La soledad en la escritura es el aliado más sutil del escritor. Esas horas largas para crear nuevos verbos que construyen, armonicen, sea con estructuras más libres y más cerca de sus propias realidades.

Si hay una autora que me marcó en mi adolescencia fue Emily Dickinson. El arte de escribir las simples cosas, lo nimio, lo cotidiano.

Imaginemos una mujer encerrada en su casa. Mirando desde toda oportunidad lo que en ella pasaba. Las flores del jardín, sus animales de campo, sus habitaciones descifrables con cantos a los objetos mínimos.

Recibir el rayo de luz, o convocar desde sí, sus emociones más privadas. Con ello, nos demuestra que la aventura es con nosotros mismos. El viaje personal es desde nuestras propias vivencias internas y que no se necesita la explosión del afuera y sus grandes dicotomías.

El lenguaje interior desde sí nos lo comprueba. Ella nos confiesa:

Yo habito la posibilidad,
una casa más bella
que la prosa,
más numerosa de ventanas
y más rica de puertas.

De habitaciones
como cedros inexpugnables
para el ojo
y que tiene por techo perdurable el cielo.
Con bellos visitantes
y esta tarea:
extender mis estrechas manos
para aferrar el paraíso.

Con este poema podemos determinar su habitación imaginada abierta hacia el cielo, como si desde allí, entre todas esas paredes y ventanas pudiera ver el paraíso anhelado.

Pero ¿qué hizo que Emily se ocultase del mundo?

Su padre, Edward Dickinson fue una figura pública de Amherst (Boston). Con un perfil estricto, racional y respetuoso. Tenía 3 hijos y su esposa Emily Norcross de origen suramericano. Esa vida de puritanos y llena de valores hizo que esa niña, nunca quisiera apartarse del mundo del que sus padres le enseñaron a estar cómodamente. No es hasta su muerte donde fue cambiando de actitud y llevada a otra dimensión. Veamos:

Cuando era niñita notaba que la gente
de pronto desaparecía

Nunca tanto perdí sino dos veces
y fue sobre todo la hierba.
Dos veces me he plantado cual mendigo
¡De Dios ante la puerta!
Al descender los ángeles dos veces
Repararon mi Hacienda
¡Ladrón! Banquero - ¡Padre!
¡Soy pobre una vez más!

(c. 1858)

Ella (su madre) se nos resbaló de los dedos como un copo de nieve que se lleva el viento y ahora es parte de es deriva llamada “el infinito”.

Emily nunca se presentó de forma pública como partícipe de una fe. Ella sinceramente vio su mundo espiritual en todas las cosas. Pero, la Biblioteca de su padre, llena de libros botánicos, fue una de sus grandes pasiones de lectura y lo que hizo de su escritura bastante metafísica y no moralista. Es increíble que con tan poco vivido en su diario vivir y con el exterior, nos encontremos, un ser de habilidades extraordinarias con la escritura.

Entonces, si fue una mujer que nunca salió de su casa y murió en el mismo lugar, sin hijos, ni cónyuge y más aún, que nunca decidió publicar sus poemas, nos dice de una poeta excepcional, donde la observación de lo cotidiano lo transformó en tremendas poesías. Ella comenta al respecto:

Algunos guardan el domingo yendo a la iglesia.
Yo guardo en mi casa-
Con un jilguero en vez de coro-
y por Cúpula un huerto-

Algunos pasan el domingo con la Sobrepelliz-
Yo solo andaba con mis alas-
Y en lugar de tocar mis campanas de misa,
Nuestro Sacristanillo -Canta.

Dios predica, notable sacerdote-
Y el sermón nunca es largo,
Así, en lugar de ir al cielo al final,
me voy desde el principio.

(c. 1860)

El reino abierto de Emily es su casa de silencio, un cielo que está en todas partes, diferente, que nos invade al pájaro de la perplejidad. Ese cielo está en la alcoba, junto a su Naturaleza y sus poemas. Es una casa sin puertas. Esa evasión del mundo la disfrutó y genialmente. Nos demostró que desde esa vista todo era poema. Un circuito pequeño pero lleno de miradas. Un ruido que se adormece y aplaza dentro de sí. Y con ello, encontró desde su casa interior, la imagen de su horror, de su extrañamiento y desde su mismo amor.

Si quieren leer una poesía reflexiva e inteligente, ella, Emily sigue viva en sus poemas.

Para Miss Emily.