Tan solo seis días antes de que la ciudad de Barcelona cayera en manos del ejército franquista y se anticipara el final de la Guerra Civil española, a 60 kilómetros de distancia y 720 metros de altura, se terminaba de imprimir por primera vez uno de los poemarios más representativos de César Vallejo y su relación con el país ibérico: España, aparta de mí este cáliz. El poeta peruano había muerto casi un año antes en la ciudad de París sin que se haya podido determinar la causa material, luego de una vida colmada de hambre y desventuras. Sin embargo, había presenciado la proclamación de la República en 1931 y abrazado, para siempre, la causa política y revolucionaria.

Cuando estalló la Guerra Civil española, el gobierno de Cataluña había convertido el monasterio de Montserrat en Hospital del Ejército del Este y Unidad de Imprentas. Allí fue destinado, como soldado de la República, el más joven de todos los exponentes de la Generación del ‘27, el poeta y editor malagueño Manuel Altolaguirre quien, al llegar, se encontró con una de las imprentas más modernas de toda Europa, la misma que los monjes benedictinos habían desocupado a toda prisa cuando tuvieron que abandonar el recinto monasterial.

Altolaguirre quedó a cargo del taller que fue destinado a la impresión de folletos y de todo tipo de propaganda política que contribuyera en la difusión de la causa republicana. No obstante, el libro compuesto por quince poemas de César Vallejo, escritos poco antes de morir durante fervor de la guerra, representa mucho más que un libro propagandístico y alcanza la altura de sus publicaciones anteriores: Trilce (1922) y Los heraldos negros (1919).

En ese mismo taller de imprenta, Altolaguirre —con ayuda de otros soldados— editó una serie de poemarios bajo el sello de «Ediciones Literarias del Comisariado del Ejército del Este». Entre ellas, España en el corazón, de Pablo Neruda, Cancionero menor de los combatientes, de Emilio Prados y España, aparta de mí este cáliz, de César Vallejo. En sus memorias, Altolaguirre menciona que fabricaban el papel para las impresiones con trapos viejos en un molino cercano al monasterio y que, para el libro de Neruda, se utilizaron banderas enemigas y uniformes de soldados italianos y alemanes. Según cuenta, el papel resultante era precioso y, a juzgar por la calidad del libro de Vallejo que aún se conserva y que he podido ver, oler y tocar, es innegable el cuidado y la meticulosidad inherentes a su impresión.

Àngels, bibliotecaria del monasterio, me comentó que el molino al que refiere Altolaguirre en sus memorias existe realmente y que aquel era un artesano de la edición, un detallista en toda regla, por lo que no hay motivos precisos para desconfiar del proceso de fabricación del papel utilizado en estas ediciones, aunque destaca que el libro de Vallejo es el que mejor se conserva. Si bien no es posible constatar que se hayan utilizado trapos enemigos para la impresión del libro de Neruda, se trata de una versión ampliamente difundida de la que cuesta desconfiar —o en la que uno elige creer— cuando lee la portadilla del ejemplar de Vallejo que aún se conserva y sin el cual, probablemente, no hubiese habido ninguna otra edición jamás: «Soldados de la República fabricaron el papel, compusieron el texto y movieron las máquinas. / Ediciones Literarias del Comisariado. Ejército del Este. / Guerra de Independencia. Año de 1939».

Además de este colofón histórico, la edición cuenta con un emocionante prólogo del poeta Juan Larrea quien, a su vez, encargó a Pablo Picasso un retrato del autor, fechado el día 9 de junio de 1938 e incluido en la edición, que el pintor accedió a dibujar luego de que Larrea le leyera algunos poemas de Vallejo. No se sabe con exactitud cómo fue que el manuscrito llegó a manos de Altolaguirre y a las alturas de Montserrat, pero la crítica reconoce el papel que jugó Georgette, viuda del poeta, para que los manuscritos pudieran ver la luz.

Tras la caída de Barcelona, las tropas de Franco no tardaron en tomar el monasterio y restituir su función clerical. No demoraron tampoco en dar la orden de quemar todas y cada una de las publicaciones republicanas que allí encontraron. De los 1,100 ejemplares que se hicieron del libro de Vallejo en enero de 1939, solo se salvó uno y no se supo nada de su existencia hasta que, cuarenta años después —según lo señala Antonio Cornejo Polar (1994, p. 217)—, Juan Gilabert encontró entre los anaqueles de la Biblioteca de Montserrat el ejemplar que fue posteriormente incluido en una edición facsimilar a cargo de Julio Vélez y Antonio Merino en su libro España en Vallejo (1984).

No dejo de preguntarme cómo fue posible que quemaran todos excepto uno; cómo fue posible que este ejemplar escapara de las garras del franquismo. Sin embargo, sonrío… Porque esa primera impresión, más allá de cualquier aura de mito, condensa una parte de la historia y la cultura hispanoamericanas, a la vez que expone una heroicidad quizás mayor que la de combatir en un frente de batalla por la defensa de un ideal: esos soldados han rescatado un libro y con él parte de la oralidad perdida, de otras voces de la guerra, como la que da origen al poema III, «Pedro Rojas», uno de los más profundos de España, aparta de mí este cáliz.

El origen de este poema se remite a un papel «angustiosamente garabateado por un militante de la República que poco después sería fusilado» (Cornejo Polar, 1994, p. 217) en el cual, según Antonio Ruiz Vilapana, se leía: «Abisa a todos los compañeros y marchar pronto / nos dan palos brutalmente y nos matan / como lo ben perdío no quieren sino / la barbaridad» (Como se cita en Corneo Polar, 1994, p. 217). Lo angustioso y trágico de este antecedente es transformado por Vallejo —con la clásica sutileza y brillantez de su palabra— en «la imagen del héroe popular, agónico y triunfante» (Cornejo Polar, 1994, p. 223):

Solía escribir con su dedo grande en el aire:
«¡Viban los compañeros! Pedro Rojas»,
de Miranda de Ebro, padre y hombre,
marido y hombre, ferroviario y hombre,
padre y más hombre, Pedro y sus dos muertes.

Papel de viento, lo han matado: ¡pasa!
Pluma de carne, lo han matado: ¡pasa!
¡Abisa a todos compañeros pronto!

Palo en el que han colgado su madero,
lo han matado;
¡lo han matado al pie de su dedo grande!
¡Han matado, a la vez, a Pedro, a Rojas!

¡Viban los compañeros
a la cabecera de su aire escrito!
¡viban con esta b del buitre en las entrañas
de Pedro
y de Rojas, del héroe y del mártir!

registrándole, muerto, sorprendiéronle
en su cuerpo un gran cuerpo, para
el alma del mundo,
y en la chaqueta una cuchara muerta.

Pedro también solía comer
entre las criaturas de su carne, asear, pintar
la mesa y vivir dulcemente
en representación de todo el mundo.
Y esta cuchara anduvo en su chaqueta,
despierto o bien cuando dormía, siempre,
cuchara muerta viva, ella y sus símbolos.
¡Abisa a todos compañeros pronto!
¡Viban los compañeros al pie de esta cuchara para siempre!

Lo han matado, obligándole a morir
a Pedro, a Rojas, al obrero, al hombre, a aquél
que nació muy niñín, mirando al cielo,
y que luego creció, se puso rojo
y luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos.

Lo han matado suavemente
entre el cabello de su mujer, la Juana Vásquez,
a la hora del fuego, al año del balazo
y cuando andaba ya cerca de todo.

Pedro Rojas, así, después de muerto,
se levantó, besó su catafalco ensangrentado,
lloró por España
y volvió a escribir con el dedo en el aire:
«¡Viban los compañeros! Pedro Rojas».
Su cadáver estaba lleno de mundo.

Notas

Altolaguirre, M. (2006). El caballo griego. Reflexiones y recuerdos. Madrid: Visor Libros.
Cornejo Polar, A. (1994). Apertura. En: Escribir en el aire. Ensayo sobre la heterogeneidad cultural en las literaturas andinas. Lima: Editorial Horizonte.
Vélez, J. (1988). César Vallejo, Poemas en prosa. Poemas humanos. España, aparta de mí este cáliz. Madrid: Cátedra.