Soy consciente de que la opinión de la que voy a dejar constancia en esta exposición generará sorpresa, polémica y hasta molestará, probablemente a partes iguales. Por eso, antes de empezar, creo muy conveniente dejar claros algunos puntos para que quien lea este extracto lo haga tomando primero un marco global de la idea que se pretende transmitir, sin escandalizarse antes de acabar de leerlo. Porque puede parecer lo que no es. Dicho lo cual, comencemos.

Vamos a hablar de dopaje, un tema tan escabroso como de actualidad en estos días debido al último gran escándalo en el deporte protagonizado por la tenista María Sharapova, que a principios de marzo reconoció haber dado positivo por consumo de Meldonium, una sustancia prohibida, durante el último Abierto de Australia. El dopaje es un problema recurrente y que va a más con el paso de los años. Es algo que está ahí, que la sociedad conoce, pero de lo que muy pocos saben realmente. Y hablamos de “saber” en el sentido de poder ofrecer una opinión clara y convincente acerca de un caso de dopaje de un deportista famoso cuando este toma protagonismo en los medios. Yo, sin ir más lejos, me dedico profesionalmente al periodismo deportivo y me confieso bastante verde en este tema. Hablo y opino en base a lo que veo, leo y escucho en los medios, quizá de una forma un poco más analítica pero con igualdad de fuentes que las de una persona de la calle. Pero precisamente por eso quiero analizar el problema desde el punto de vista más natural posible, sin intentar hacerme el experto. Una cosa es lo que los especialistas puedan debatir en un plató de televisión o en una emisora de radio, con informes, datos médicos y normativas sobre la mesa, y otra muy distinta es la percepción que la sociedad recibe al primer segundo después de conocer que una gran estrella del deporte se ha estado dopando para ganar, o simplemente ha dado positivo sin querer hacerlo. El impacto que estas noticias producen en los aficionados sobre sus ídolos es absolutamente devastador, de una fortaleza emocional enorme. Y nadie se para a pensar nunca en que parte de nuestro deber como analistas de lo que sucede es interpretar qué grado de dramatismo y, lo que es más importante, de ‘nivel de comprensión’ de las noticias debemos transmitir a la gente para que esta entienda el verdadero nivel de gravedad de las mismas. Insisto, nivel de gravedad. Sin exageraciones o coberturas propias de un atentado terrorista más que de un incidente deportivo.

Porque parece que hace mucho tiempo que la sociedad olvidó que el dopaje del que hablamos en este artículo tiene lugar en el deporte. Vamos a volver a aclararlo: deporte. Nada más. Una actividad absolutamente banal y, si me apuran, recomendable para la salud en el plano de la práctica en la sociedad y con tintes, eso sí, pedagógicos en su base, y solo ejercida de forma profesional por un reducido número de personas en el mundo si contamos con la población total del planeta. Y aun en su vertiente de élite se trata también de una práctica que apenas produce valor si analizamos solo su parte física, la más unida al ejercicio físico, sea del tipo que sea. Es una práctica de ocio, un hobby, tanto para el que lo hace como para el espectador que se sienta a verlo en casa. No se me ocurren muchos más adjetivos. Sin embargo –y aquí viene el gran problema del asunto- todos nosotros, ciudadanos de a pie, aficionados, fanáticos (qué mala palabra), periodistas, empresarios o políticos, hemos transformado el deporte en un negocio o en un espectáculo (o en ambas cosas), alejándolo de sus valores y sus objetivos primitivos. Con un pecado añadido, que es que hemos seguido llamándolo deporte cuando ya no lo es. Cuando ya no se trata de verlo o practicarlo por diversión sino para ganar un título que, además, nos da dinero, notoriedad, hasta favores políticos y contratos publicitarios, está claro que ya no hablamos de lo mismo.

Por eso conviene recordar, sobre todo cuando asistimos a procesos noticiosos como el que recientemente estamos viviendo con Sharapova o, por ejemplo, vivimos en su día con Alberto Contador, que lo que les pedimos a estos seres humanos no es que jueguen bien, que compitan deportivamente o que enseñen valores a los niños cada vez que saltan a la pista o salen por televisión. Sí, eso se menciona, pero únicamente cuando precisamente han cometido alguna equivocación o acto censurable. Solo entonces acudimos a sus “obligaciones para con la sociedad”. Lo que verdaderamente esperamos cada vez que llega una nueva edición de Tour de Francia, unos Juegos Olímpicos o un certamen de atletismo es que se batan todos los récords. Qué haya espectáculo. Espectáculo es la palabra mágica, la que pone al deportista (y sobre todo, a su entorno, responsable más directo en la mayoría de las ocasiones) en el abismo moral de cometer la fechoría. Sin espectáculo no hay interés y sin interés no hay audiencia. Y sin audiencia el dinero desaparece. Sin dinero no hay deportistas de élite. Pero ojo, la sociedad los reclama. Y les venera… ¡Ah! Solo si ganan, claro.

Así que en cada edición de los Juegos Olímpicos hay que batir récords, aunque sea casi imposible. Una vez me dijeron que el objetivo del deporte era “explorar los límites físicos del ser humano”. Creo que tal y como está montado este mundo desde hace años, ese eslogan solo ha quedado en un genial cartel de luces de neón que vende muy bien el negocio que se genera tras él.

Hacía falta hacer esta distinción para entender bien por qué se engaña al espectador cuando se produce un proceso paulatino de descubrimiento, acusación, condena y posterior defenestración de un deportista famoso al que han ‘pillado’ o que ha reconocido doparse. Si echamos la vista atrás, los escándalos por dopaje han ido incrementándose en los últimos años de forma paulatina, coincidiendo con la progresiva mejora de los sistemas de control y detección de sustancias prohibidas antes indetectables con los medios que había disponibles. Hablando desde España, concretamente, los casos de Johann Mühlegg (esquiador alemán nacionalizado español), Alberto Contador, Marta Domíguez, o Lance Armstrong y ahora Maria Sharapova son algunos de los más famosos. Cada caso tiene sus peculiaridades, por supuesto, que empiezan en el punto de la intencionalidad de cada deportista. Y sin entrar en el difícil terreno de la opinión, de la fe en las palabras de los acusados o de la especulación, podemos constatar desde casos en los que el ejercicio del dopaje era completamente intencionado y medido (Armstrong) hasta el más reciente, el de la tenista rusa, que ha reconocido que cometió el error de no revisar la lista de sustancias prohibidas actualizada en enero de 2016 después de consumir el medicamento ahora prohibido y no antes durante muchos años. Un fallo humano reconocido ante los medios que, sin embargo, ha servido para que a Sharapova se le ‘atice’ sin compasión desde ciertos sectores de la prensa y para que pierda inmediatamente el favor de casi todos sus patrocinadores y cientos de aficionados.

Es bueno, y positivo para una sociedad a la que se le debe educar en valores deportivos como la igualdad o el esfuerzo, que cada vez existan métodos de control y de prevención del dopaje más modernos y efectivos, capaces de detectar casi cualquier sustancia prohibida. Pero es muy distinto el uso y, sobre todo, la interpretación social, tremendamente injusta, sesgada y demagógica, que estos métodos han proporcionado de unos años a esta parte. Lo normal cuando se descubren nuevas formas de detectar una sustancia prohibida que mejora el rendimiento de un deportista es volver a analizar sangre almacenada durante años en bancos de todo el mundo de decenas de deportistas que compitieron y ganaron títulos, a veces, a cinco o diez años vista. Si se descubre que la tomaban entonces, se les desposee de sus logros y pasan de ser héroes a prácticamente ‘despojos’ de la sociedad. Normalmente da bastante igual si esos deportistas conocían entonces los beneficios de esa sustancia, si la tomaban o no conscientemente o simplemente por prescripción médica, o si la investigación pertinente no descubre si sus compañeros de competición también la tomaban o no. Eso da lo mismo. El objetivo es escoger una cabeza de turco, cuanto más famosa mejor, descubrir el ‘pastel’, llamarle ‘judas’ y a ser posible sacar todos los trapos sucios de su vida privada durante meses para vender periódicos.

Luego están, claro, las distintas formas de dopaje. Es evidente que quien recurre a ello de forma intencionada y tomando determinadas sustancias es totalmente culpable. Pero, ¿qué hay de quienes como Sharapova tomaban un medicamento por prescripción de su equipo médico de cara a prevenir problemas de salud? ¿Es exactamente el mismo su grado de culpabilidad, si es que acaso es justo utilizar la palabra “culpa” para definir su caso? ¿Qué es más importante, prevenir la salud o ser meticulosamente fiel a unos parámetros de consumo de según qué sustancias? Y, por supuesto, no mencionemos la enorme exageración mediática con la que consumimos cada caso de dopaje. ¿De verdad esos famosos picogramos localizados en la sangre de Alberto Contador, cantidad calificada como “muy pequeña” por la propia Unión Ciclista Internacional (UCI), fueron capaces de hacer tanta diferencia como para que ganase todos esos grandes títulos que le fueron desposeídos? Si la mayoría de la carne que consumimos la gente de a pie está menos controlada todavía que la que suelen comer estos deportistas, ¿tan perfecto tiene que ser todo en su mundo como para que si algo falla pasen de ser héroes a estafadores?

Un viejo ‘cuento de la lechera’ que salió a la luz desde diversos sectores de la prensa deportiva hace ya casi 20 años sostenía que Miguel Induráin, una de las leyendas del deporte español, se retiró del ciclismo porque “se veía venir” lo que se avecinaba con los sistemas antidopaje. Como muchas otras grandes estrellas de su época se dice que él también recurría a sustancias para mejorar su rendimiento pero, a diferencia de otros, nunca le pillaron. Supo apartarse a tiempo. Y aunque esto, de ser cierto, se demostrase algún día, pocos podrán negar que las tardes de auténtico espectáculo (sí, espectáculo) que Induráin nos dio a todos fueron reales, fuesen como fuesen. Y dudo que por mucha ayuda extra que estos superhombres puedan necesitar, cualquiera pudiera hacer lo que ellos consiguen. Con o sin ayudas. Y si la ‘comidilla’ ahora es que en el ciclismo de entonces casi todos iban dopados, entonces, paradójicamente, seguirían compitiendo en igualdad de condiciones, ¿no? Si lo necesitaban de forma tan insistente y siguen necesitándolo para mantenerse en primera línea, quizá sería mejor estudiar sustancias que no supongan riesgo para la salud y proceder a su regularización para garantizar el innegociable espectáculo, no vaya a ser que en los próximos 20 años no haya nuevas leyendas a las que venerar.

Pero sin embargo, si por casualidad se demostrase que Induráin se dopó, la campaña mediática y social contra él sería de tal magnitud que pasaría de ser lo que es hoy en día (y ojalá sea para siempre) a engrosar ese selecto club de personajes oscuros de la sociedad española acosados por el escarnio público, con la diferencia de que la mayoría de ellos no son deportistas que engañaron realizando una actividad que no hizo daño a nadie, sino que ocupan u ocuparon cargos mucho más importantes como los de políticos, banqueros o empresarios que robaron, estafaron y empobrecieron a las personas. A esa comparación llegamos. Y olvidaríamos, al menos muchos, no me cuento entre ellos, que pese a todo, Induráin nos hizo vibrar. Por fortuna solo es un ejemplo de lo que sucedería porque nunca ha sucedido. Aunque tranquilos. Tras Sharapova, ya encontrarán a otra figura a la que despellejar para continuar con la otra cara que termina exprimiendo el espectáculo.