falta: una piedra pulida por el mar y una raíz informe de un árbol abandonada en un campo baldío. Y la comunión extática al encontrarlas de camino a otro lugar. Son añosas como el bosque. Ves a las formas, las formas te ven, al final solo quedan ellas y los bosques. Aliento y atrevimiento que subyace formas que inervan y vibran al espacio blanco vacío entre ellas. Las formas son un campo de energía donde cada trazo es un polo que crea tensiones invisibles y el dinamismo vital circunscrito en la imaginación de quien mira. Las formas son articulación, textura, ritmo y movimiento. La circulación interna en la obra del flujo de la voluntad fundamental. La forma es la creación de vacíos en el espacio para que aparezca su lenguaje que no nos pertenece. La materia formada no es el punto de llegada sino el punto de partida; es un trampolín más allá de las delineaciones que marcan el terreno de la creación. Es la prolongación de ecos que no vislumbran horizonte ni frontera. Es la presencia al centro de todo que no podemos acceder. No hay distancia pues las formas emergen de la interioridad inmediata de la materia viva y unificada. Las formas manifiestan el secreto de las cosas sin agotar su fuente de vitalidad. Las formas son la intuición del universo, son la presencia material de la inmaterialidad, son el milagro de la resurrección de la realidad oculta.

La obra de Gastón González César es la continua búsqueda de formas a través de la materia, y nosotros tenemos la suerte de poder verlas, tocarlas y sentirlas, tanto con la piel, como en la voz del corazón.