Manila, capital de Filipinas, 10 de mayo de 1951. Se abren de golpe las puertas de una comisaría y ante el estupor de los oficiales allí trabajando, entra a los gritos una muchacha de 18 años, Clarisa Villaverde. Pedía auxilio con el rostro enrojecido por el llanto porque una persona invisible la estaba persiguiendo y atormentando a golpes. Se podía ver en su cuerpo medio desnudo bajo el vestido roto, cómo aparecían uno tras otro, arañazos y moretones.

Los presentes pensaron rápidamente en un caso psiquiátrico y trataron de calmarla, pero era inútil: seguía gritando que un ser estaba presente en ese lugar, aunque nadie pudiera verlo. Y el horror se apoderó de todos cuando comenzaron a aparecer en sus hombros y brazos y hasta en su nuca, las huellas sangrantes de mordeduras que abrían la piel de la muchacha a la vista de todos, y entre la sangre que brotaba ¡empezaban a escurrir las huellas viscosas que iba dejando la saliva del atacante! El alcalde de Manila de ese entonces, Arsenio Lacson, ordenó su traslado al hospital mientras seguían apareciendo nuevas magulladuras y mordeduras del invisible atacante sobre Clarisa, que no dejaba de gritar de dolor y miedo.

Ya en el nosocomio, los ataques cesaron. Se calmó a la joven con sedantes, se curaron sus heridas y su historia terminó perdiéndose entre otras tantas historias misteriosas. Quizás la psiquiatría pudiera dar cuenta de esta y otras clases de raros fenómenos de entes invisibles, que son muchos. De hecho, la imagen de lo invisible acompañó siempre al Hombre y la posibilidad de que algo existiera eludiendo nuestra visión, siempre nos inquietó e indujo nombres, fantasías y teorías en todos los ámbitos intelectuales de las diferentes épocas. Nadie ha visto jamás dragones o unicornios, sirenas o centauros, pero ahí están, hundidos en lo más profundo de nuestras mentes. El ver a un árbol agitarse sin ver al mismo tiempo algo que lo esté agitando, hoy no nos llama la atención: lo llamamos viento, aire, una mezcla de gases (de los que nadie duda, aunque nunca nadie vio).

Entre los griegos, por ejemplo, sólo se hablaba de «espíritu» ya que desconocían la existencia de los gases y más aún de que éstos fueran invisibles. La misma palabra «espíritu» nace del sánscrito speis como onomatopeya de un soplido y de donde llega, precisamente, nuestro verbo «soplar». Eran esos gases del aire espíritus invisibles con sus fuerzas, olores y brisas que se sentían pero que no se veían. Todo formaba parte de un conjunto de entidades invisibles que fueron cuajando en la idea del espíritu como un doble no visible de nuestros cuerpos. Devenidos en espectros, sombras o fantasmas, estos soplos divinos le dieron «vida espiritual» al mundo del Hombre a través de la nariz de Adán y el soplo invisible de Dios. Y también estos seres invisibles se hicieron ángeles y nos acompañaron desde las manifestaciones animistas de antaño hasta las especulaciones modernas que buscan formas de invisibilidad a través de metamateriales, como se experimenta en la Universidad de Duke (EE. UU.); en la misma Universidad donde la parapsicología y «los espíritus» supieron ser materia de estudio... al igual que en su contraparte de la Guerra Fría, la Universidad de Leningrado.

Es quizás el principio científico mejor establecido que es mucho más lo invisible en el Universo que lo que sí accede a nuestros ojos... y esto se intuyó desde siempre: la figura del ser invisible -divino o demoníaco- interviniendo a nuestro favor o en nuestra contra, fundó doctrina en Occidente y Oriente. Escribió Pablo de Tarso en I Cor. 13:12: Videmus enim nunc per speculum in aenigmate, tunc autem facie ad faciem: «Porque ahora vemos por un espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara...». Al leer esto, intuimos ver enigmas entre juegos de espejos que nos presentan falsificaciones de lo que quizás algún día veamos facie ad faciem. Lo que es no lo vemos, tal el principio apofático de Occidente: vemos lo que es por medio de lo que no es. Allí se vislumbra la idea platónica: el reflejo invisible a los ojos, aunque no a la inteligencia.

Quizás éste sea el camino por el que podríamos entender la fascinación arquetípica que en nosotros despierta la fantasía de la invisibilidad y de donde partiera el mito moderno del Hombre Invisible, y que comenzara desde la literatura con el británico Herbert George Wells en 1897. Un Hombre Invisible que, de la mano de la Revolución Industrial, y exhibiendo un humanismo sobredimensionado, sembraba las semillas para las dos guerras mundiales del siglo siguiente. Dentro de esta atmósfera de análisis crítico de la ciencia, Wells recibió con el tiempo su debido homenaje a través de un cráter lunar que lleva su nombre... del lado invisible de la Luna, como corresponde.

El espíritu

Junto quizás con el concepto de Verdad, el de espíritu debe ser uno de los que más camino ha recorrido en el devenir del pensamiento humano. Esta tendencia de nuestra naturaleza a verse a sí misma dualizada, quizás nazca de la certeza -difícil de aceptar- de que no podemos vernos tal como somos -en caso de que seamos-, sino como nuestra propia narración dice que nos vemos. Somos nuestra especulación. Somos nuestro reflejo en el espejo que somos. En nuestros trabajos hemos frecuentado la tiniebla (Elogio de la oscuridad) y la nocturnidad (La noche), como agentes de invisibilidad para nuestra propia percepción y nuestra experiencia... y aunque los demás sentidos confirman lo que vio la vista cuando había luz, la ausencia que la vista induce en nuestra mente descompone gran parte de nuestra pobre hermenéutica de lo real.

Es obvio, además, que la tiniebla a la que nos referimos es el abandono de nuestra percepción de lo que se supone es, lo cual está determinado por patrones exteriores al yo: la matriz cultural y el marco histórico personal van erigiendo nuestra realidad y perfil cognitivo. Al respecto escribía Oscar Wilde: «La mayoría de las personas son otras personas. Sus pensamientos son opiniones de otras personas; sus vidas son un plagio y sus pasiones, un slogan». El yo pareciera querer existir mucho: estar presente en todos lados, meterse en todo... pero nadie pudo nunca verlo: sólo se lo siente. Y cuando se lo siente, se siente lo que esa matriz cultural y psicológica había convertido a su mente: un yo psicológico. Pero despojado de su entramado de parámetros constitutivos, ese yo parece diluirse en un punto adimensional sin mayor injerencia en lo real que el mero orgullo de sentirse totipotente... y a poco de pensarlo, saberse insignificante.

Sin embargo, la presión por existir sigue ahí, impulsando la presencia de lo que vemos por invisible. Para algunos sólo se trata de ADN que traslada su tendencia a estabilizarse a todo lo que sobre él se construya y mantenerse integrado al nivel que fuera. Pero el tema sigue siendo: ¿para qué? ¿Hay algo más junto al ADN visible, impulsando o arrastrando a la vida para que pugne en seguir siendo, pero que no vemos? La materialidad del argumento biológico nace junto a su contraargumento más inmediato: la no materialidad en lo humano. Aunque ¿tiene sentido la idea de una «no materialidad»? Del mismo modo en que la materia «presente y concreta» es sólo un accidente de nuestros sentidos en nuestra escala de organización, en niveles menos que microscópicos (porque ya no se ven, sino que sólo son cálculos) no se puede hablar de materia «presente y concreta» sino de probabilidades. En el centro mismo de la materia apenas si encontramos una probabilidad de detección y allí aparece un yo, no sólo «detectando», sino también definiendo los parámetros de lo real con su observación. Es en este punto donde podemos detener la mirada, aunque allí no veamos nada.

Del conocer

¿Lo conocemos todo? Por supuesto que no. Y lo extremadamente poco que decimos «conocer» es el propio planeta el que lo está conociendo, ya que el planeta se hizo humano en nosotros. No somos observadores ajenos a lo observado: no somos «objetos» que están fuera de lo que se ve, sino que formamos parte de lo que decimos conocer. Que somos eso conocido y que somos el conocimiento mismo como fenómeno propio de lo Total. Somos escenario y butaca; actores y espectadores; la obra y el teatro... y todo eso rehúye de nuestra vista. ¿Cómo no vamos a determinar el comportamiento de lo real con nuestra observación, si en algún punto somos el observador, la observación y lo observado? Es más: no tiene sentido ni el decir que «somos» algo cuando es, en última instancia, el Todo el que nos es a nosotros. ¿Quién puede decir algo de algo si no hay un alguien que diga algo de algo de lo cual esté diferenciado? En otras palabras: no sólo nos situamos en medio del Todo, sino que, en ese Todo, ni la luz ni el sonido (ni los demás actores de nuestra sensualidad), ni lo eterno ni lo infinito tienen valor alguno. Cuando no hay ni espacio ni tiempo disponibles porque el Todo lo comprende todo ¿dónde podrá haber luz o sonido; sombra o silencio; distancia o espera? En lo total, el Todo es invisible.

De las plazas

La lógica socrática que invisibiliza al pensamiento determinó esa «nada» invisible de la ciudad occidental que es la plaza central, remedo del ágora griega, donde lo público invisibiliza lo privado. Ese espacio desorganizado es por donde se camina sin caminos y por donde se yerguen las estatuas de héroes platónicos, ideales, que le dan cierto orden metafórico a la plaza pública y que generalmente son guerreros. Justo allí, en el ágora donde, para Homero, se detenían las batallas, se alzan los héroes bélicos. Los invisibles que pasan en sus asuntos sin ver a los Nelson, a los San Martín o a los Felipe III, perpetuamente alzados en sus metales o piedras y volviendo, a su vez, invisibles a los individuos que pasan por debajo. Lo invisible, en definitiva, lo organiza todo. Las ideas invisibles de Platón le dieron un cielo de estrellas (las ideas) a la lógica descarnada y hueca de Sócrates... pero estrellas también invisibles por inalcanzables a nuestras manos mentales.

Del alma

Pero, sin embargo, sigue resistiendo allí el yo... Y en este contexto, ese yo insignificante del comienzo empieza a crecer en trascendencia... Porque ¿será que hay una parte de nosotros que no está disponible para nuestra sensibilidad? ¿Tendremos una segunda persona conviviendo con la nuestra? Y cuando digo «nuestra» me refiero a esa persona que tiene fecha de elaboración y vencimiento y un documento de identidad... ¿será entonces que hay otra persona que escapa a la observación y que interactúa con la que respira y muere? La mente muy bien podría ser una interfaz entre ambas formas... un «cuerpo» y un «espíritu» que se conduelen en el concepto del alma... «Alma», palabra con la misma raíz sánscrita de Atman -aliento- en el hinduismo y la raíz indoeuropea ane- que llega al latín como animus: alma, aliento. Y que en griego se queda en anemos: viento, pero que Marco Aurelio revitaliza como «hálito vital» del planeta que, así como exhala viento, también lo inhala... igual que la creación del Universo como respiración -o bramido- del Brahma budista. ¿Será esa alma invisible -espíritu más cuerpo-, la fuerza y blanco de nuestra flecha existencial tan invisible como infalible? «Visto desde abajo, ese dios aristotélico es la quietud que todo lo mueve, o, si os place, la gran quietud a la que aspira todo lo que se mueve», dice Antonio Machado en su Juan de Mairena. Por su lado, bien observa Fulcanelli en sus Moradas Filosofales, que de lo vivo sólo se estudia su dinamismo: la voluntad invisible y misteriosa que anima la vida.

El modesto yo ¿será aquel aprendiz de brujo de Goethe? ¿Un pequeño yo que asciende por voluntad y méritos propios hacia la perfección del gran Jehová, el gran Yo Soy? Porque si el mundo es perfecto en el detalle y absurdo en su totalidad, como pensaba Schopenhauer, quizás nuestro invisible compañero, el espíritu, sirva para invertir el camino, e ir desde un absurdo egocentrismo a la perfección divina. Después de todo, si la manifestación de lo total es invisible, tanto dioses como demonios pueden ser copartícipes de nuestra evolución dual: ansiamos siempre alguna forma de inmortalidad, pero padecemos la mortalidad a grito y llanto, como fuera el curioso caso de nuestra ahora recordada amiga, Clarisa Villaverde.