Einstein, gracias a su afamada teoría de la relatividad, llegó a la conclusión de que el tiempo es relativo. Y no podía haber más razón en estas palabras: no hablemos solamente de las implicaciones físicas y matemáticas que esto conlleva, mencionemos también algo tan sutil y a veces imperceptible como es la percepción. No en vano, expresiones como: «el tiempo se me fue volando», «qué rápido pasa el tiempo», «esto se está tomando una eternidad», forman parte de nuestra realidad cotidiana.

Es de esta forma como la sensación de lo que sucede a nuestro alrededor cambia según nuestro estado de ánimo, o qué tan ocupada se encuentre nuestra mente en ese momento en específico. Es más fácil notar cómo el sol camina el firmamento cuando estamos tranquilos, en calma, despreocupados; cuando verdaderamente disfrutamos el momento, ese preciso instante en el que todo deja de tener importancia y nos llena una paz que pocas veces quizá logremos.

La contraparte sucede cuando la misma naturaleza del ritmo de vida, hoy por hoy, se interpone en el estado que debiera ser normal en el ser humano. Esto es, las prisas, el estrés, que todo se deba realizar al momento, inclusive la tendencia actual de tener una recompensa o gratificación instantánea, la cual hace que la tolerancia a la frustración de las últimas generaciones se vea mermada en una increíble proporción; además, por supuesto, que hoy en día la gente da más valor a cosas sin sentido que a la vida misma en muchas ocasiones.

Dentro de esta sinrazón de objetos por coleccionar y quitar de alguna forma humanidad a las personas, están el preocuparse por tener un buen automóvil, una casa grande, ropa de marca, incluso joyas, el celular de última generación o la computadora más nueva; sin dejar de mencionar por supuesto objetos diseñados para el entretenimiento como lo son televisiones, consolas de videojuegos, etc.

De alguna forma preferimos ver un amanecer por medio de Internet, cuando es algo que podemos disfrutar sin mayores complicaciones si nos despertamos a la hora adecuada. De alguna forma la calidad humana se ha ido transformando poco a poco en calidad de consumo; con esto quiero decir a que actualmente vivimos en una sociedad que valora sobremanera al que más tiene y al que no es inclusive desdeñado; todo depende del llamado poder adquisitivo.

A este respecto, hay un dicho que me viene a la mente: el dinero no da la felicidad, pero cómo ayuda.

Y, como decía el anuncio de una famosa compañía de crédito, «hay cosas que el dinero no puede comprar…». Una frase publicitaria que pega, lacera y llega a plantarse en la mente de sus consumidores. Es tremendamente cierta.

Si bien la capacidad de compra es fuerte, habrá cosas que no puedan resolverse con dinero, ejemplo de esto es la vida, el amor, la tolerancia, el respeto, el honor y la dignidad por mencionar algunos; situaciones que van más allá del papel moneda o las cuentas bancarias, características que al final del día nos hacen verdaderamente conscientes de nuestra existencia y responsabilidad para con el resto del mundo, lo que nos convierte verdaderamente en humanos y no solamente la “especie dominante” en el planeta Tierra.

Es en este punto que quiero hacer una pregunta: ¿qué es lo verdaderamente importante para ti? Y no con esto quieras contestar respuestas cliché como mi familia, mis amigos, mi perro; me refiero a qué es lo verdaderamente importante para ti.

Por mi parte puedo decir que lo más importante para mí es mi sueño, la meta que tengo de regresar al que considero mi hogar, tanto es así que he dedicado más de la mitad de mi vida a luchar por ello.

Es una pregunta para reflexionar y meditar: ¿qué es lo que verdaderamente deseo para mi vida? Porque hay una realidad innegable en todo esto. No te estás haciendo más joven y, la vida, te está pasando de largo.