Guerra y más guerra,
guerra, patriotas,
viles idiotas
turban la unión.
Si aún, insensatos,
la paz no admiten
mueran o griten
Constitución.

(Fragmento de «Canción de Guerra», en: Colección de versos patrióticos, 1821)

Durante el breve período del Trienio Liberal comenzaron a organizarse en España los partidos que habrían de dirigir la política del siglo XIX. Desde sus inicios, y en el propio lenguaje político de la época, comenzó a distinguirse la existencia, entre los partidarios del liberalismo, de dos grandes corrientes que recibieron la denominación de doceañistas o «moderados» y veinteañistas o «exaltados».

Bajo el primer apelativo se englobaba a personalidades como el Conde de Toreno, Martínez de la Rosa, Canga Argüelles, Pérez de Castro, Muñoz Torrero, Bardají y, en general, a los hombres que compusieron las Cortes de Cádiz en el año 1812.

El nombre de veinteañistas se adjudicó a los revolucionarios, militares y civiles, que habían protagonizado y hecho posible el retorno del régimen constitucional, comenzando por el propio Riego, el coronel Quiroga, Evaristo San Miguel, Istúriz, Espoz y Mina, Romero Alpuente, Moreno Guerra, Calatrava, Flórez Estrada, Mendizábal, etc., objeto de numerosos honores y distinciones, pero ausentes, en realidad, de los órganos de poder constituidos tras el triunfo de la revolución.

En esta etapa se asiste a la eclosión del debate político y sus espacios de sociabilidad, que adquieren las primeras formas de organización gracias a las posibilidades abiertas por los principios y libertades constitucionales.

Las precauciones e inflexibilidad de la Constitución de 1812 respecto de las competencias y actividades del rey plantearon técnicamente dificultades en la relación entre dos de los poderes establecidos, el ejecutivo y el legislativo, sobre todo si se tiene en cuenta que los diputados de 1820 ampliaron sus tesis de un rey, cuando menos, sospechoso. A la luz de esto el Trienio fue concebido como un «trágala» en todas sus dimensiones.

Liberalismo exaltado: un proceso dialéctico. Un intento de definición.

Es muy sencillo. Es preciso pasar por encima de los falsos liberales que están hoy en el Poder. Es preciso pasar; pues bien: esta noche se pasará.

(Pérez Galdós, B. La Fontana de Oro)

Entre junio de 1820 y marzo de 1821, se dibujó la división de los liberales, sobre todo con relación al debate y enfrentamiento respecto a tres cuestiones, la disolución del ejército de la Isla, la disolución de las «Sociedades Patrióticas», la Ley de Imprenta.

El 21 de octubre se llevó a cabo la disolución de las Sociedades Patrióticas; estas eran focos que protagonizaban la versión más radical de la revolución, entendidas como el correlato civil y de agitación de la oficialidad radical. Este hecho marcó la actuación de los llamados liberales exaltados que eran representantes de los intereses del «proletariado», una especie de población flotante dependiente de la marejada política, compuesta por elementos diversos de la burguesía, intelectuales, labradores, pequeños empresarios... a los que lo único que los unía eran sus deseos de cambio.

Frente al liberalismo constitucional moderado de los doceañistas en el poder, que señalaban que «defendiendo al Gobierno se defiende la libertad», los exaltados oponían la «soberanía popular» y se lanzaban contra el programa de los liberales de Cádiz. Se generó un ambiente que provocó la necesidad de definición inmediata de todos los grupos y la división, más o menos clara, entre liberales exaltados y moderados.

A la hora de establecer las diferencias entre moderados y exaltados se ha insistido en cuestiones que no son muy claras. No parecen existir, por ejemplo, entre unos y otros, grandes diferencias de edad que nos permitan hablar de la existencia de dos generaciones de liberales distintas. Como tampoco se puede identificar sin más, a los moderados con los estratos altos de la burguesía, y a los exaltados como individuos procedentes y representativos de los intereses de las medianas y bajas clases burguesas.

Parece que hay algo más de verdad en lo que se podría denominar las diferencias «vitales» o culturales y de mentalidad social, en el sentido de que los doceañistas, hijos de la Ilustración, van a adoptar un talante e imprimir a sus comportamientos un carácter elitista, selecto, aristocratizante. Los veinteañistas, en cambio, definen ya las actitudes que cristalizarán en la época romántica, son más «exaltados», más propios a intentar captar el apoyo de las clases populares y en particular de las masas urbanas, a quienes dirigirán un sinfín de encendidas predicaciones y soflamas.

Los doceañistas, a pesar de su nombre y de ser los artífices de la Constitución gaditana, van a mostrarse, seis años después, favorables a introducir reformas en su articulado, e incluso algunos no van a descartar la posibilidad de elaborar un nuevo texto constitucional, menos «idealista» y más «práctico». Asimismo, para los moderados la monarquía va a ser conceptuada y defendida como una pieza insustituible en la nueva organización política, institucional y jurídica del régimen liberal.

Los veinteañistas, en cambio, van a convertir la Constitución de 1812 en uno de sus símbolos sagrados e intocables. «Constitución o muerte» será uno de los lemas que pondrán en circulación, al tiempo que, sin declararse mayoritariamente republicanos, van a contemplar la continuidad de la monarquía como algo accidental, una institución de la que se puede prescindir, pues lo importante es la soberanía de la nación, la soberanía popular.

Los moderados o doceañistas se arrogaban la herencia del espíritu de Cádiz y del desarrollo de la Constitución, pero evitando cualquier desviación radical o de la revolución espontánea. Dominaron la Cámara y los Gobiernos hasta las jornadas del 7 de julio de 1822. Las tensiones políticas con los exaltados durante 1821 y 1822 tenían un argumento central: los exaltados eran responsables de la agitación, excesos y desórdenes de los núcleos urbanos, protagonizados por las «Sociedades Patrióticas», en una actitud radical que fomentaba la oposición absolutista y la amenaza de revolución social.

Los moderados querían crear una segunda Cámara y menos limitación del poder real, de tal forma que el ejecutivo tuviera más capacidad de actuación y deseaban poner en práctica una estrategia de acercamiento a las elites del antiguo régimen.

La elite política exaltada, con personajes que ocupaban un amplio abanico, desde Evaristo San Miguel o Calatrava, hasta Romero Alpuente, quedaron en minoría en las Cortes y proyectaron su acción en las campañas de escritos y actuación contra el gobierno que culminaron con movimientos urbanos de desobediencia civil. Decían los exaltados de la moderación:

Moderación. Hembra y buena moza es, y por eso tiene tantos apasionados. Algunos creerán que nosotros no la conocemos y hablamos a bulto, pero se engañan. La conocemos perfectamente y además tratamos a toda su parentela, y sabemos todas sus conexiones. Ella es hija del despotismo, prima hermana del tribunal de la santa Chicharra, sobrina de la policía de los malparados Echavarri y Arjona; y es en fin amiga de los pobrecitos serviles, de los infelices pancistas y de los bienaventurados indiferentes, que clamando «moderación» de continuo, echan a correr cuando hay bullanga, y no paran hasta esconderse en las entrañas de la tierra, para quitarse de riesgos y de ruidos, y más que el cielo se hunda, ¡ya se ve! cómo ellos no tienen, ni siquiera tener que ver con los resultados de las fábricas de Plasencia, Alba, etc. ¿Qué han de hacer?

(El Zurriago, no. 2, p. 8)

Según los exaltados, los absolutistas, el rey y los ministros, conspiraban abierta o inadvertidamente mientras el pueblo padecía, incapaz ya de darse cuenta y de velar por sus libertades. Aquí entran ellos, los exaltados, con su función de «abrir los ojos» al pueblo y afirman que el perturbador es el gobierno, que ejerce violencia contra los más alertas, es decir, ellos.

A pesar de todo esto continua sujeto a discusión en qué medida la división de los liberales en 1820 responde a lo que algunos autores consideran como dos concepciones diferentes de la revolución y, especialmente, de los contenidos y los definitivos resultados transformadores que debería traer aparejados la implantación del liberalismo en España.

Liberales exaltados: crítica política y movilización social

Vea usted, señor don Salvador, qué poco aprenden los reyes. Como los chicos no entienden sino a palos. Yo digo que la Constitución con sangre entra.

(Pérez Galdós, B. El Grande Oriente)

Los exaltados creían que tenía que arraigarse la Constitución de Cádiz, que por el mero hecho de estar proclamada no estaba arraigada y que Fernando VII se amparaba en su prerrogativa para destruir el sistema. Critican el utilitarismo de los doceañistas, amigos y traductores de Bentham, defensores, como el británico, de reformas prudentes y enemigos de las conmociones:

Dejad de Bentham las doctrinas, pues el martillo enseña más:
todas allí son teorías, pero aquí es todo realidad.
Con el martillo se endereza al que se llega a ladear,
al que se aparta de la senda
y al que se quiere extraviar.

(Zavala, Iris M. Románticos y socialistas. Prensa española del XIX. Siglo XXI. Madrid)

Los exaltados eran los representantes de una España bullanguera, versos y canciones acompañadas de músicas militares. En las calles había un número extraordinario de curiosos, confundidas y mezcladas personas de todas clases y categorías, así como civiles y militares. Por las calles de Madrid circulaban grupos tocando himnos patrióticos y dando vivas a la Constitución. En las tertulias, intelectuales y ciudadanos arengaban a un público ávido de noticias y conocimiento. La libertad se sentía como una hermosa fiesta a la que atizaban fuego los exaltados.

Del liberalismo exaltado a las «Sociedades Patrióticas»

Vamos, Lázaro; esta noche se reúnen tus amigos en La Fontana. Hay gran sesión: no faltes. Yo no me opongo a que cada cual manifieste sus opiniones; tú tienes las tuyas: yo las respeto. sé que tienes talento y quiero que te conozcan. Ve a La Fontana esta noche.

(Pérez Galdós, B. La Fontana de Oro)

Paralelamente, y junto a los liberales exaltados se desarrollan las «Sociedades Patrióticas», que tendrán una importancia política capital en la vida del Trienio Liberal. Son asambleas que se reúnen en los cafés de forma similar a los «clubes» de la Revolución francesa. Parecen herederas de aquellas «Sociedades Económicas» del siglo XVIII, cuyo propósito fundamental había sido el fomento de la agricultura, planes de reforma administrativa, creación de leyes, juntas y desarrollo de la instrucción pública, en definitiva, programas de reforma y regeneración política y social.

Las «Sociedades Patrióticas» defendieron la soberanía popular, la libertad y la igualdad sobre todos los principios, dentro de un marco constitucional y semidemocrático. Para el exaltado Flórez Estrada las «Sociedades Patrióticas» son un medio para Ilustrarse además de:

Ser el modo más enérgico contra la opresión de las autoridades; de exponer individual o colectivamente al gobierno cuanto crea oportuno a sus intereses y mejor estar.

Las «Sociedades Patrióticas» estaban constituidas principalmente por propietarios, artesanos y escritores, pero paulatinamente se fueron abriendo al pueblo. Aunque se las ha considerado embrionarios partidos políticos, no fueron ni actuaron como cuerpos formales cerrados e institucionalizados en cuanto a integrantes, proyectos o instrumentos de acción.

Empezaron a formarse desde 1820. Las primeras fueron las de San Fernando y La Coruña. En Madrid, la «Sociedad Patriótica» «Amigos de la Libertad», creada en marzo, instaló su foro de debate en el café de Lorenzini, continuada más tarde con la denominación «Amigos de la Constitución» en el café de La Cruz de Malta, que hundía sus antecedentes en las reuniones del café Apolo de Cádiz durante la Guerra de la Independencia. También en marzo se creó en Madrid la «Sociedad Patriótica» de «San Sebastián de la Corte», y el 6 de junio se formó la sociedad «Amigos del Orden» en el café de La Fontana de Oro, mientras tanto la sociedad los «Amantes del Orden Constitucional» se instalaba en la calle Jardines. Durante el mes de marzo se creó la «Sociedad Patriótica» de Oviedo, en abril las de Zaragoza, Barcelona, Valencia y Cartagena, y en mayo la de San Sebastián, por citar las de los núcleos de mayor importancia.

Alcalá Galiano (francmasón) y Romero Alpuente (comunero) se harán célebres en ellas como nos lo recuerda la novela histórica de Pérez Galdós La Fontana de Oro. Estas sociedades, en sus comienzos se abren generosamente a todas las influencias —más exaltada la del café Lorenzini, más moderada la de La Fontana de Oro—, los propios ministros u otros personajes oficiales acuden a ellas y expresan sus ideas.

El grado de organización de las «Sociedades Patrióticas» difería desde reuniones informales, abiertas e irregulares, hasta las sociedades provistas de estatutos y reglamentos. En un principio, sus actividades se centraban fundamentalmente en la creación de un estado de opinión ligado al discurso liberal, la discusión de los asuntos públicos, la difusión y comentario de noticias, y su concurso como soporte más dinámico del régimen constitucional. Todo esto las convierte en privilegiadas correas de transmisión de la cultura política liberal. Ligadas a la prensa, creando sus propios órganos de expresión, tienden a protagonizar la defensa constitucional con múltiples actos simbólicos o a intentar imprimir su propio ritmo a la revolución con peticiones a las Cortes.

Los antes enunciados estatutos eran la expresión más clara de su institucionalización. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, empiezan a ser percibidas como una amenaza de radicalización. Van aumentando las acusaciones de su vinculación con actividades radicales y diferentes excesos, en un debate que se traslada a las propias Cortes. Mientras los más atemperados, como el ministro Argüelles, empiezan a entenderlas, tal y como estaban formuladas, como incompatibles con los cauces constitucionales de representación, para los exaltados como Romero Alpuente, eran la expresión más depurada del espíritu de la revolución.

Una ley de 21 de octubre de 1820, promulgada el 8 de noviembre, fijaba en un sentido restrictivo la existencia de sociedades, quedando suprimidos los estatutos y sometiéndose a un muy fuerte control. Como la libertad de opinión, de expresión y de prensa les permitía censurar los actos oficiales, el gobierno, considerándolas focos de exaltación política, las prohibió pura y simplemente, a raíz de un apasionado debate en las Cortes entre moderados y exaltados.

Fue un error capital ya que, desde entonces, el gobierno apareció como «el enemigo de las libertades», además, a partir de aquí proliferarían las llamadas «Sociedades Secretas», de donde surgirá la más conocida y radical, la «Comunería».

De las «Sociedades Patrióticas» a la Comunería

Adelante, siempre adelante —añadió Sarmiento con calor—. En virtud de este criterio, yo y todos los verdaderos patriotas hemos dado de lado a la masonería para fundar la grande y altísima y por mil títulos eminente y siempre española sociedad de «Los Comuneros».

(Pérez Galdós, B. El Grande Oriente)

La Comunería tomó el nombre inspirándose en los héroes del siglo XVI. La organización surgió en 1821, como movimiento del más exaltado carácter político que, aglutinando los sectores más radicales del liberalismo, quería protagonizar un impulso revolucionario, lo que equivalía, desde su perspectiva, a defender la Constitución apoyándose en el pueblo. Defendían algunos, incluso, la reforma de la Constitución ya que no la consideraban suficientemente liberal todavía.

Tenía todos los perfiles del movimiento europeo de las «Sociedades Secretas» de los años veinte contra el absolutismo. Precisamente por estos motivos se enfrentó de inmediato con el «Gran Oriente», que era una logia francmasónica de carácter más moderado, que se situaba a expensas del poder y del que, por medio de la cooptación, aportaba miembros a instituciones y poderes establecidos.

Asimismo, los comuneros procedían de logias masónicas, de las que se desvincularon y en las que habían actuado de soporte en actuaciones del liberalismo clandestino. La estructura masónica adecuada por su secretismo y forma de organización para la clandestinidad y la conspiración ha llevado a exagerar la participación de la masonería en sí misma en la revolución liberal, identificando masonería-liberalismo.

Los liberales no eran masones por definición, pero sí algunos individualmente estaban ligados a las logias. En el transcurso del Trienio, sobre todo desde julio de 1822, la postura exaltada que, como la moderada, no era estática ni homogénea, presentó divergencias entre sus líderes que acabaron cuajando en las disensiones gubernamentales de 1823, entre dos líneas que se identificaron como una lucha entre masones y comuneros, cuando en último término se debatía la crisis política de los exaltados en el poder en medio de la contrarrevolución interior y exterior.

No cabe duda de que la división, cada vez más acentuada, entre moderados y exaltados facilitó, aún más, el fraccionamiento de la francmasonería y el nacimiento subsiguiente de la Comunería, como lo muestra Quintana en la séptima de las Cartas a Lord Holland, y como lo repetirá a continuación el novelista Pérez Galdós en su Gran Oriente.

Los comuneros son, en su mayoría, artesanos, pequeños comerciantes, militares sin graduación o de los escalones inferiores, periodistas… es decir, representantes del mundo del trabajo, cuya característica hasta entonces era la de no tener acceso al mundo político por la injusticia de la ley electoral y por la, todavía arcaica, estructura de la opinión pública.

Existen también entre ellos, como en todos los grupos del período, elementos turbios, provocadores y sospechosos.

Para marcar la diferencia entre masones y comuneros se puede decir que los primeros eran la versión menos radical y se habían situado en el gobierno. Eran los herederos de las «Sociedades Secretas», forjados en el tronco común exaltado que estimuló las «Sociedades Patrióticas», la milicia, y la colaboración popular urbana. Más tarde representarían el anticipo de los progresistas de la década siguiente.

Los comuneros, la fracción más radical de los exaltados, participaban del mismo acervo, pero eran depositarios de una conciencia, más que de un programa articulado y coherente, democrático y republicano. La prensa comunera, la sociedad landaburiana, la milicia ampliada a la menestralía, protagonizaron su versión más radical. Adoptan como canción de lucha «El himno de Riego», en contraposición al «Trágala» de los exaltados.

Los masones se esfuerzan por denunciar las debilidades e iniquidades del sistema liberal moderado, trepando e intentando minar el sistema. Mientras que los comuneros intentan, por todos los medios, arruinar el crédito de los ministerios, fomentar revueltas y suscitar algaradas, en resumen, crear un estado de agitación y subversión.

La Comunería fue un paso decisivo hacía el partido político que incorporará las clases menos beneficiadas en años posteriores; puede ser considerado, dentro de la acepción actual, como un «partido de izquierdas». Tienen aspiraciones sociales y democráticas menos definidas que los demás grupos. Los comuneros luchaban por la libertad política, libertad de pensamiento, libertad de imprenta, libertad de reunión y libertades fundamentales imperativas para mejorar la situación social.

Para terminar, como ejemplo de esa demanda de la soberanía popular, y como colofón, vaya un fragmento de El Zurriago:

O el Rey adopta sinceramente la reconciliación con que le brinda esta nación magnánima, por un efecto de generosidad de que no hay ejemplo; o cúmplase la ley fundamental del estado que en su artículo 87 excluye al Rey del mando supremo en casos tales como el presente... Pues la nación soberana que eleva a los reyes al más alto grado de poder para que cuiden de su conservación y de su felicidad, puede y debe destruir el poder y la autoridad de Fernando VII...

¡Oh Rey! Fija la atención por un momento en tu crítica situación. La senda de la gloria, de la paz y de la tranquilidad, te están abiertas, y los hombres liberales te convidan, quizá por última vez, a que marches por ella. Acepta sus ofertas. y entrégate en sus brazos con toda confianza. ¡Ojalá no tenga la nación que usar de sus imprescriptibles derechos!

(El Zurriago. 7 de julio de 1822)