Tengo un desafío constante, poder emerger de mis volcanes y tener el valor para dejar atrás lo que arranque mi felicidad. Es una tarea difícil.

Si no lo hago nunca seré libre. Seré esclava de mí misma, de mis propios dominios febriles. ¡Es fácil dejarse llevar por la ceguedad, porque a veces resurge un pedacito de tu debilidad o poca autovalía, o por ser una oruga llena de ingenuidad en un mundo donde prevalecen lobos y depredadores, porque sí que los hay!

Escucho mucha gente quejarse de sus hijos, de sus padres, de sus situaciones laborales, de su estado anímico, de su salud, de sus parejas, hasta del clima; y en todo ello, esperan la solución desde afuera:

  • Un Mesías que se baje del madero para salvarlos;
  • un Moisés que les abra el mar Rojo para encontrar su libertad;
  • un Cupido que les fleche la pareja perfecta;
  • un controlador manual de temperatura;
  • una pastilla mágica o una sanidad extraterrestre que libere sus dolores y miedos;
  • un pocito de virtudes que mejore su personalidad;
  • un tesoro escondido que pague las tarjetas de crédito.

Cuando, en realidad, las soluciones tienen su tiempo cronológico en respuesta a tus acciones, a la capacidad de dar el primer paso para romper ataduras. Lo digo en sentido plural. Es aterrador amarrarse a ciertas costumbres:

  • Vivir en la misma casa, aunque no nos conforte;
  • sostener ideas baratas como la única verdad;
  • no echar al basurero ese objeto inservible que ese alguien no tan especial te regaló;
  • apegarse a una ilusión afectiva que no tiene sentido;
  • dejarse ir por aberraciones o hábitos que después te martirizan;
  • creer que eres indispensable a nivel laboral o funcional.

Es humillante atarse a viejas y malas decisiones como las únicas donde debes caminar:

  • Una relación de dominio o sin amor;
  • perder algo o alguien antes de enfrentar un cambio o vivir con la soledad;
  • aferrarse a solo un norte como la única manera de ver las cosas;
  • no defender lo que realmente sientes o te haga sentir mejor.

Muchos admiran a parejas que se jactan de celebrar «bodas de oro», de decir que el matrimonio ha sido para siempre y que cumplieron su obligación social, religiosa y ética, sin importar que, en todo ese camino, alguna de las partes enfrentó la infidelidad, el abuso o las humillaciones constantes, las irresponsabilidades económicas o afectivas hacia sus hijos… de aguantarlo todo, de llevar de por vida con disque valor ese acuerdo, sin importar que, a partir de allí, ya no vale si amas o te aman, si se te incrustan frustraciones y arrastres insalvables.

Para mí, eso no se celebra, no hay pizca de heroínas ni héroes, es total cobardía. No admiro en consentir una situación que te quite la libertad personal para habituarse a la infelicidad. No aplaudo esas convivencias o relaciones. Si realmente está por celebrarse una «boda de oro», lo haría cuando el mutuo respeto y la dignidad de ambos han sido sostenidos y preservados. Cuando ambos crecieron a toda dimensión y se amaron, aunque con breves e inmensos problemas cotidianos, y lograron auto salvar, o defender su propia existencia. Compartir una vida en sí mismo con el otro, felices en mutualismo y reciprocidad.

Igual no admiro, aunque sea la única opción, atarse a trabajos incipientes, donde agobien horarios inhumanos, de mala paga, de poco estímulo y crecimiento personal. Donde uno mismo se obligue a estar allí, a realizar funciones que desde tu interior te deprimen y te sofocan, y que no te den sentido del ser. Liberarse de ello depende de uno. De arriesgarse a hacer de uno mismo alguien distinto. De reinventarse (es mi palabra favorita).

No me permito la queja, si esa queja viene porque no asumo decisiones y no las corto. «Sufrir me toca a mí…» como dice una canción, no vale, más si es porque de mí depende que sigan.

Dejar que la Providencia u otros tengan el control, es facilista y opcional. Pero la verdadera solución en regular tus estados y hábitos, enriquecer tu poder, tu voluntad, tu discernimiento, defender lo que te sienta bien y te genere lucidez, felicidad, crecimiento.

Puedo ser débil a veces, insistir en una meta, en una idea, en una relación, pero cuando me llega el punto asfixiante, donde se cava en un hoyo de control, y solo los de afuera son felices con tu infelicidad, me construyo una burbuja de aluminio y me protejo, hago fila y me doy el turno de reaccionar, de circular, de decir hasta aquí, sin reciclajes, de decidirme a tiro, para empezar desde cero.