Tomemos conciencia del mundo en el que nos ha tocado vivir. El derretimiento de los polos, las sequías, aumento de la temperatura, incendios y tantos otros ejemplos chocan con la ceguera de políticos anquilosados que no quieren ver o son partícipes necesarios del genocidio. El problema hoy es que se agota el tiempo. La pandemia llegó a profundizar la crisis de carácter político, económico y de dominio hegemónico.

El informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático ha sido contundente: el cambio climático ya es irreversible, hay que gestionar las consecuencias sociales del mismo. La hegemonía neoliberal impregna casi todas las esferas de la vida y la del ecologismo no iba a ser menos. Nos llenan de discursos que apelan a la responsabilidad individual y a la culpabilización de la gente, se intenta construir un discurso del ecologismo sobre un moralismo que expulsa toda alternativa política viable, y siguiendo la lógica del libre mercado, intentan que se libren los ricos y poderosos.

Se habla de la muerte del capitalismo. El único problema es que nosotros vivimos dentro de ese cadáver. Se habla del retorno a la normalidad, como si fuera una receta bíblica. ¿Será la normalidad del saqueo y la depredación capitalista? El eslovaco Slavoj Zizek vislumbra una sociedad alternativa de cooperación y solidaridad, basada en la confianza en las personas y en la ciencia; el coreano-alemán Byug Chul Han presagia un mayor aislamiento e individualización de la sociedad, terreno fértil para que el capitalismo regrese con más fuerza.

Para el filósofo italiano Franco Berardi, el próximo año asistiremos al colapso final del orden económico global, que podría abrir la puerta a un infierno político y militar esencialmente caótico. El caos es el verdadero dominador de la época pandémica y, lamentablemente, no hay una alternativa política visible en el futuro próximo. Hay revueltas, sí. Y éstas seguirán, pero no se puede imaginar una estrategia política unificadora.

Algunos insisten que en este caos pueden proliferar las comunidades autónomas, de autoproducción de lo necesario, de autodefensa armada contra el poder, con experimentaciones igualitarias de supervivencia. Claro que hoy se manifiesta un tentativo de las fuerzas empresariales, mafiosas, neoliberales de apoderarse lo más posible de la riqueza social, los recursos físicos y monetarios. Pero eso no significa estabilizar nada en el largo plazo.

Aunque a los expertos charlatanes lo nieguen, el crecimiento no volverá mañana, y quizá nunca, porque la ecósfera terrestre no lo permite. La demanda no subirá, no solo porque el salario va disminuyendo, sino también porque la crisis producida por el virus no es solo económica, sino esencialmente psíquica, mental: es la crisis en las esperanzas de futuro. Y el aumento de enfermedades y trastornos mentales (depresión, pánico, angustia, estrés).

De un lado ha habido una reducción de los consumos de energía fósil, un bloqueo de la contaminación industrial y urbana. Del otro, la situación económica obliga a la sociedad a ocuparse de los problemas inmediatos y posponer las soluciones de largo plazo. Y no hay largo plazo a nivel de la crisis ambiental, porque los efectos del calentamiento global ya se despliegan. Pero al mismo tiempo podemos imaginar la creación de redes comunitarias autónomas que no dependan del principio de negocio y la acumulación.

La economía en nuestros países se va a paralizar, el mundo entrará en recesión. El virus circula en el movimiento del capital y detener el virus significa detener el capital. Y se necesita decisión política para hacerlo. Difícilmente lo pueda hacer un país aisladamente. Ahora se puede entender mejor los esfuerzos de Washington por sepultar los organismos de integración de la región, como Mercosur, Unasur, Celac.

Parece haber llegado la hora de la resistencia a los dos virus: la Covid-19 y el neoliberalismo. La lucha es, al menos, contra dos pandemias. La simplificación, la agitación y la polarización antipolítica, solo logran acentuar el malestar y la inseguridad; favoreciendo el miedo y la manipulación, en vez de aportar confianza, credibilidad y liderazgo político. La globalización ha tenido éxito en lo que respecta a la angustia y el pánico.

El desmantelamiento de los sistemas de seguridad social, la anulación y las consecuentes reformas de la legislación laboral, las privatizaciones, la pérdida permanente de derechos sociales que se consideraba derechos adquiridos, retrocesos salarial, avance de la desocupación, deslocalizaciones de empresas, evidencian que no basta construir un bloque continental.

Nos encontramos en un momento en el que la clase capitalista transnacional, necesita reestructurar la economía. Las grandes empresas tecnológicas son hoy las que están experimentando enormes aumentos de ingresos durante el encierro de un tercio de la humanidad. En EE.UU., la elite más rica aumentó sus recursos en 240 mil millones de dólares. Y las grandes corporaciones del sector de salud, del sector tecnológico, van a estar experimentando un boom en sus ganancias; por lo tanto, estamos frente a una mayor concentración y centralización del capital a escala global.

Vivimos una pandemia sobre todo cultural, mediados por la virtualidad, tanto en la educación, la recreación, el trabajo y hasta en la sexualidad. Claro, sin tener en cuenta la enorme brecha digital en nuestras sociedades. Y una de las pocas seguridades que tenemos, es que viviremos en un mundo que será más digital. Pero ¿quién va a controlar los nuevos sistemas de información y los sistemas de seguimiento que permiten conocer prácticamente todos los desplazamientos de una persona? ¿Quién va a controlar la digitalización masiva de la vida, las grandes empresas tecnológicas o estados autoritarios?

El coronavirus parece ser la fecha que en el futuro se usará como símbolo del cambio histórico, económico y político hacia la digitalización de la economía, la financiarización, la moneda virtual, hacia la materialización de nuevas relaciones sociales. ¿Pasaremos del fetichismo de la mercancía al fetichismo de la virtualidad?

Eso plantea nuevas cuestiones sobre la organización de la vida social y de los equilibrios de poder a escala internacional. La lucha por el reparto del mundo post Covid-19, ya empezó. Los grupos dominantes van a utilizar el desempleo de masas para intensificar la superexplotación de la clase obrera global, hoy muy informalizada y precarizada, e imponer mayor disciplina a los trabajadores, junto a una masa que ha sido expulsada de los circuitos de producción. ¿Sobrevivirán las pequeñas y medianas empresas? ¿Volveremos al trueque? Cuando creímos que teníamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas.

Y entonces, ¿cuál será el sujeto social de la postpandemia? No será el proletariado, sino las clases subalternas, todos los excluidos del sistema capitalistas, aquellos que no forman parte del uno por ciento más rico del planeta. Para algunos analistas, la vanguardia será la mujer por ser quien presenta las condiciones objetivas y subjetivas de la expropiación capitalista y múltiples explotaciones (raciales, sexuales, salariales).

El feminismo ha mostrado su capacidad de construir contrahegemonía, universalizar consignas, construir programas y visibilizar el estado opresor contra las clases subalternas. El feminismo ha mostrado su capacidad de construir contrahegemonía, universalizar consignas, construir programas y visibilizar el estado opresor contra las clases subalternas. Es un movimiento que el capital pretende cooptar.

Mientras se está produciendo un cambio de paradigma a nivel global con la irrupción de la mujer en todas las actividades humanas, lo que antes hubiese sido impensable. Las nuevas generaciones, armadas de una tecnología y visión global, tienen ya la responsabilidad de enmendar los gruesos errores cometidos por las generaciones precedentes, con el deber de actuar con decisión para evitar catástrofes mayores, reformulando nuestra forma de vida.

Los recursos naturales se agotan, pero nuestros gobiernos siguen especulando con la explotación de los mismos en lugar de buscar soluciones en la digitalización de la ruralidad, por ejemplo, para garantizar la alimentación. El sector de campesinos, mucho de ellos indígenas, producen el 60% de los alimentos que comen los habitantes de las ciudades en América Latina y El Caribe. La riqueza se concentra cada vez en menos manos, y los seres humanos nos aislamos para sobrevivir.

Hay que repensar todo porque ya nada será igual. Quizá todo el conocimiento adquirido sirva para saber que no va a servir para las próximas décadas cuando, por ejemplo, haya que hacer frente al mantenimiento de la red eléctrica, una infraestructura de una gran complejidad física y operacional, la primera en fallar debido a la escasez de combustibles fósiles. Los actuales niveles de la electrónica de consumo son completamente insostenibles y en el curso del descenso energético se va a producir una simplificación enorme de la informática. Se deberá establecer una verdadera informática de guerra ante el descenso energético.

Todo se manejará sobre plataformas, no habrá más relaciones cara a cara, y eso traerá nuevas percepciones, nuevas sensibilidades, incluso nuevos valores y sentimientos. Pero, sobre todo, nuevas formas de un capitalismo esclavizante, quizá como lo fuera el pasaje del feudalismo al capitalismo. Las plataformas serán los amos, y los «esclavos libres», trabajadores que pondrán sus tiempos en las plataformas que recibirán a cambio puntos (o cualquier mediación) para canjear por lo que requiere solo para vivir, ya que no será necesario la reproducción de la fuerza de trabajo. Pero vale la pena recordar que solo el trabajo es lo que genera valor.

Para bien o para mal, se deberá reconstruir el mundo, pero para eso ya no sirven las viejas fórmulas ni los dogmas. Nos enfrentaremos a lo desconocido, después que miles y miles de personas han muerto por la pandemia o por la falta de acceso a los servicios sanitarios. Por ahora, la polarización política se da entre una izquierda surgente y/o insurgente y fuerzas ultraderechistas, que siguen ganando adeptos en el mundo. La derecha, el capitalismo, utilizará el desempleo y el empobrecimiento masivo para imponer mayor disciplina y austeridad, para morigerar los efectos del hundimiento de la economía global, en su camino para consolidar un estado policial de vigilancia global.

Mientras, el Fondo Monetario Internacional garantiza que nuestros pueblos no salgan de la miseria. Acaba de realizar préstamos a once países de la región por 343 mil millones de dólares, pero obviamente condicionándolos a los ajustes estructurales, colaborando con el diseño del nuevo capitalismo postpandémico.

Y los gobiernos de nuestros países siguen anteponiendo el pago de las deudas odiosas a las necesidades de los pueblos. En la actualidad, alrededor de 190 millones de latinoamericanos viven en situación de pobreza y 65 millones en situación de pobreza extrema; hay más de cinco millones de niños con desnutrición crónica, y la mayor parte viven en zonas rurales.

Pandemia ¿y después?

Toda la prensa hegemónica especula con la vacuna para el Covid-19, la píldora (o poción) milagrosa que ipso facto terminará con la pandemia. Pocos se han puesto a pensar en la postpandemia, en cómo será América Latina y el Caribe, cuando el pronóstico optimista es de un desempleo de 50 millones de personas para el fin de año y la pobreza que alcanzará a 230 millones, el 37 por ciento de la población regional.

La situación económica será similar a la de hace una década: La Comisión Económica para América latina y el Caribe (Cepal), habla de una década perdida. Pero, para ser sinceros, hay otras pandemias que venimos arrastrando desde 1492 y para la cual, pareciera que no hay cura. Hoy 96 millones de latinoamericanos y caribeños carecen de ingresos.

Estamos hipersensibilizados sobre las consecuencias humanas del Covid-19 y la prensa hegemónica –radio, diarios, revistas, televisión, redes sociales- sigue a diario la carrera de las empresas farmacéuticas trasnacionales por quién patenta primero la vacuna contra el coronavirus. La pobreza o la desnutrición no se combaten, porque eso no es negocio.

Por eso, pongámonos a pensar en la postpandemia, cuando el desempleo y la necesidad de alimentar a millones de conciudadanos, sin acceso al trabajo (y por ende a la comida), cuando deban elegir entre un pedazo de pan y la cuota de internet.

El analista chileno Marcos Roitman se pregunta si hay vacuna para la pobreza o para la evasión de capitales. ¿Se puede luchar contra el hambre? ¿Son viables una vivienda digna y una educación pública de calidad? En nuestra región los pobres mueren a diario por enfermedades que tienen mucha menos prensa, como el sarampión, el dengue, la difteria, el chagas, pero tienen la misma mortalidad.

El hambre, la falta de condiciones higiénicas, la explotación infantil, el desempleo, la trata de mujeres no son considerados pandemia, y morir por esas causas es algo natural. Así, la necropolítica hace su aparición como forma de organización social del capitalismo.

¿Es viable tener una salud pública para todos? Obviamente eso atentaría contra la salud privada, los médicos-taxímetro, las clínicas privadas y las empresas farmacéuticas, entre otras. Las cifras nos muestran que el 22 por ciento de la población mundial no recibe ninguna atención médica, mientras 115 millones de menores de cinco años padecen desnutrición crónica y 700 niños mueren cada día por diarrea. La muerte para estos gobiernos neoliberales es su arma de guerra, y seguirán muriendo ciudadanos, hombres, mujeres y niños, porque para el capitalismo, los tratamientos de las enfermedades y pandemias son propiedad de alguna empresa, nacional o trasnacional.

Achille Mbembe, teórico camerunés que acuñó el concepto de necropolítica, señala que la política de la muerte, instrumenta los diversos medios por los cuales las armas se despliegan con el fin de una destrucción máxima de las personas y de la creación de mundos de muerte, formas únicas y nuevas de existencia social en las que numerosas poblaciones son sometidas a condiciones que le confieren el estatus de muertos vivientes.

Una de las funciones del capitalismo actual, indica Mbembe, es producir a gran escala una población superflua, que el capitalismo ya no tiene necesidad de explotar, pero hay que gestionar de algún modo. Una manera de disponer de estos excedentes de población es exponerlos a todo tipo de peligros y riesgos, a menudo mortales. Otra técnica consistiría en aislarlos y encerrarlos en zonas de control. Es la práctica de la «zonificación».

Asevera que es justamente a partir de la necropolítica y la necroeconomía que podemos comprender la «crisis de los refugiados», resultado directo de dos formas de catástrofes: las guerras y las devastaciones ecológicas, que se afirman recíprocamente. Las guerras son factores de crisis ecológicas y una de sus consecuencias es fomentar guerras.

La crisis de los refugiados tiene también que ver con la «repoblación del mundo», en la medida en que las sociedades del norte envejecen, aumenta su necesidad de repoblarse, y la migración ilegal es una parte esencial de ese proceso, que seguramente se acentuará en los próximos años. La reacción de Europa está siendo esquizofrénica: levanta muros en torno al continente, pero necesita la inmigración para no envejecer, afirma Mbembe.

El gobierno privado indirecto a nivel mundial, es un movimiento histórico de las élites que aspiran, en última instancia, a abolir lo político. Destruir todo espacio y todo recurso -simbólico y material- donde sea posible pensar e imaginar qué hacer con el vínculo que nos une a los otros y a las generaciones que vienen después.

Para ello, se procede a través de lógicas de aislamiento -separación entre países, clases, individuos entre sí- y de concentraciones de capital allí donde se puede escapar a todo control democrático –expatriación de riquezas y capitales a paraísos fiscales desregulados, entre otros. Este movimiento no puede prescindir del poder militar para asegurar su éxito: la protección de la propiedad privada y la militarización son correlativos hoy en día, hay que entenderlos como dos ámbitos de un mismo fenómeno.

La pandemia dejará millones de ciudadanos muertos, pero también a pocos empresarios con bolsillos llenos, como los propietarios de los sistemas de comunicación o algunas farmacéuticas, con el sueño de vender dos mil millones de dosis para equilibrar la inmunidad del rebaño. Pero esto, aunque inmoral, tampoco es nuevo: el costo del tratamiento contra la hepatitis C es de 1,5 euros pero la dosis se vende a mil euros. Médicos Sin Fronteras señaló que en un país pobre, una vacuna o medicamento cuesta 68 veces más que en uno desarrollado.

Lo cierto es que decenas de millones de los 630 millones de latinoamericanos y caribeños vienen soportando el distanciamiento social y el confinamiento bajo el hambre: pocos gobiernos han creado planes para ayudar a la subsistencia de sus ciudadanos, que en varios países recurren a las ollas populares o comunes y la solidaridad de clase para hacer frente a la pandemia.

¿Es el auge del «capitalismo del desastre», lo que nos viene después de la pandemia? La crisis humanitaria no es solo la pandemia del Covid-19. Está en la mayoría de nuestros países donde el hambre, la pobreza, la desigualdad, la miseria, la desocupación, el desempleo conviven con la evasión de impuestos, la fuga de capitales, la explotación de las riquezas naturales por empresas trasnacionales y contra la naturaleza y la soberanía de los pueblos.

A esas pandemias no se les busca vacunas: el capitalismo, en su carrera necropolítica, no las combate. Las incentiva. ¿Qué quedará para la postpandemia?