La historia de Frida Kahlo y Diego Rivera, la pareja que se convirtió en patrimonio del arte mexicano, ha sido una de las más mitificadas en la contemporaneidad al punto sustituir el valor artístico intrínseco de sus respectivas obras por sus personalidades y convicciones ideológicas.

En el presente artículo hago un análisis claro y preciso de aporte a la vida y el arte de Rivera y Kahlo, el elefante y la paloma, develando la fábula de los mitos personales que impregnan su legado y destacando especialmente la fuerza, la creatividad y el coraje de ambos respondiendo a la siguiente pregunta: ¿es el arte más amplio y profundo que la vida de quienes lo producen?

Indudablemente. De otra manera nuestra apreciación de la producción artística se limitaría a la investigación y lectura que hacen de ella disciplinas como la historia, la sociología y la psicología.

Hemos aceptado como convención desde el siglo pasado que un objeto para ser considerado arte debe ser producido por un ser humano dotado de pensamiento simbólico e intencionalidad para comunicar emociones, pensamientos y experiencias de vida. No obstante, se sostiene que la primera evidencia artística en este planeta fue realizada 40,000 años antes de Cristo por el homo sapiens al comunicar su inteligencia y sensibilidad mediante objetos de concha, piedra y representaciones pictóricas rupestres.

Pero, si desconociéramos el contexto en que se produjeron tales objetos prehistóricos, ¿tendrían el mismo significado para cada uno de nosotros hoy en día? Es muy probable que no. Lo ideal para apreciar el hecho artístico con libertad es no depender de las lecturas distanciadas e interesadas de terceros que fuerzan lentes ajenos sobre nuestra propia manera de mirar y experimentar el arte.

Desde la perspectiva del crítico de arte como ya apuntó Charles Baudelaire «la crítica debería ser parcial, apasionada y política —lo que quiere decir, escrita desde un punto de vista exclusivo, pero un punto de vista abierto a los horizontes más amplios».

Nunca ha sido esto más apremiante que cuando se estudia la mitificada producción artística de la dupla compuesta por Diego Rivera y Frida Kahlo, convertidos en patrimonio nacional mexicano, culto popular de masas y saga cosmética «heroica y romántica» articulada por la izquierda y el feminismo, especialmente desde fines de los setenta del siglo pasado.

La reciente exhibición que tuvo lugar en septiembre, en la Galería de Arte de Adelaida, Australia, brindó una oportunidad excepcional para examinar críticamente la contribución artística de Rivera y Kahlo y los mitos que desde el ámbito personal terminaron permeando su legado por razones de reputación, moda y mercado.

La muestra titulada «Frida Kahlo-Diego Rivera: amor y revolución» es parte de la Colección de Jacques y Natasha Gelman que viaja modularmente alrededor del mundo —Adelaida es la ciudad número 70 que la acoge— permitiendo a cada museo adaptar el contenido a su propio concepto curatorial.

En el presente caso, la curadora Tansy Curtin y el arquitecto Paul Gillett han desplegado más de 150 objetos en 19 secciones enfocadas en la pareja Rivera-Kahlo, aunque se exhiben obras de otros artistas mexicanos de renombre. En palabras de Curtin:

Es una exhibición concebida como una revelación: es alegre, es de celebración, es un homenaje sin ser demasiado religioso... es un momento para que consideremos el legado de Frida Kahlo y por qué todavía estamos enamorados de su obra.

Al entrar a cada una de las tres salas destinadas a la muestra retrospectiva es evidente que la curaduría ha dado preeminencia a la figura de Frida Kahlo sobre la del resto de los expositores, incluido Diego Rivera (1886-1957). No solo se muestran cinco de los veinte conocidos autorretratos suyos que son parte de la colección Gelman sino también numerosas fotografías suyas tomadas por reconocidos fotógrafos como Edward Weston, Manuel Álvarez Bravo, Gisèle Freund y Nickolas Muray, autor de una conocida serie de fotografías en color. Además, se enfatizan producciones del padre de la artista, Guillermo Kahlo junto con breves filmes biográficos de la pareja y el vestuario típico de Kahlo que también coleccionaron los Gelman.

Después de la primera sala dedicada a la obra de Diego Rivera, el personaje central en las restantes es Kahlo a pesar de la compañía de obras de grandes muralistas como José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros y pinturas maduras de Rufino Tamayo, Carlos Mérida y María Izquierdo. La muestra es sobre la vida más que sobre la obra de Rivera y Kahlo, por lo que el concepto del renacimiento mexicano con el que se bautizó la muestra queda en el aire como una promesa vacía.

Mito sobre amor y revolución

Frida Kahlo (1907-1954) nunca destacó como pintora o dibujante antes de conocer a su futuro esposo en 1928 durante una fiesta de activistas de izquierda organizada en la casa de su amiga en común, la fotógrafa Tina Modotti. Había pintado solo por cuatro años sin mayor técnica o dominio compositivo y enfáticamente, según su propia confesión, motivada por su dimensión terapéutica.

Mientras Rivera tenía 42 años y una carrera artística establecida internacionalmente, ella tenía 21 años y sus aspiraciones académicas truncadas por un serio accidente ocurrido tres años antes cuando un tranvía colisionó contra el autobús en que viajaba causándole problemas de salud por el resto de su vida, entre otros, una propensión al aborto espontáneo.

El mismo año que se conocen, Rivera la retrata en un fresco llamado El arsenal del ciclo de la «Revolución proletaria» que pintaba para el Ministerio de Educación Pública. Aparece flanqueada por Tina Modotti, Julio Antonio Mella y David Alfaro Siqueiros. Viste una falda negra y blusa roja con una estrella roja sobre el pecho que afirma su membresía en el Partido Comunista de México del que se hizo parte en 1928.

Frida había estado ilusionada por otro hombre antes, Alejandro Gómez Arias, quien además de mentirle empezó a distanciarse de ella tras su accidente. Y se acercó a Diego en busca de consejo ya que lo respetaba como pintor y necesitaba saber si podía vivir de la pintura, actividad que había iniciado como autodidacta ya que necesita apoyar a su familia que estaba en bancarrota. El primer autorretrato de Frida data de 1926.

Según su amiga y biógrafa, la crítica de arte, Raquel Tibol, al muralista le atraían las personalidades atípicas como la de Frida. Para vencer los recelos de los padres, Rivera pagó las deudas de la familia cuya residencia en Coyoacán estaba a punto de ser embargada.

Guillermo Kahlo era de pensamiento liberal y temperamento artístico pero su esposa Matilde Calderón era religiosa y conservadora. No debe extrañar que al conocer la intención de Diego de casarse con Frida en 1929 bautizará la misma como la unión entre un elefante y una paloma.

Diego era un hombre mayor, gordo, feo, con bronquitis crónica, los ojos con conjuntivitis hasta el punto de que tuvieron que internarlo varias veces, por temor a que perdiera la visión. Además, era un hombre desaseado y con un pasado preocupante por mujeriego. Lo compensaba con su impresionante cultura y escala como pintor y maestro. Frida, quien era básicamente una autodidacta, pintaba en un estilo muy naif, retomando con frecuencia la antigua tradición del exvoto incorporado a la cultura mexicana durante la conquista española.

No había tenido un maestro y parece haberlo encontrado en Diego Rivera quien afirmó al conocer sus obras tempranas:

Los lienzos revelaban una desacostumbrada fuera expresiva, una exposición precisa de los caracteres y auténtica seriedad… Poseían una franqueza fundamental y una personalidad artística propia. Transmitían una sensualidad vital, enriquecida mediante una cruel, si bien sensible, capacidad de observación. Para mí era evidente que tenía ante mí una verdadera artista (Autobiografía por Gladys March, 1960).

Lo que hace Rivera es animarla a seguir pintando, reafirmando temáticamente el descubrimiento que había hecho mientras convalecía del ya citado accidente, «me retrato a mí misma porque paso mucho tiempo sola y porque soy el motivo que mejor conozco» (Entrevista publicada en 1945).

De las cerca de 150 obras que produjo durante su vida, 55 son autorretratos. A diferencia de Diego Rivera que era un virtuoso de la pintura y el dibujo, formal y conceptualmente, la obra de la autodidacta Kahlo debe mucho a cierta facilidad innata.

Sus dibujos en la tradición de los exvotos van siempre acompañados de notas referenciales escritas a mano, mientras sus pinturas son intencionalmente folclóricas o crudos tratamientos a partir de elementos de la cultura popular alimentados por algunas «notas rojas» de origen periodístico.

Pero su obra se refina a partir de los treinta cuando debe abandonar México con su marido para una estancia de cuatro años en los Estados Unidos debido a la persecución política desatada por el gobierno de Plutarco Elías Calles que abandona la política cultural que promovía la pintura mural y rescinde los contratos con los artistas.

Incluso algunos frescos son destruidos como el mural de Rivera La Creación ubicado en el Anfiteatro Simón Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria en la capital mexicana.

El socorro viene del norte

Mientras tanto, en el norte había un enorme interés por el llamado «renacimiento mexicano», como he escrito con anterioridad, Rivera como representante más destacado del movimiento muralista supo capitalizar mediante importantes encargos públicos en San Francisco, Detroit y Nueva York.

Un año antes, 1931, el Museo de Arte Moderno de Nueva York, había dedicado su segunda mayor retrospectiva a la obra de Diego Rivera. La anterior había sido dedicada a Matisse. Rivera vendió más obra que Picasso aún en plena recesión económica estadounidense. Era el artista de moda y los industrialistas lo perseguían para comisionarle obras públicas y de caballete. Aunque todos sabían de sus inclinaciones políticas comunistas ignoraban ese aspecto agregándole a los matices étnicos y de autenticidad del cotizado artista. Como declaró el extinto escritor y crítico de arte, Robert Hughes, Rivera era un «cruce entre Whitman y Picasso».

Era un dibujante dotado que nunca dejaba de estudiar y perfeccionar sus trazos con una mano segura y una forma delicada. Gracias a una beca recibida durante el porfiriato mexicano se estableció en España primero a partir de 1907 y luego en París a partir de 1909. Fue parte del movimiento Cubista con Picasso y Braque como evidencia su óleo sobre tela de 1915, Paisaje zapatista, pero para 1918 vuelve a la figuración. En 1921 regresa a México a solicitud del ministro de educación e intelectual, José Vasconcelos, que estableció el vasto programa de pintura mural en edificios públicos. Una vez que pintó su primer mural, La creación en 1922, Rivera nunca abandonó el género.

Cuando Rivera y Kahlo arribaron el 21 de abril de 1932 a Detroit para desarrollar el encargo de los murales para la Compañía Ford, preguntaron a Frida que, si ella era también pintora a lo que respondió con fiereza y ambición: «sí, la mejor del mundo».

¿Cómo han cambiado los tiempos? En el 2015, la exhibición realizada por el Instituto de Arte de Detroit tituló la exhibición «Rivera y Kahlo», pero ahora en Australia, como antes en Padua, Denver, Quebec y Viena, lo que predomina es «Kahlo y Rivera: amor y revolución». La muestra que abordamos hace justamente esta inflexión debido a claros factores de moda y mercado.

En Detroit, Rivera alcanzó la cúspide de su carrera como muralista mientras Kahlo encontró la propia en un estilo primitivista o naif que rayaba en lo fantástico, traduciendo su dolor emocional y físico a un arte claramente autobiográfico que apelaba a emociones profundas.

Rivera, por su parte, amaba la grandilocuencia de las declaraciones públicas de sus enormes formatos y contenidos sociopolíticos. Las cuatro paredes de frescos sobre la «Industria de Detroit» pintados sobre yeso húmedo, en el estilo pictórico renacentista, crearon lo que la crítica ha bautizado justamente como una «Capilla Sixtina secular».

En ella, un Rivera radicalizado por la revolución mexicana y su adopción de la doctrina comunista —aunque para entonces había renunciado al partido comunista mexicano por su enfoque estalinista— representó a los trabajadores de la planta automotriz de la compañía Ford en Río Rojo como héroes, tal y como hizo con los campesinos en las pinturas murales de su tierra natal.

En uno de los frescos, una enorme imprenta se transforma en una deidad azteca en una especie de convergencia entre el poder de la industria y la identidad mexicana. Rivera y Kahlo expresaban su identidad cultural de manera diferente. Rivera era optimista sobre el potencial de una síntesis cultural entre Mesoamérica y Norteamérica. La muestra en Australia expone cincuenta fotografías de alta calidad sobre los murales de Rivera para ilustrar este crucial período, así como un video restaurado por dos curadores mexicanos.

Pero donde él tendía un puente, Kahlo levantaba un muro. Esto fue medular para el desarrollo creativo de Kahlo a partir de esta década con base en sus pinturas, en su mayoría de pequeño formato, que exploraban la intimidad de su propio cuerpo, sus sueños, pesadillas, y las dolorosas aflicciones físicas que la acompañarían hasta su deceso en 1954, en un aparente suicidio.

Cuatro obras de este período confirman su afirmación como autora primitivista atisbando a veces en la dimensión de lo fantástico en esta etapa. Primero, su retrato del doctor Leo Eloesser, cirujano torácico del Hospital de San Francisco quien la había tratado mientras estuvo allí con Rivera, de quien era amigo desde 1926. La obra, un óleo sobre masonite, fue hecha en agradecimiento por sus servicios, pero la relación con la pareja se mantuvo varias décadas. Es el primero de dos que le realizó tras sendos tratamientos médicos.

Kahlo confiaba totalmente en el Dr. Eloesser, al punto de solicitarle consejo sobre si debía o no abortar al niño que llevaba en sus entrañas. Ya había abortado en 1930 por razones médicas. El médico le recomendó a otro galeno del Hospital Henry Ford en Detroit donde meditó en sus opciones.

Escribió entonces, «después de haber sopesado todas las dificultades que un niño ocasionaría, estoy entusiasmada con la idea de tenerlo». Todo lo anterior a pesar de que a Rivera no le interesaba tener más hijos después de su segundo matrimonio. Sin embargo, Kahlo sufre un aborto natural y registra la experiencia en un dibujo a lápiz que sirve de base para su óleo Hospital Henry Ford.

La artista se muestra desnuda sobre una enorme cama de hospital que parece flotar. La sábana debajo de su cuerpo está empapada de sangre. De su vientre aun henchido flotan tres cuerdas rojas como si fueran venas y a las que se enlazan símbolos de su sexualidad y fallido embarazo. Una de ellas muestra en el centro al feto sobredimensionado de lo que llamaría luego su «pequeño Dieguito». El tercer elemento es un caracol que representa la lentitud del aborto, pero también es un símbolo de concepción, y parto.

Tres hilos conectan la causa del aborto en la parte inferior de la cama, como una maqueta médica de un modelo óseo a la derecha que recuerda las fracturas pélvicas y de columna que había sufrido antes de que conocer a Rivera. Así como una máquina de uso médico a la izquierda que servía como esterilizador con base en vapor. La flor de color violeta al centro es una orquídea que le llevó Diego al hospital.

La obra evoca impotencia, y desamparo, un estado de ánimo que sumó a su creciente crítica de los estadounidenses y su estilo de vida. Hay nuevamente una semejanza en esta obra con las características votivas de sus obras de pequeño formato sobre metal. No incluye una explicación en texto como en las obras tradicionales del siglo XIX y XX excepto por escribir el nombre del hospital, pero sigue en la misma tradición biográfica naif con ribetes fantásticos.

Tesis y antítesis

Por otra parte, cabe comentar su obra Autorretrato en la frontera entre México y Estados Unidos, que la muestra en un elegante vestido rosa sosteniendo en su mano izquierda una bandera mexicana, erguida como si estuviera sobre un pedestal ante un mundo dividido por la tradición y el modernismo. En el norte, la técnica con sus feas chimeneas industriales y, en el sur, el paisaje y la herencia cultural precolombina. Hay un simbolismo claro al mostrar los recursos de la fertilidad en el sur, en contraste con la infertilidad del norte. El ciclo de la vida está claramente simbolizado por la presencia de las deidades mexicanas Quetzalcóatl y Tezcatlipoca que corresponden en la composición al sol y la luna sobre las ruinas de un templo prehispánico.

En una carta al Dr. Eloesser escribe:

La «high society» de aquí me saca de quicio y me sublevan todos estos tipos ricos, pues he visto a miles de personas en la peor de las miserias, sin lo mínimo para comer y sin un lugar para dormir; eso es lo que más me ha impresionado; es espantoso ver a estos ricos que celebran fiestas de día y de noche, mientras miles y más miles de personas mueren de hambre… Aun cuando me interesa mucho todo este progreso industrial y mecánico de USA, encuentro que los americanos carecen de sensibilidad y sentido del decoro. Viven como en un enorme gallinero sucio e incómodo. Las casas parecen hornos de pan y el tan traído y llevado confort no es más que un mito.

En esta obra en particular no vemos la síntesis con que comulga Rivera. Ella definitivamente no cree en los beneficios de la vida americana que celebra su esposo. El único crisol en la pintura es ella viviendo el momento con su cuerpo.

Finalmente, en el collage Allá cuelga mi vestido o Nueva York realizado en 1933 define el rumbo de su producción. A la izquierda representa a la actriz «sexy y fatal», Mae West, que fuera famosa no solo usar su sexualidad para escalar en el cine, sino que además fue guionista y escenógrafa.

Frida la admiraba por su empoderamiento afirmado en frases como: «cuando soy buena soy muy buena, pero cuando soy mala soy mejor». Este collage simbólico retrata con cierta ironía los iconos del capitalismo moderno en términos de decadencia de los valores humanos. Kahlo no oculta su desacuerdo con Rivera por su fascinación con el progreso que domina el mundo capitalista. Ella quiere volver a México, mientras Rivera quiere quedarse más.

El momento de ruptura ocurre cuando a sus continuas discusiones se suman las críticas públicas de su colega David Alfaro Siqueiros que lo acusa de haberse vendido al capitalismo americano en el momento que Rivera está realizando su mural al fresco,Hombre: controlador del universo, en 1933 para la familia Rockefeller en el vestíbulo de edificio N.o 30 de la Plaza Rockefeller en Nueva York.

En claro doble discurso que revela sus contradicciones, Rivera alteró su propuesta original del mural agregando el retrato del revolucionario ruso Vladimir Lenin a la derecha de la figura central del mural. Eso no le impidió cobrar el equivalente hoy en día de USD $ 412,000.

Rockefeller pidió a Rivera en una respetuosa carta, el 4 de mayo de 1933 que sustituyera la imagen de Lenin ya que contradecía lo que buscaba en el espacio público de exhibición. Ante su negativa, todo el mural fue cubierto con pintura. Diez meses después fue demolido. Como respuesta Rivera pintó otra versión de la obra actualmente exhibida en el Palacio de Bellas Artes de México que modificó insertando una caricatura de John D. Rockefeller coqueteando con una mujer con células de sífilis sobre sus cabezas.

Rivera y otros muralistas que habían emigrado a Estados Unidos en busca de ingresos como el propio Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco gozaban de un ventajoso posicionamiento, talento e influencia en un período crítico de la historia mexicana, pero sus vidas y carreras desnudaron un doble discurso común a la militancia de izquierda: mantener una ideología marxista sustentada por un mercado capitalista.

Machismo surrealista

El retorno a México se vuelve inevitable, así como el inicio de una etapa en las artes visuales gradualmente dominada por la abstracción y la no figuración. El realismo épico de Rivera súbitamente se empieza a ver tradicional. Pero, en cambio, la carrera de Kahlo despega merced a su oportuna asociación con el surrealismo mediante artistas influyentes como Salvador Dalí, Joan Miró, Marcel Duchamp y el líder del movimiento, André Breton, que se mueve en 1938 a México con su esposa Jacqueline Lamba.

Allí aboga con Rivera por un arte libre de restricciones políticas y estéticas aprovechando el apoyo ideológico y amistad en común con el líder marxista disidente, León Trotsky, y su esposa Natalia Sedova, que desde el año anterior vivían y trabajaban en calidad de exiliados en México. Breton escribe el Manifiesto para un arte revolucionario independiente que suscribe con Trotsky y Rivera. En el manifiesto afirman que:

[El] verdadero arte que no se contenta con reproducir variaciones de modelos prefabricados, sino que insiste en expresar las necesidades internas del hombre y de la humanidad en su tiempo, no puede sino ser revolucionario y aspirar a una transformación completa y radical de la sociedad... aunque solo sea para ofrecer creación intelectual libre de las cadenas que la atan y permitir que toda la humanidad se eleve a las alturas que solo los genios aislados han alcanzado en el pasado.

Aunque esta relación intelectual y de amistad abre las puertas para la promoción internacional por parte de Breton de la obra de Frida Kahlo, primero en Nueva York en 1938 y luego en París en 1939, la relación se amarga por la desilusión de Frida con los surrealistas.

Para comenzar, Frida nunca fue surrealista a pesar de la caprichosa afirmación de Bretón, ya que no seguía los métodos de producción intelectual de dicho movimiento. Frida era libre conscientemente del intelectualismo que despreciaba tanto como la arrogancia de los surrealistas. Su estilo no correspondía con la expresión desinhibida del inconsciente, caracterizada por los sueños, pesadillas y símbolos neuróticos freudianos. Si aceptó ser parte de la retórica surrealista fue por el interés de ser independiente.

Cuando vio que sus cuadros se empezaban a vender escribió, «así podré ser libre. Podré viajar y hacer lo que quiera sin tener que pedirle dinero a Diego». Pero, estaba clara en que lo suyo no era arte surrealista. Por ello declaró en una ocasión, «nunca pinté sueños, solo pinto mi propia realidad. Lo único que sé es que pinto porque necesito hacerlo, y pinto todo lo que pasa por mi cabeza, sin ninguna otra consideración».

Sin embargo, un patrón empieza a emerger en la vida y obra de Kahlo. El intento de distintos grupos o movimientos por «secuestrarla» intelectualmente. Primero fueron los surrealistas, luego las fundamentalistas feministas. Los surrealistas intentaron apoderarse de ella, sobre todo a partir del cuadro Lo que el agua me ha dado, en el que Frida está bañándose y se ven sus pies, uno de ellos herido. El agua está llena de cosas: recuerdos y objetos.

André Breton llegó a decir que la obra de Frida Kahlo es «una cinta de seda alrededor de una bomba». Su estancia en París hizo que se decepcionara para siempre de los surrealistas. En una carta a su amante, Nicholas Muray, escribió:

No puedes imaginarte lo joputas que son esta gente… Me hacen vomitar. Son tan condenadamente intelectuales y degenerados, que ya no los aguanto más… Ha valido la pena venir aquí para ver por qué Europa se pudre y que todos estos tunantes son la razón de todos los Hitlers y Mussolinis. Te apuesto mi vida a que, mientras viva, voy a odiar este lugar y a sus habitantes.

La propia esposa de Breton, Jacqueline Lamba, que había tenido devaneos lésbicos con Frida, aseguraba que «las mujeres han estado siempre infravaloradas. Era muy duro ser pintora».

Artistas también consideradas parte del movimiento surrealista, pero en realidad «fantásticas» como Leonora Carrington y Remedios Varo con las que equivocadamente fue también comparada Kahlo, denunciaron el rampante machismo chauvinista de los surrealistas.

Su progreso en el mercado internacional le llevó a competir en precios y atención con Rivera al tiempo que expuso las fisuras de su disfuncional matrimonio con Diego, donde este tenía sexo con distintas mujeres, incluso su hermana Cristina.

Si bien es cierto que ella también tenía aventuras con distintos hombres, parte del problema se debía que su relación afectiva era casi abstinente en lo sexual. Rivera era celoso cuando ella estaba con otros hombres, por lo que fomentaba su relación con lesbianas, a las que, sin embargo, nunca Kahlo pareció amar.

En su correspondencia y diarios se encuentran declaraciones profundas de amor solo hacia hombres, en particular el pintor catalán José Bartolí y el fotógrafo húngaro Nickolas Muray a quien dijo amar casi tanto como a Diego y con quien convivió en Nueva York.

A esta relación afectiva se debe la popularización de Frida en revistas de moda estadounidenses. Fotos en color desarrolladas y publicadas por Muray que se incluyen en la presente exhibición en Quebec.

Rivera siempre fue su mentor

Independientemente de sus rupturas y reencuentros, el único maestro que respetaba Frida en lo político y artístico era Diego. Todas las personas que presumían su conocimiento o cultura le desagradaban profundamente, según sus conocidos.

A su regreso de Europa abandona la casa que compartía en común con Rivera y se muda definitivamente a la casa que había heredado de sus padres en Coyoacán, la casa azul hoy convertida en museo. Rivera le solicita el divorcio y este se consuma a finales de 1939.

Frida se ve muy afectada por la separación y empieza a beber alcohol en grandes cantidades. Se niega a recibir sustento económico de su exesposo y refleja su estado en su conocida obra Las dos Fridas. Esta obra, que fue parte de la exposición internacional surrealista realizada en 1940 debido a la Segunda Guerra Mundial, exhibe la bidimensionalidad emocional y cultural de Kahlo.

En una tónica claramente biográfica y terapéutica refleja la crisis matrimonial y el divorcio consumado. Las figuras conectadas por una arteria representan dos dimensiones de Frida, a la derecha vestida a la usanza tehuana como le gustaba a Diego Rivera sostiene en su mano izquierda un amuleto con el retrato de su marido cuando era un niño mientras su alter ego a la izquierda del cuadro la representa en estilo europeo vestida de encaje con un órgano que evoca la tradición católica del corazón de Jesús.

Esta última trata de evitar desangrarse con una pinza de cirujano sobre una segunda arteria. Podría decirse que el éxito reciente de Frida se debe a su experiencia europea, que es menospreciada en medio de la ruptura.

Se enfocará principalmente en sus autorretratos en los años siguientes casi siempre descubriéndose a sí misma en la composición de frente mostrando su rostro en un ángulo que recuerda los retablos medievales. Casi siempre es el mismo rostro con distintos adornos y fondos. Su expresión es impasible, posada a veces derramando lágrimas o gotas de sangre. Se trata de variantes del mismo concepto producidos en serie para vender y lograr la autosuficiencia financiera.

A finales de 1939, reaparecen con mayor intensidad los dolores en su columna por lo que viaja a San Francisco para someterse a un tratamiento con su amigo el Dr. Eloesser. Rivera, quien se encontraba cumpliendo un encargo en la misma ciudad, le propuso volver a casarse lo que ella aceptó de inmediato. Como ha dejado constancia Rivera, «la separación había tenido malas consecuencias para ambos». Pero, Frida puso condiciones para la boda, entre ellas que «no volveríamos a mantener contacto sexual».

Los siguientes años Kahlo vivirá con Rivera en la casa azul, seguirá atendiendo encargos, cada vez en mayor formato, y haciendo concesiones a compradores que desean autorretratos, pero solo de la cintura para arriba para no afectar sus sensibilidades.

Aunque empieza a enseñar en la academia de La Esmeralda en 1942 y participa en varias exhibiciones colectivas, solo tendrá una exposición realmente importante hasta 1953, un año antes de su muerte, organizada por su amiga la fotógrafa, Lola Álvarez Bravo, a la que asistirá en una cama de convaleciente.

No obstante, su salud empezó a empeorar a partir de 1946 pese a la rápida atención médica e intervenciones quirúrgicas en el extranjero. Los problemas de salud de fondo que la agobiarán el resto de su vida y servirán como insumo de su expresión artística se descubrirán finalmente: secuelas del accidente de 1925 y columna bífida que produjo su continua cojera.

En el 48 vuelve a afiliarse al Partido Comunista y muchas de sus obras enfatizan panfletariamente su servicio al partido y utilidad a la revolución comunista.

A partir de ahí el deterioro de su salud se profundiza por su adicción al demerol y otros analgésicos para el dolor extremo y el alcoholismo. Su obra de los últimos años se vuelve francamente mediocre por su estado general de salud. En medio de su agonía resuenan hoy sus palabras:

Me gustan mucho las cosas, la vida, la gente. No quiero que la gente muera. No tengo miedo a la muerte, pero quiero vivir. El dolor no, eso no lo soporto.

A partir de su muerte en 1954, Kahlo pasará gradualmente a la oscuridad pese al esfuerzo de algunos biógrafos como Raquel Tibol. No ayudó mucho el hecho de que Diego Rivera, antes de su muerte en 1957, instruyera a su amiga y exmodelo, Dolores Olmedo Patiño, a quien había confiado en fideicomiso su patrimonio y el de Kahlo, que sellará por quince años las muchas salas de lo que se convertiría en el Museo Olmedo conteniendo las pertenencias dejadas en la Casa Azul por Frida.

Kahlo bajo la lupa

Es hasta la década del setenta, con la emergencia de la consciencia feminista y una nueva generación de artistas mujeres que proclama ideológicamente que la dimensión de lo personal es el resultado de una estructura de poder política patriarcal, cuando Kahlo comienza a ser utilizada como madrina del arte feminista.

Algo parecido a lo que ocurrió con Georgia O’Keeffe cuando las feministas de posguerra empezaron a hacer lecturas sobre sus enormes formatos que sobredimensionan las flores al punto de evocar vulvas femeninas. Al menos en esa oportunidad, la estadounidense estaba viva para desmentir tales interpretaciones y hacer valer su concepto estético propio.

Pero, el hecho histórico que relanza la figura de Frida Kahlo al punto de crear un culto global y un fenómeno de mercadotecnia de su vida y obra fue la biografía escrita por Hayden Herrera en 1983 que fomentó una ola de atención internacional y exhibiciones en torno a la primitivista mexicana.

Frida fue así secuestrada con su rebozo folclórico y cejas unidas como un emblema de facciones radicales del fundamentalismo feminista al punto de que su vida ha terminado opacando su obra.

Una de las razones innegable de esto, además de la connotación biográfica de sus obras más conocidas, es el hecho de que Frida haya sido conocida más a través de los miles de fotografías que tomaron y publicaron artistas como Manuel Álvarez Bravo, Nicholas Muray, Imogen Cunningham, Edward Weston, y Tina Modotti, entre otros célebres, que por su propia obra plástica, la cual incluso hoy es difícil de apreciar fuera de México o en imágenes de alta resolución en bancos digitales.

Fue la única de los seis hijos del matrimonio Kahlo en aprender a retocar, colorear, trabajar en el cuarto oscuro y hacer fotografía. Por ello aprendió tempranamente a posar en todas sus fotos con una especie de «laxitud sensual» como apuntó en su momento la crítica Raquel Tibol.

Desde que su padre Guillermo le tomó una foto con un traje de terciopelo, no existe una sola imagen fotográfica de Frida en que su aspecto sea descuidado. Sus poses siempre fueron estudiadas. El hecho de que Rivera la ataviara con pesados adornos precolombinos, tocados típicos y vestidos tehuanos solo contribuyeron a crear agregar a su imagen un exotismo que seducía especialmente a los etnocéntricos extranjeros.

Kahlo compensaba sus carencias técnicas en el dibujo y la pintura con una gran imaginación que era tanto sombría como exuberante, aprovechando las raíces precolombinas y el arte popular religioso (exvotos) y callejero para crear una expresión cruda ideológicamente en sus pinturas político-panfletarias, kitsch en su última producción y de dolorosa subjetividad en sus pinturas mejor logradas entre los treintas y cuarentas como sus mejores autorretratos, Las dos Fridas, La columna rota y Mis padres y yo principalmente.

Como explicó en el 2001 en la revista Time, el extinto crítico Robert Hughes, Frida:

Vista bajo cualquier criterio razonable, no es una gran pintora, sino una mujer recia y talentosa que, gracias a su sufrimiento hagiográfico (por no mencionar el ardor con que es coleccionada por gente como Madonna), se ha convertido —superando incluso a Artemisia Gentileschi— en el emblema de las artistas-santas del feminismo.

No obstante, la historiadora Araceli Rico Cervantes, en su tesis doctoral para la Sorbona sobre la pintura mexicana, ha ubicado a Kahlo dentro de la comunidad de «enfermos creadores», recordando a Van Gogh, Egon Schiele, Marcel Proust o Antonín Artaud.

Si ponemos atención a la artista, su martirio físico fue más una oportunidad que una amenaza lo que la distancia por mucho de cualquier santa o mártir. Escribió más tarde sobre el accidente de 1926:

Como era joven, esta desgracia no tomó rasgos trágicos, sentía energías suficientes para hacer cualquier cosa en lugar de estudiar para médico, Y sin darme cuenta empecé a pintar.

Ni surrealista, ni feminista, Frida Kahlo produjo más allá del culto absurdo que se le rinde, obras de estilo primitivo con referencias al arte fantástico mexicano a la manera de su coterránea y amiga María Izquierdo como se evidencia en la obra de ésta última, Sueño y presentimiento un óleo de 1947, o la obra de Antonio Ruiz con su sueño de la malinche de 1939 o el pintor e ilustrador simbolista Julio Roelas en su óleo La domadora de 1897.

Todos compartieron con Kahlo el ser autodidactas, de expresión ingenua, composiciones a menudo sin perspectiva, con planos dominados por elementos populares y vernáculos mexicanos.

Es interesante que Izquierdo, quien fue la primera artista mexicana que había expuesto internacionalmente en 1930, se convirtiera en la figura dominante del primitivismo mexicano desbancando el legado de Kahlo, a pesar de que murió al año siguiente de Kahlo.

Para efectos de aclaración, la única obra importante de denuncia contra el feminicidio realizada por Frida no creó tendencia en su producción enfocada más en su propia vida y drama. Me refiero, por supuesto, al óleo sobre metal de 1935 titulado Unos cuantos piquetitos, inspirado en un crimen pasional reportado en medios periodísticos.

El homicida, según la prensa, se defendió ante el juez a raíz del atroz hecho declarando «pero, si no eran más que unos cuantos piquetitos». El uso del crimen fue usado simbólicamente por Kahlo aludiendo a la situación que vivía por la aventura de Rivera con su hermana Cristina.

Merced a colecciones privadas como la de Jacques y Natasha Gelman podemos aquilatar sin tanto ruido mediático o lecturas ideologizadas el valor real de la obra de Rivera y Kahlo.

Fuera de México, exceptuando sus murales estadounidenses, es difícil acceder de primera mano a la obra de ambos artistas. La colección que nutre la muestra en Quebec está compuesta por 300 pinturas, y no cuenta con un lugar permanente para exhibir, aunque estuvo por un tiempo en un pequeño pueblo de Cuernavaca. Sin embargo, ha seguido creciendo, incluso desde la muerte de Natasha Gelman en 1998.

Su marido, Jacques hizo fortuna como productor de cine de las más famosas películas de Mario Moreno «Cantinflas», pero dedicó su fortuna y tiempo libre a buscar alrededor del mundo obras de arte con un criterio que ha permitido que hoy se exhiba su colección de arte europeo moderno en el Museo Metropolitano de Nueva York.

La curaduría del MNBAQ califica las obras de la itinerante colección Gelman como muy representativas de «un período extraordinariamente fructífero del arte mexicano», en referencia al muralismo, corriente de la que Rivera fue el líder indiscutible.

¿Se esfumará el culto a Frida Kahlo?

Dolores Olmedo, la depositaria en vida de la obra de Rivera y Kahlo cuenta en la colección de su museo con 25 pinturas de Frida que constituyen un octavo de producción total, pero casi no destaca en su curaduría. Antes de su muerte acaecida en el 2002 había declarado al diario Los Angeles Times que «en el futuro, Kahlo se desvanecerá».

Por ahora el pronóstico de Olmedo sobre el culto de Frida Kahlo no parece cumplirse y, en todas las ciudades que hospedan la exhibición, Kahlo y no Rivera es el centro de atención. El hecho de que el llamado arte contemporáneo esté siendo dominado por aquellos que políticamente tienden con grandilocuencia a la izquierda y las causas liberales, sumado a un pluralismo estilístico que busca conciliar el arte con las tendencias inclusivas y diversas de moda explica por qué la vida más que la calidad de la obra de Kahlo la mantienen vigente.

Lo que ocurre hoy con este desplazamiento no es inusual. El pintor neerlandés del siglo XVII, Johannes Vermeer pasó en total oscuridad por dos siglos después de su muerte, hasta que fue redescubierto para ocupar su lugar entre los grandes de la historia del arte. Otro tanto ocurrió con Vincent Van Gogh que fue popular solo para su hermano Teo, pero cuyas pinturas se venden ahora por más de cincuenta millones de dólares.

Esto solo demuestra que la historia puede cambiar para mejor o para peor, por lo que es difícil predecir el futuro. El examen crítico del arte deja claro que el gusto es subjetivo, que la moda y el mercado gravitan promoviendo a menudo lo insustancial y que nadie puede mantener la misma reputación por siempre. Esto, que debería hacernos más humildes en nuestros juicios y opiniones, ha alcanzado por igual a Frida Kahlo y a Diego Rivera.