Una vez más tenemos el terror. Esta vez, el blanco fueron los hispanos en Texas. Este, como lo qué pasó en París o en San Bernardino, no deja de provocarnos el terror de la muerte.

Cada uno de nosotros ha pensado qué terrible sería estar en un concierto, en la fiesta de Navidad o en una universidad y que de un momento a otro, empiecen a matarnos. Nuestra imaginación vuela porque los medios no brindan ni fotos ni los reportes de los sobrevivientes para no «herir» nuestra sensibilidad. Entonces, solo sabemos que todo fue una «carnicería» en que unos fueron, como ovejas en el matadero, ejecutados y muriendo solos y aterrorizados.

La literatura sobre los estudios de la muerte, igual que los medios de información, ha puesto énfasis solo en el miedo.

Pero esta no es toda la historia de los atentados. Existe algo más importante que pasa inadvertido y que evidencia que la muerte de los inocentes y los desvalidos no es solo terror.

En los campos de concentración alemanes, como en la discoteca de París o en la fiesta de Navidad de San Bernardino, o en el aula de Columbine, todos estaban condenados. La muerte los miró de frente.

Tanto en los atentados del 9/11 en que cientos tuvieron el gesto de llamar de los aviones guiados hacia las torres, sabiendo que morirían, para despedirse de sus seres queridos y manifestar su amor, como en la masacre de San Bernardino, en que el judío mesiánico, herido de muerte, tuvo el coraje de decirle a una compañera que se escondiera en el escritorio, y así salvarle la vida, o en la discoteca de París en que unos protegieron a otros de las balas con sus cuerpos moribundos, o en los abrazos de consuelo antes de morir que se dieron los estudiantes universitarios en Columbine, los seres humanos comunes y corrientes morimos pensando en los demás.

El otro día, en Texas, pasó lo mismo. Jordan y Andre Anchondo se encontraban en la tienda Walmart en El Paso, EE.UU., cerca de la frontera con México, cuando un joven blanco ingresó armado con un rifle de asalto y empezó a disparar contra la gente. Ambos fallecieron intentando proteger a su bebé de dos meses. Gracias al escudo que formaron alrededor del niño, este sobrevivió al tiroteo masivo que dejó un saldo de al menos 20 muertos con heridas menores (fractura en dos dedos), provocadas probablemente por el peso del cuerpo de su madre al caer sobre él. La noticia del fallecimiento de Jordan se supo el mismo sábado, mientras que la muerte de Andre se confirmó el domingo. Elizabeth Terry, tía de la joven, le dijo a CNN que cuando sacaron al bebé -Paul- de debajo de su cuerpo, el niño estaba manchado con la sangre de su madre.

Esto es lo que nos hace a los seres humanos, y no así a las ovejas, trascender la muerte y lo que nos hace morir sin miedo y acompañados: el amor de los demás. Cuando alguien te da la mano y te ayuda, el terror tiene que disminuir y uno no muere solo. Solo los humanos somos capaces de pensar en otros aun cuando estamos muriendo.

Pero para el terrorista no habrá compañía en la muerte.

Morirá como cualquier animal.