Este mes de noviembre, una de las noticias más relevantes a nivel internacional ha sido la decisión del Gobierno de Estados Unidos de reducir su contribución monetaria anual a las llamadas operaciones de mantenimiento de paz (peacekeeping operations) que se coordinan desde Naciones Unidas.

El movimiento ha sido una constatación de algo que la Administración norteamericana ya avisó el pasado marzo, cuando cuestionó la eficacia de estas operaciones. En esta ocasión, el vicesecretario de Defensa, Patrick Shanaha, ha anunciado un descenso del 3% de la aportación de Estados Unidos al fondo para estas misiones, que se cifró en 8.000 millones de euros, de los que el 25% seguirán proviniendo de las arcas norteamericanas.

Sin embargo, a pesar de que pueda parecer un nuevo movimiento aislacionista y que cuestione el orden internacional por parte de la Administración Trump, la realidad es que las operaciones de mantenimiento de la paz llevan un tiempo cuestionadas. Probablemente, este rechazo por parte de Estados Unidos se debe simplemente a una continuación de su eslogan America First. No obstante, sin quererlo, Trump podría estar propiciando que se vuelva a poner sobre la mesa la necesidad de reformarlas para que realmente sean más útiles.

Origen, desarrollo y críticas

La aparición de este tipo acción humanitaria transnacional por primera vez se remonta a antes de la Primera Guerra Mundial y, por ende, del propio establecimiento de las Naciones Unidas. No obstante, cobraron impulso después de la Segunda Guerra Mundial, donde estas fuerzas ad hoc fueron desplegadas para calmar situaciones conflictivas, para la observación de elecciones, la supervisión de transferencias territoriales o la observación de treguas.

Sin embargo, la primera vez que estas fuerzas, los llamados «cascos azules», fueron usadas, fue en 1956, después de que la ONU supervisara la retirada de británicos, franceses y tropas israelíes de Egipto tras la Guerra del Sinaí, dando así lugar a la institucionalización del mantenimiento de la paz como una extensión de la diplomacia de Naciones Unidas.

El término tradicional de mantenimiento de la paz tenía una definición generalmente aceptada: una fuerza multinacional, a veces con un elemento civil, con mandato para administrar, monitorizar o patrullar en las zonas de conflicto de manera neutral e imparcial, por lo general con el consentimiento de las partes en conflicto, y, casi siempre, en virtud de las disposiciones del Capítulo VI de la Carta de las Naciones Unidas.

Una de las principales críticas acerca de este enfoque es que los gobiernos occidentales han utilizado las situaciones de emergencia humanitaria como un pretexto para la intervención internacional. Además, han utilizado las operaciones de mantenimiento de la paz con el objetivo de promover los valores morales que refuerzan la superioridad de la ideología liberal (humanismo, justicia, voluntad de la comunidad internacional, etc.), mientras que se olvidan de las injusticias estructurales que fomentan la inestabilidad en el sistema y que ellos mismos promueven.

La solución cosmopolita

Por lo tanto, para superar esta visión centralizada de las misiones de mantenimiento de la paz, se pueden encontrar diferentes ideas que giran en torno a los conceptos de la teoría crítica y el cosmopolitismo. Como ejemplo de esto, tenemos la ortodoxia Nueva York, que afirma que estas misiones no deben depender de tropas provenientes de Estados, ya que esto refuerza un control de la situación por parte de los propios Estados, a pesar de la pretensión de ser neutrales o imparciales. Por contra, esta ortodoxia propone una institución independiente y fuerte, que cuente con una fuerza militar permanente de voluntarios reclutados directamente entre individuos predispuestos y defensores de valores cosmopolitas en lugar de valores patrióticos.

Algunos autores incluso se han aventurado a diseñar los roles que supondría este sistema, entre los que se incluirían la alerta temprana con la técnica de reconocimiento, el despliegue rápido de la acción preventiva, la protección de los civiles en peligro, y la pronta puesta en marcha de diversas operaciones de paz, incluida la policía, la consolidación de la paz y la asistencia humanitaria.

En cuanto a los desafíos que este sistema debería enfrentar son la profundización de la representación en el Consejo de Seguridad y otras reformas del sistema de las Naciones Unidas, a través de una mayor rendición de cuentas, y la democratización del mantenimiento de la paz para que tenga principios, mecanismos y prácticas que promuevan la participación local y empoderen a las personas civiles en comunidades afectadas por el conflicto.

Sin embargo, tan elegante como parece, en mi opinión, es mucho más deseable que realmente alcanzable: como el caso de la UE muestra, en última instancia, los Estados son los que poseen la mayor capacidad militar, y creer que se puede formar algún tipo de mercenarios en defensa del cosmopolitismo y a favor del bien general, y en una cantidad que permita cubrir las necesidades de mantenimiento de la paz en la actualidad y en un futuro cercano, suena, cuanto menos, muy utópico.

Por otra parte, otra de las recurrentes críticas de las misiones de paz es acerca de su procedimiento, debido al hecho de que normalmente los países en desarrollo son los que dan las tropas que más tarde serán desplegadas, mientras que los países desarrollados son los principales contribuyentes financieros y los que crean el marco de la acción sin ayudar en el despliegue de soldados armados en el terreno.

Este problema tiene, a su vez, influencia sobre otro debate, acerca de la robustez de las acciones de las fuerzas de paz, ya que este concepto implica que una fuerza de paz está autorizada para protegerse a sí misma, para proporcionar libertad de acción, y para evitar situaciones donde la aplicación del mandato sufre un secuestro por el lado de otras partes que tratan de aprovecharse de la situación de conflicto.

Este concepto de robustez, a pesar de hacer su aparición en el conocido Informe Brahimi, nunca ha contado con una definición específica por parte de la ONU, lo que ha llevado a muchos países del sur a sugerir que el concepto implica un grado de injerencia en los asuntos internos de los estados y, por lo tanto, sería incompatible con los principios clave de las operaciones de paz: la imparcialidad, el consentimiento del estado anfitrión, y el no recurrir a la fuerza.

Algunos sostienen, por ello, que tal vez la palabra más adecuada que se debe utilizar es la de «eficacia». Sin embargo, lo más interesante de este debate es el que hemos señalado antes: a pesar de que los países desarrollados pueden dar apoyo político a una misión de la ONU a través de medios no militares, su sistemática ausencia de las fuerzas militares mina y debilita el mensaje de compromiso universal que dicha tarea debe transmitir, y puede ser interpretada como una falta de compromiso estratégico para el éxito de la misión.

Por lo tanto, el mantenimiento de la paz sólo puede funcionar si está incluido en una política estratégica más amplia y que supere el aspecto estatal para dirigirse, en todo los posible, hacia una visión humanitaria y cosmopolita.