Visto desde lejos era un hombre común que parecía pasar desapercibido en las escenas cotidianas del mercado y el bar de siempre, salvo cuando proyectaba su mirada viva en alguien o dejaba a entrever una voz grave que ya quisieran en Radio Nacional de España.

Gustaba de llevar camisas anchas para que su barriga circulase ventilada y libre. La pana y las boinas al estilo inglés, o castellano, según la ocasión, actuaban como prolongaciones de su cuerpo y de su personalidad. En la mediana edad fue amigo del bastón, fiel aliado en sus caminatas interminables. Más tarde, en la última edad, y apartada ya la cuestión estética, fue una pierna auxiliar, un reflejo de su origen rural y un símbolo de autoridad patriarcal. Con la garrota le pasó como con los cigarrillos, pero a la inversa. Con 50 no los soltaba y con 70 los tomaba a escondidas. En seis huecos que tiene un ladrillo, bien podrían caber varios paquetes.

Si algo le pudiera definir era la siguiente hilera de palabras: hombre de negocios, de apellido, buscavidas. Albañil, vendedor de quesos, artesano y comercial inmobiliario, como poco. Nómada laboral, pero con despacho propio: el Bar Feli.

-Todo esto que me cuentas es muy interesante.

-Eduardos, me parece a mí, que este tío es un vivo. Pillará una subvención y si te he visto no me acuerdo.

-Pues bueno, mejor me lo pones. Por eso mismo hay que conocerle. Pá ver que se cuenta.

-Mmm…

Eduardos era un personaje secundario recurrente en la vida de Eladio. Alto, bastante delgado, con gafas, ligeramente versado y algo narizón que como todos los hombres que suelen estar siempre de cachondeo, cuando hablaba de verdad, le cambiaba hasta el semblante y se le rasgaba la voz. Sin duda alguna, formaba una parte importante del mobiliario del Bar Feli, hasta tal punto, que en la tasca existía «la mesa de Eduardos». Él y Eladio se hicieron amigos a base de unas rutinas muy marcadas: carajillo, cervecita, cotilleos varios y lo que se podrían denominar como «chanchullos picarescos». En esas materias, ambos se aprovechaban de una red clientelar que copaba todo ámbito social, la cual fue forjada a base de un carisma apabullante. Matrícula de honor en charlatanería, aunque con unas reglas no escritas sobre lo que era honorable o no.

Mariano, el dueño del Bar Feli, ya se había acostumbrado a la presencia perpetua de esta singular pareja, y, de cuando en cuando, les encargaba algunos recados como pagar a proveedores, cobrar recibos o ir a por género al mercado de abastos. Eduardos se solía escaquear de estas tareas adoleciendo dolores ficticios varios. Situación que aprovechaba Eladio para ir ganando cada vez más peso en los recados y sacar más tajada de ellos.

-Eladio, Mariano me debe 10.000 pesetas de carne de tiempo atrás. .

-Aquí tiene, aquí tiene, las diez mil. Lo único que, si pudiera ponerme en el recibo que son 8.000, mejor. Es que este Mariano tiene unas historias raras con Hacienda, que, si quiere desgravar, no declarar un piso de su madre que es suyo, que le llegue menos contribución, en fin, yo no me lo explico, pero ya me entiende.

-Mientras me pague las 10.000, sin problema. Mariano me ha hecho muchos favores y son muchos años ya haciendo negocios.

-Gracias, gracias. Yo se lo digo.

Las 2.000 pesetas no declaradas fueron al bolsillo de Eladio, ya que Mariano siempre le daba dinero de sobra. El dueño del Feli solo le pedía los tiques o los recibos a su recadero. El viaje de las 2.000 pesetas continuó. Eladio llegó a casa con un jamón bueno y le dijo a su mujer que lo había podido pagar por la comisión de la venta de un inmueble esa misma mañana. Ese día no había habido ventas, pero rara era la mañana que no llamaban al teléfono fijo de la casa.

-Sí, sí, soy yo Eladio Preciado.

-Ah, ¿qué quiere ver una casa por el centro?

-Entiendo, entiendo.

-Mire, quedamos en la Calle Cervantes que ahí tengo mi despacho.

El despacho era el Bar Feli. Muchas veces Eladio cogía el autobús junto a su nieto Gonzalo. Cuando cogían la viajera, el abuelo siempre le pedía al niño que se metiera para el fondo que ya se encargaba él de picar los dos billetes, aunque solo picaba uno. Gonzalo era un niño curioso y avispado que se acostumbró a las peripecias de su abuelo y a jugar y tomar su zumo reglamentario en la taberna. En esos trasiegos chanchulleros, Eduardos procuraba entretener al niño cuando este se comenzaba a impacientar demasiado. Le tenía cariño.

Un día cualquiera, mientras Gonzalo movía su coche azul hacia una servilleta sorteando vasos de tubo, escuchaba cómo la casa de sus padres fue comprada a un gran precio por un soplo de un conocido del abuelo. Cuando cogía su cebra de juguete y le ayudaba a escapar de un león que tenía en la otra mano, escuchó a los mayores decir que el alcalde había metido mano en las subvenciones, fuese lo que fuese eso. Otro día, jugando ya a la videoconsola, el niño se percató del trato al que había llegado su abuelo con un marroquí que regentaba varios bazares en la zona…

-Hijo, en esta vida hay que tener vista. Hay que ser vivo.