Me recuerdo, hace ya años, a mitad de los 60 o quizás, al final de la misma década, viviendo en Punta Arenas, veía pasear a menudo por las calles del centro a un joven, que se vestía y peinaba, siguiendo la moda de los cantantes de Rock de Inglaterra. Le llamaban el «Ciruelo». Era alto, rubio y según me contaron, se llamaba, Carlos. Se vestía de colores vistosos, llevaba cabellos largos, usaba una chaqueta de cuero negro con botones dorados, pantalones color violetas y una camisa amarilla y floreada. A menudo llevaba discos bajo el brazo. Siempre lo vi solo en sus paseos, nunca hablé con él, ni supe de su vida. Pero era, sin quererlo, uno de los personajes de esa ciudad provincial, encerrada en sí misma, que no toleraba diferencias ni sensibilidades fuera de lo común. Se decía, que el mismo diseñaba su ropaje, que lo cortaba y zurcía. A juzgar por la variedad y los cortes, pasabas interminables horas al día, cultivando su pasión y su arte.

La vida en ese entonces se repetía y cada día era la copia fiel del anterior. Fuera de la ciudad el mundo cambiaba rápidamente. Los estudiantes protestaban, surgían nuevas tendencias culturales y los pilares de la sociedad empezaban a temblar. Pero los conservadores y protectores de los valores negaban los cambios y cerraban las puertas a cualquier alteración del orden establecido.

Un día y en un acto de violencia absurda y gratuita, algunos agentes de investigaciones, completamente fuera de la ley y de sus obligaciones, le tendieron una trampa al Ciruelo para humillarlo, ya que no podían soportar que Carlos fuera diferente. Le cortaron completamente los cabellos para castrarlo simbólicamente y negar su mundo arbitrariamente. No sé de los detalles de la escena, pero me imagino las carreras, los insultos y las vulgaridades. Al otro día, todos hablaban de la tragedia de «Ciruelo» y por unos días, nadie lo vio por las calles de esa ciudad gris que no era más que un pueblo crecido, pero siempre un pueblo con toda su estrechez mental e intolerancia. Al parecer los guardianes del orden público con todos sus prejuicios habían ganado la batalla en defensa de quizás que valores, hasta que pocos días después, Carlos volvió a pasearse por el centro, llevando un flamante turbante y luciendo colores aún más vistosos.

Carlos era algunos años mayor que yo y no pude decirle que lo admiraba por su perseverancia y coraje. Tampoco sé qué fue de él después de tantos años. Espero que haya dejado ese lugar perdido en el sur en busca de otras tierras más abiertas y tolerantes y que haya podido vestirse con todos los colores del mundo, cambiando vestimenta dos o tres veces al día sin que nadie jamás pensase o sintiese la necesidad de molestarlo. Tampoco sé qué música escuchaba, pero seguramente no eran boleros ni tangos.

Los tiempos posteriormente cambiaron, primero con el gobierno de Allende y tres años después con la dictadura. Paradojalmente la ciudad era progresista, pero en mis recuerdos no hubo ninguna protesta ni declaración pública en defensa de los derechos de Carlos de vestirse como quisiera. No obstante, me recuerdo que algunos profesores liberales en el liceo mencionaron el caso y que en privado otros se declaraban a su favor. Pero la figura de El Ciruelo no estaba asociada a ninguna lucha ni organización y para muchos fue una protesta solapada y sin futuro. Esto acontecía en los mismos años del concierto en Woodstock y unos meses o años después, los jóvenes de la ciudad bailaban la música de Carlos Santana y aparecían en los muros los primeros mensajes del amor libre, la paz y las flores.