La política en nuestro continente es muy peculiar. Las naciones de la América española, me niego a usar la ambigua terminología del imperialismo francés, tenemos una fatídica tradición: la preferencia por la voluntad de líderes carismáticos por sobre la formación de instituciones fuertes. El caudillo por sobre la ley; el Estado del caudillo por sobre el Estado político o por institución.

Después de los horrores de la segunda mitad del siglo XX, donde las dictaduras militares, su violencia y tortura, eran la norma, los de la otra América optamos por ir contra nuestra tendencia, e institucionalizar al Estados. Escapa a los límites del presente texto reflexionar sobre el éxito o fracaso de toda la región, sin embargo, es notorio que no se ha vuelto a ver otra dictadura militar y con excepción de Venezuela y Nicaragua no han surgido nuevas dictaduras (descontando a Cuba y Haití, quienes no superaron el régimen autoritario del siglo XX).

Actualmente se vive un fenómeno muy interesante en tres países de la América hispana —El Salvador, Argentina y México—. Más allá de las diferencias ideológicas, el discurso y la narrativa es la misma: los problemas del país son muy graves y el Estado no solo no sirve para resolverlos, son su principal causa, por lo que hay que destruirlo por vías alternas a las institucionales. Se vive una tendencia de la concentración de poder en un nuevo tipo de caudillo, el carismático outsider quien, ajeno a la corrupción de la política, se propone transformar al país fuera del ámbito institucional y legal.

«Los problemas del país son tan profundos que solo se pueden resolver si se me da la potestad de brincarme los límites de la ley y sistema», rezan.

Comencemos por El Salvador de Nayib Bukele, quien heredó uno de los países más violentos del planeta. La república centroamericana era un infierno encarnado, engendrado por la violencia extrema de las pandillas y el crimen organizado. Era tan grave la situación en El Salvador, que difícilmente podemos decir que existiera un Estado, o habría que llamarlo Estado fallido, corruptor y sin la mínima legitimación, rendido frente a las pandillas.

Frente a ese escenario la solución de Bukele fue romper el orden estatal y los límites al poder. La seguridad es más importante que los derechos humanos, los procesos legales y la burocracia. Es poco importante si tenemos detenciones arbitrarias, abusos de autoridad o un centro de detención sacado de las peores pesadillas de Jeremy Bentham y Michel Foucault.

Y la eficiencia de Bukele lo ha vuelto el político con mayor aceptación de todo el continente y ha permitido, pasando por encima de la Constitución, la reelección del presidente. Es muy complejo criticar a los electores salvadoreños, quienes han visto en Bukele a quien les he regresado la paz y seguridad, secuestrada por las pandillas quienes se sentían dueñas del país y de la vida de sus habitantes. Sin embargo, la historia está repleta de reyes y soberanos, de miles de monstruos Leviatán, quienes terminaron volviendo su poder a la población que antes protegían. No vaya a ser que, en El Salvador, la seguridad de hoy engendre las víctimas futuras.

El segundo país en esta tendencia es Argentina, la campeona del mundo en fútbol y el último lugar en políticas económicas. Argentina tenía una economía terrible, resultado de un estatismo extremo, de un peronismo en esteroides que tenía detenida la capacidad productiva, solventando los gastos con la impresión desmedida de dinero, generando una rampante inflación. Un modelo económico dedicado a la destrucción de la riqueza, mientras maquilla su fracaso con discursos de justicia social y resistencia. Un estatismo imposible que aplasta la autonomía e iniciativa del individuo (quizás por eso Milei resuena entre tantos hombres jóvenes).

Javier Milei, un controvertido economista anarcocapitalista, pasó de ser un analista político-económico de televisión, siempre crítico del peronismo y kirchnerismo, a una sensación en redes sociales, hasta convertirse en el nuevo presidente de la República de Argentina. Un libertario populista, que para ganar la segunda vuelta tuvo que aliarse con conservadores y liberales moderados, estos últimos controlando sus posiciones más extremas. Milei se ha propuesto desarmar el Estado peronista y Kirchnerista; pretende aplicar el método del neoliberalismo, privatizaciones, reducción de programas sociales, desregulación de la economía y apertura a capitales extranjeros. Todo bien a mi parecer. Es verdad que, en una primera etapa, son ajustes difíciles y con fuertes efectos secundarios, pero es la medicina necesaria y fuerte para la gravedad de la enfermedad peronista.

Sin embargo, Milei tiene prisa y quiere actuar como un médico frente a una emergencia, no como un político que debe negociar. Su alianza con los liberales moderados y los conservadores argentinos no es suficiente para la profundidad de cambios y la velocidad que requiere. Es por ello por lo que ha buscado otras vías para pasar sus reformas; declarar estado de emergencia donde pueda acumular poder y potestad.

Al igual que el caso anterior, la principal herramienta de Milei es su carisma y la promesa de terminar con el caos imperante.

Por último, nos queda México y el presidente López Obrador. Mismo guion, misma tendencia, pero todo a nivel de discurso, de narrativa. En el gobierno de López lo que importan son las representaciones no los hechos. Para López el gran mal de México se original al abandonar al nacionalismo revolucionario, que dominó México desde finales de la Revolución hasta la década de los 80.

Para López el caos tan urgente que hay que resolver son las consecuencias negativas de la transición democrática en México, lo que él y los suyos llaman «Era neoliberal»: corrupción, desigualdad entre personas y estados de la república, pobreza que no termina de ser erradicada, la violencia del narco, un sistema democrático dominado por la partidocracia entre otros (si el diagnóstico de López es el correcto, queda como tema de otro texto).

El proyecto de López es regenerar el sistema que gobernó México durante la década de los 60 y 70, pero en drogas. Pocas cosas buenas se pueden decir del régimen del autoritario del Partido Revolucionario Institucional, la dictadura perfecta que oprimió a México; pero siempre tuvieron una visión de Estado, de la formación de instituciones por las cuales dirigir la ejecución del poder. El presidente era el dictador que manejaba la maquinaria institucional, pero el presidente era removible cada seis años mientras la maquinaria seguiría allí.

López quiere destruir toda maquinaría institucional. Su proyecto ha sido la destrucción del Estado en favor de la concentración del poder en una única persona, el presidente. Una nueva presidencia imperial, un hiper presidencialismo con el presidente como única voz del único pueblo de México. Es eliminar todo el proyecto liberal mexicano, político y económico.

La tendencia que hemos descrito en la América pobre es un fenómeno propio de nuestra región. Si algo nos distingue es la debilidad histórica de nuestros Estados e instituciones. Ante la incapacidad de generar una vida institucional, el poder cae en líderes siempre por encima de leyes e instituciones.

Las tres naciones corren el mismo riesgo, poner toda la esperanza en un caudillo, en un hombre, y depender de la decadencia y corrupción de ellos. En lugar de fortalecer al Estado todo se basa en lo personal.