En el ámbito de la creación poética no hay muchos trucos que aprender. Lo único que hay que aprender es a aplicar aquellas leyes que, en su constricción nos liberan y de las cuales no somos conscientes y donde no podemos aplicar la razón... porque la cárcel del sentido común, la lógica y la racionalidad pueden convertirse en un nido, un sitio cómodo del cual no queramos alejarnos porque tememos que nacer y eso es siempre doloroso.

Ya vimos que la palabra «persona» viene del griego prosops y que quiere decir «lo que salta a la vista», y es un concepto que se relaciona con máscara, ya que la máscara es lo primero -y a veces, hasta lo único- que vemos de una persona, instalada cómoda tras su máscara. (Ver La máscara y su misterio). De hecho, todos desarrollamos máscaras: es nuestra forma de convivir socialmente, de mostrarnos medianamente invariables, seguros de nosotros mismos, de nuestra estabilidad, de nuestro sentido manifiesto de querer seguir viviendo con un aspecto determinado. Pero la máscara no puede evitar la verdad íntima y última de nuestra evolución personal y todas las transformaciones que se suceden tras la máscara... máscara que oculta para nosotros un misterio y una vergüenza a su vez, puesto que lo equívoco y ambiguo -lo desnudo, sin una máscara aceptable- está en esa crisálida incognoscible que nos lleva a ser y sentirnos «otra cosa».

Así, a ningún artista le gusta que descubran las miserias de sus creaciones. Exhiben el fruto maduro y reluciente en la vidriera de su personalidad y no las múltiples tachaduras, dudas y errores que pueden aquejar al escritor y a colmar su cesto de papeles. A su vez, la misma ocultación tiende a provocar la transfiguración hacia lo que se querría ser y por eso, las máscaras tienen cierto carácter mágico, encantador. Del mismo modo, la máscara poética oculta las múltiples transiciones que suceden durante la creación. Y está bien que así sea, siempre y cuando la máscara sea una muestra de pudor y no una pose.

Los límites

El poeta debe desarrollar cierto pudor en su vida social... lo que no quiere decir que deba ser un mojigato, sino que debe enfocarse en ocultar las miserias de su creación. No obstante, no debe haber máscara que encubra a la obra misma: ella debe expresar sinceridad. El trance iniciático de la creación debe ser tomado como algo serio, trascendente, formador y transformador y por ello no debe esconder nada... una vez que haya terminado. Crear es, en cierto modo, nacer y nacer es mostrarse, es ser dado a luz. El arte es fundante de un hombre artista absolutamente individual, íntimo, enmascarado. Es su consolidación, su nueva y más honda realización. Y de la obra de arte que emerja por sobre la intimidad del poeta, debe nacer una verdad, y esa no puede, o no debe, ponerse tras una nueva máscara. Ya lo dijimos en Apuntes sobre la creacion poética: si un poema se quiere mostrar, está mintiendo.

Pero intuimos que más allá de lo que sinceramente expone el poema hay algo más, un orden que no controla la pluma pero que la hace bailar en el papel en rara alquimia de orden y libertad... y así, la sinceridad poética pueda esconder un «algo más» (un dios u otro concepto afín) más allá de sí mismo, y entonces la sinceridad en vez de ser otra máscara, es ahora un peldaño más hacia la verdad, esa última verdad que nos separa de lo divino. Así, la obra se convierte en otro tipo de máscara: una máscara que no encubre, sino que muestra y donde lo que salta a la vista es lo que realmente es: el límite de lo que el Hombre puede conocer y ser. Estar a cubierto de esa nueva máscara tras la cual no hay nada o lo está todo: tomar al poema nacido desde y para la sinceridad como el límite natural de nuestra capacidad de conocimiento. Entender al poema como el resplandor de algo que verdaderamente podemos llamar sagrado. El poeta morirá, pero su máscara de lapislázuli, oro y milenios seguirá allí hasta que los tiempos se extingan.

Sinceridad, honestidad, franqueza... esos son los nombres de algunas de las leyes a las que debemos ajustarnos para conseguir la libertad que presupone el Universo en donde «viven» los objetos artísticos que nacerán de su virtualidad y de su potencial expresivo.

Lo que pasa después

Aunque es sabio entender que la obra de arte «sigue» en el público y que la gente que lee nuestra producción la hace propia, el poema tiene una dimensión de individualidad que no puede ser separada del autor. Se reconoce, por ejemplo, que un haiku tiene un dueño que es quien lo escribió: nadie es dueño del haiku más que su autor. Los poemas tienen un dueño. La tinta sobre el papel se entrelaza con delgados filamentos vivos con el autor, y de esta simbiosis nace la integridad del autor en tanto que obra en potencia y acto: el papel, la tinta, el espíritu o son uno en el poema o son un sinsentido.

Falsear, mentir esta integridad es escribir detrás de una máscara profana. Se profana el arte de escribir si se escribe para «el estilo», para «la moda» o para «el tema» ... es el pecado de la pose. Valen todos los condicionamientos personales y culturales de su época, pero no se escribe para condicionamientos sino para él espíritu, y el espíritu humano no tiene tiempo: es la piel de lo eterno, de lo que no varía ni puede variar.

La sinceridad del poeta debe ser entrega que no duda del halago del público como alimento, pero no se elogia a una pose sino a esa entrega, y esto es muy intenso para el poeta: la poesía es el único arte en el que alma del artista queda expuesto tras su última metamorfosis y su eversión desde la máscara: no tiene ningún medio de expresión que oficie de intermediario entre su universo interior y el ambiente: ni imagen, ni instrumento, ni sonido, sólo su alma. Y por eso, «tocar» al poeta debe ser un gesto muy delicado. Hay que acariciar al alma del poeta de vez en cuando dedicándole un gesto de franca aprobación: eso alimenta su sensibilidad y es cuando el poeta siente que verdaderamente existe y crece siendo el otro. Siente que su gesto de amor ha rendido un eco amoroso en el prójimo.

Pero el poeta no debe buscar el halago; si lo hace, estará buscando, asustado, la máscara que lo aleje de lo sagrado: nunca tendrá una vida sincera para consigo mismo. No estará llevando adelante la verdad de su vida a la verdad del poema. Porque la vida o es verdad o es máscara... y una de las pocas heridas que el Hombre puede tocar para creer en él -como Santo Tomás- están accesibles e incurables en el poema: una herida cuyos labios son la nada de la que emerge, independiente de la realidad prosaica de todos los días, la verdad del Hombre que no puede buscar otra cosa que no sea la verdad que es. Esa es la necesidad que debe movilizar al poeta: que la verdad lo vuelva verdadero a través del escrito, a través de la herida que es el poema.

En poesía, hasta la piel, la última barrera, debe abrirse: porque hasta la piel misma es una máscara que debe superarse.

El misterio

Tras las máscaras que debe descartar la poesía, todo es un misterio. Pero no es un secreto que se mezquine ni una verdad que se esconda. El misterio poético es, por el contrario, una realidad que ha perdido los estribos, que ha olvidado la capacidad de comunicarse porque galopa sin el control de la conciencia. Es una verdad que brilla en exceso y que desborda los límites del escenario de lo humano. No se entiende cabalmente qué se quiere decir porque no hay cabos a los que asirse.

El misterio no es mezquindad: es prodigalidad. El misterio no es defecto: es exceso. Para escribir bien no hay que salirse del misterio, sino dejarse llevar por él como si uno se tirara de espaldas, confiado, a la corriente de un río… Hay que entender que ningún río ha jamás equivocado su curso… y que, si el río se desborda, será a esa inundación del alma a lo que los demás llamarán poesía. El misterio seguirá siendo misterio para el poeta: el poeta escribe, pero no sabe qué es lo que pasa cuando de su pluma nace un poema. Vive en el misterio: escribe a la luz de una sola lámpara que ilumina su área creativa, mientras todo lo que lo rodea permanece a oscuras: una mano enguantada y secreta -enmascarada- dejará sobre su escritorio una rosa, y el poeta escribirá acerca de esa rosa...
Se ha dicho que Dios tiene su máscara, y que también se los llama «misterios». La poesía no puede participar de la realidad domesticada de frases hechas y lugares comunes, sino que es una luz que se desboca... que pierde el contacto con la boca... que, libre de lo vocal, no puede decir el idioma conocido. Su lenguaje es misterioso: no sucumbe a la maldición de Babel: es una lengua adámica. Entendible y a la vez oculta. Esconde significados allí donde la metáfora o la figura poética, nos vuelca un mundo interior... momento indefinible, como el momento de dormirnos o, seguramente, el momento de morir. El misterio en poesía es el silencio que inaugura el sonido. Es el haz de luz que circula por la médula del verso y en la médula de ese haz circula a su vez la oscuridad del misterio que encubre la luz invisible y verdadera de la creación y su último misterio...

Conclusión: razón y pasión

El misterio es un absurdo para la conciencia, que es herencia de un humanismo antropocéntrico y, fundamentalmente, etnocéntrico. La conciencia: un epifenómeno, un sobrenadante del proceso mental... fría escoria flotando en el ardiente océano de la verdad. La conciencia cierra toda posibilidad de apertura a todo aquello que no sea ella misma. El entusiasmo del racionalista y del positivista, nace de la comodidad y de la tranquilidad que surgen de la necesaria simplificación que la lógica les exige a los procesos ecomentales, los cuales son, efectivamente, abstrusos hasta el infinito: la ciencia no puede trabajar si no simplifica... esto es: si no falsea la riqueza de lo que analiza, si no niega el valor del misterio. Las totalidades de la conciencia son cerradas, pero el sustrato mental sobre el que flotan es siempre y por fuerza, necesariamente abierto. Los procesos ecomentales, como el prefijo lo indica, se desarrollan con relación al contexto que les da significado. Pero la conciencia es ciega al contexto y, por ende, se vacía a sí misma de significado, de sentido y trascendencia.

La conciencia no evoluciona, no progresa: sólo crece. Es una entidad creada a partir de un recurso neural adaptativo de un ser que vivía, hasta ese momento, en plena consustanciación con la totalidad de lo existente, como cualquier ser vivo. Cuando la conciencia emerge, las cosas se vuelven simples: «necesito esto o aquello, voy y lo tomo»: el «propósito consciente» de G. Bateson. La formación, durante el proceso mental, de los objetos -separados entre sí y separados del yo-, hace surgir paralelamente, al yo como otro objeto más. Y así, la conciencia y el yo se tornan profundamente asistémicos, definitivamente no integrados a los procesos universales. Todo se devela: no hay espacio para lo ignorado. No hay misterio y el Hombre se vuelve incapaz de evolucionar... porque la evolución implica el reconocimiento del valor de un contexto incontrolable, creador y misterioso.

El yo es un recurso valioso en la evolución del Universo, pero el secreto es no ponerlo como rey del aparato cerrado de la conciencia, sino como un vasallo de un metasistema abierto al infinito, evolutivo e inabarcable: los procesos ecomentales llevarán así al yo a intuir la Totalidad: la conciencia abreva y se nutre de su secreto. Y a esta altura, la humillación ante lo Otro es la clave: que la conciencia sirva a las totalidades y que éstas hagan surgir la estética: la toma de conciencia de la pauta que conecta al todo con un sí mismo indefinible, nunca igual a sí mismo y donde el yo es un accidente... si feliz o infeliz, dependerá de cada uno.

Este abandonarse a las fuerzas del misterio, olvidando las máscaras, hacen surgir la estética que nos defiende del poder corrosivo de carcelero que tiene la conciencia. La estética como apertura hacia toda posibilidad. La estética es el estudio de la libertad.

La estética es otro nombre de la Libertad, y la Libertad sólo se puede construir desde la sinceridad... sólo puede nacer por fuera de la máscara abandonada: es la «Salida del Alma a la Luz del Día» (Libro Egipcio de los Muertos). Es la capacidad iniciática de lo poético.

Allí donde estamos nosotros en perfecta soledad creativa se acaban los diálogos ficcionales nacidos de la desintegración «el-yo-y-lo-demás» que es donde reina el silencio de lo muerto. Cuando hay poesía, en cambio, surgen la posibilidad inagotable de lo Otro y el amor a la Verdad más allá de lo real. Aquel poema donde sentimos nacer el Verbo absoluto que todo lo crea. El Universo, sus mundos y sus seres son el poema de Dios.