Corren ríos de sangre, fruto de tantos crímenes que el hombre se ha encargado de cometer contra sus coetáneos, porque les estorbaban en la insana satisfacción de sus intereses o por un instinto depredador característico de los animales salvajes que los empuja a la búsqueda aleatoria de víctimas inocentes.
Como corren ríos de tinta de las plumas cargadas con esa misma sangre, obedientes en la dantesca tarea de recrear fielmente la crudeza de los hechos.

Se trata del true crime, un género que atrae a gran número de adeptos, y que de alguna manera viene a cuestionar la afirmación de Aristóteles de que el hombre es un ser social por naturaleza, para corroborar que la crueldad humana no conoce límites: nos espanta y fascina a partes iguales, lo mismo que de pequeños nos obligaban a mirar debajo de la cama antes de ir a dormir y que, aun sabiéndolo, no lográbamos despegar la vista de la pantalla (“no vayas hacia la luz, Caroline”).

En la línea de lo que acontece, echando de nuevo mano del pensamiento filosófico, más acertada, sería la frase de Hobbes, “ el hombre es un lobo para el hombre “.
Es cierto que los crímenes le fascinan al espectador, pero ninguno como aquellos que sabemos basados en hechos reales. ¿A qué puede deberse? La respuesta oscila entre un amplio abanico de posibilidades que van desde el deseo de comprender los motivos del ejecutor (que le confieran un sentido a sus actos) hasta nutrir perversas aficiones, o incluso quién sabe si la resolución de interrogantes.
Algunos de esos hechos han levantado un buen número de ampollas. Pongamos por ejemplo un par de casos reseñables, que suscitaron en su día gran interés.

Caso número 1

La familia Clutter residía pacíficamente desde hacía años en la pequeña localidad de Holcomb, en el estado de Kansas, cuando un acontecimiento inesperado irrumpió en el sosiego de la noche un fatídico sábado de 1959.
Herbert William Clutter, un hombre hecho a sí mismo, trabajador, miembro de la iglesia metodista, integrado en su comunidad y de valores firmes, había formado un hogar junto a su esposa Bonnie, con la que llevaba casado desde 1934. Eveanna y Beverly, las hijas mayores del matrimonio, ya se habían independizado; Nancy, una jovencita muy resuelta y popular, y Kenyon, el benjamín, algo más introvertido, aún estaban en la escuela secundaria, residiendo al calor de la familia.

Los Clutter representaban el sueño americano: prósperos ciudadanos, generosos, trabajadores, sin enemigos, temerosos de Dios y admirados por sus vecinos.
El 14 de noviembre de 1959, a eso de las 11:30 de la noche, Perry Smith y Dick Hickock, dos exconvictos en libertad condicional, accedieron bruscamente al domicilio de los Clutter, donde inmovilizaron a cada uno de los presentes para después entregarse a la búsqueda de una supuesta caja fuerte que debía contener unos 10.000 dólares (parece ser que un antiguo compañero de celda que había trabajado para Herbert les había facilitado esta información). Era el golpe perfecto: hacerse con el dinero y empezar una nueva vida en México.

Pero la búsqueda resultó infructuosa: al comprobar que dicha caja fuerte no existía, procedieron sin piedad al asesinato de todos los miembros. No obstante, para que el paseo no hubiera sido en vano, y el arrebatarle la vida a esas cuatro personas no resultara un hecho tan absurdo, los malhechores salieron de la casa llevándose consigo algunos objetos que encontraron a su paso, de un valor no superior a los 40 $.
El crimen conmocionó a todo el país. Seis semanas después, fueron capturados, encarcelados y sentenciados a pena de muerte, y al fin ahorcados en 1965.

El escritor Truman Capote supo de los hechos cuando aún no se había dado con los asesinos; despertó en él tal interés que se desplazó hasta el lugar acompañado por su amiga, la también escritora Harper Lee, para investigar sobre el caso.
Durante seis años, trabajó sin descanso en lo que sería su libro, entrevistando a los investigadores, amigos, vecinos y a los propios detenidos, tomando notas mentalmente que por la noche transcribiría, asistiendo a las sesiones del proceso, para recopilar un volumen que sobrepasaba los mil folios.

A sangre fría es considerado un trabajo pionero en la literatura de no ficción, solo superado por el éxito de la obra de Vicent Bugliosi sobre los asesinatos de Charles Manson.
Se describen las vidas y circunstancias de los asesinos, las víctimas y otras figuras de relevancia en la historia, prestando especial atención a los aspectos psicológicos de los personajes, así como a la compleja relación que existía entre los asesinos, antes y después del crimen.
En un intento de que el lector simpatice con los criminales, Capote incluye algunos aspectos que no son reales sobre sus familias. Sin embargo, en lo que se refiere a la trama, quiere darle tal realismo que, a pesar del material que lleva recogido, llega a comprar las transcripciones del juicio para dotarlo de una mayor veracidad.

Para saber más sobre el crimen en cuestión, así como sobre Truman Capote, además del libro, son interesantes las películas:

  • A sangre fría (1967)
  • Capote (2005)
  • Infamous (2007)

Caso número 2

El 1 de marzo de 1932 en la localidad de East Amwell (Nueva Jersey) tuvo lugar un secuestro que fue notablemente sonado por tratarse del hijo de Charles Lindbergh, el aviador norteamericano, famoso por haber sido el primer piloto en cruzar el océano Atlántico.
La criatura, de veinte meses, había sido debidamente colocada a dormir en su cuna, en la segunda planta de la casa familiar, por parte de la niñera que lo cuidaba. Un par de horas más tarde, tras haber escuchado un ruido desconocido, se pudo comprobar que el bebé ya no encontraba donde hubo sido depositado; en su lugar había un sobre blanco. En los alrededores encontraron una rudimentaria escalera de madera con un peldaño suelto, que se sospecha que pudiera haber sido usada para extraer al bebé del piso superior.

El secuestrador se puso en contacto con el matrimonio a través de un mediador y se llevó a pagar un rescate de 50.000 $ en certificados de oro, pero el bebé nunca fue devuelto.
Un par de meses después, el pequeño fue hallado no muy lejos de la casa de sus padres, en avanzado estado descomposición y con una fractura en el cráneo, que hubiera sido el motivo de la muerte. Se especula con el hecho de que, mientras el bebé estaba siendo secuestrado, al descender por la escalera, este cayera al suelo y muriese.
La investigación, que se extendió durante varios años, dio como resultado un culpable al que le fueron atribuidos los hechos: Bruno Hauptmann, exmilitar y carpintero de origen alemán, fue condenado a la silla eléctrica; sin embargo, hasta el último momento mantuvo su inocencia.

Pese a ello, la culpabilidad nunca estuvo clara debido a la gran controversia que provocó el juicio: intimidación policial, poca credibilidad de los testigos, pruebas amañadas, manipulación de la prensa, testimonios omitidos por ir en contra de la dirección que se le quería dar al caso. Se llegó a plantear la posibilidad de que la muerte del infante no fuera un homicidio, sino un accidente, que su propio padre, queriendo gastar una broma, hubiera sacado al niño por la ventana y entonces se produjese el fatal el accidente; lo cual coincidiría con lo que alegaba la defensa: que el culpable estaba en el círculo cercano de la familia. Las teorías fueron diversas.

Entre las novelas de Agatha Christie, la más grande escritora de misterio hasta el momento, se encuentra Asesinato en el Orient Express, de 1934. El detective habitual, Hércules Poirot, coincide en un tren con un viajero que dice estar huyendo por encontrarse en peligro. Después se sabrá que no era quien decía, sino el protagonista de un caso aparecido recientemente en las noticias: el secuestrador de Daisy Armstrong, la hija de tres años de un matrimonio de millonarios que habían hallado asesinada, pese a pagar el rescate solicitado. Claramente inspirado en hechos reales.

La propia Agatha Christie estuvo casada con un piloto, Archibald Christie. 1926 había sido un año complicado para la escritora: primero fallece su madre, de la que estaba muy unida y, a continuación, descubre que su marido le era infiel y que planea dejarla para casarse con su amante. Tras lo cual, tiene lugar un episodio bien extraño. Encuentran su coche abandonado con un abrigo de piel en su interior, aunque ya no era época, y ni rastro de la escritora. Todo el país se vuelca en una búsqueda que dura once días, cientos de policías rastrean el territorio a lo largo de millas: se especula con el asesinato, el suicidio e incluso se sospecha del marido. Al fin dan con ella en un balneario, donde se había registrado con un hombre falso. Presumiblemente, sufre de amnesia y afirma no recordar nada de lo sucedido. La reina del misterio había protagonizado su propio caso. Luego de esto se divorciaría para, varios años después, casarse con el arqueólogo Max Mallowan, con quien realizaría grandes viajes que serían la inspiración de sus obras. Solo cabe regocijarse en sus palabras: “Los mejores crímenes para mis novelas se me han ocurrido fregando platos. Fregar los platos convierte a cualquiera en un maniaco homicida de categoría”.

Estos son solo un par casos gráficos en los que el escritor ha sucumbido a la maldad humana. Historias que, aunque estremecedoras, les han seducido hasta el punto de querer conocer todos los detalles, quién sabe si para quererlos contar al mundo o para satisfacer su propia curiosidad morbosa. Nosotros, los lectores, esperamos impacientes a que tenga lugar el próximo desaguisado truculento, para que un escribidor cualquiera corra a contarnos los jugosos detalles. Así es el ser humano: ¡qué contrariedad!