Voy a parafrasear una historia que leí hace más de diez años. Era la mañana del 4 de octubre de 1957, en un pequeño pueblo de Maine, Estados Unidos. Un pequeño niño de 10 años y su hermano mayor asisten al cine del pueblo. En esta mañana de otoño la función matutina es The War of the Worlds (1953) de Paramount Pictures. En ella, la Tierra sufre una invasión marciana. A diferencia de la novela en la que está basada, en la película la invasión ocurre principalmente en Estados Unidos. Vemos cientos de naves con grandes cuellos, ya no máquinas trípodes, disparando rayos caloríficos contra la Casa Blanca y el Capitolio.

En los años 50, años antes de la televisión en cada casa de América, las sesiones matutinas de cine donde se pasaban caricaturas, películas de ciencia ficción y del cine B estaban abarrotadas de niños sin el cuidado de sus padres o tutores. Se encontraban decenas de niños juntos, sin la vigilancia de adultos con dulces y refrescos; eran sesiones de caos y mal comportamiento. Ese 4 de octubre de 1957 no era la excepción y nuestro pequeño niño de 10 años estaba disfrutando la película, los dulces y los gritos de sus pares. En un momento el cácaro, un joven no mayor de 17 años, apareció enfrente de la proyección. Su rostro era pálido, desencajado por un terror nunca antes sentido. Su postura rígida como una estatua, su mirada perdida, el temblar de su mandíbula lograron tranquilizar a los niños en el teatro; como si percibieran un verdadero peligro detrás de la reacción del joven cácaro.

«Los soviéticos han puesto un satélite en el espacio». Dijo el cácaro y el mundo de los niños cambió radicalmente. Los invasores del espacio y su superioridad militar y tecnológica ya no eran ficción; ahora eran reales. Ese 4 de octubre de 1957 el satélite Sputnik inició la carrera espacial.

La historia es original de Stephen King en su ensayo literario «La danza macabra». El niño de 10 años es el mismo King, y la historia sirve como ejemplo del evento que marcó a su generación. Argumenta King que cada generación tiene uno o dos eventos que la marcan para siempre. Para la de King fue el primer satélite, para la mía los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.

Recuerdo bien donde estaba ese martes en la mañana, cuando el siglo XXI realmente inició. Cursaba el último año de secundaria y me encontraba en clase de música. Como era miembro de la orquesta de la escuela tomaba clases especiales de solfeo con el resto de mis compañeros de la orquesta, mientras el resto de la clase se quedaba en el salón. Al regresar al salón, uno de mis compañeros me recibió con dos noticias: «A nuestro compañero N le acaba de dar un ataque de epilepsia. Ah… y se ha estrellado un avión en una de las torres gemelas». Al día de hoy, en un mundo previo a los celulares inteligentes en las manos de todos los alumnos, no sé cómo se enteró mi compañero del atentado.

Como N estaba fuera de peligro y sus papás fueron por él casi de modo inmediato, nuestra atención se centró en la ciudad de NY. Mi secundaria era privada y con recursos (gracias papá y mamá) y tenía una biblioteca bien equipada con una gran pantalla de televisión para documentales. Así que grandes números de alumnos, como no se veía antes, fueron a la biblioteca a ver lo que pasaba. En un movimiento totalmente equivocado el bibliotecario nos corrió a todos y cerró la biblioteca. Necesitados de más información, como intuyendo lo importante que estaba ocurriendo, fuimos con el paramédico de la escuela quien tenía un radio en su consultorio. Nos quedamos con él toda la mañana escuchando noticias. Allí oímos el segundo avión chocando y la caída de ambas torres.

Para cuando el día terminó y mi mamá regresó a casa prendimos la televisión para seguir la cobertura. Recuerdo a mi mamá diciendo «esto es muy grande». No se equivocó.

Ese 11 de septiembre, inició de modo estrambótico el siglo XXI. Y, a veinte años, es buen momento para detenernos a entender que significó.

Los efectos inmediatos del ataque terrorista son las historias personales y familiares de las víctimas. Los nombres escritos para la eternidad en el memorial en NY y otros cientos de monumentos por toda América. Los rostros captados por las cámaras de gente común cubiertos de tierra, corriendo de la zona cero, los policías intentando dirigir a las personas y el valor de los first responders, bomberos y paramédicos quienes corren hacia donde otros huyen. Cientos de fotos, videos, audios y anécdotas; familias incompletas, padres que perdieron hijos y huérfanos que deben ahora caminar solos.

Héroes neoyorquinos que responden ante un enemigo que se atrevió a golpear al gigante en su corazón económico y en su orgullo. Héroes en los cielos de Pensilvania quienes toman el control del cuarto avión y sacrifican su vida para evitar una tragedia mayor.

El 11 de septiembre fue el final de una ilusión liberal, de suponer que la historia había terminado. El sistema democrático-capitalista había superado a las monarquías absolutas, fascismo y comunismo para terminar como el sistema político y social dominante del mundo. Solo había que implementarlo en todas las naciones y sociedades del mundo. La historia como proceso y desarrollo había terminado, dijeron algunos. Todo se derrumbó ante la irrupción del terrorismo islámico.

El islam, nos recordó que existe. En su diversidad, complejidad, y toda su historia. Como agente histórico, no solamente como actor pasivo que ve cómo otros deciden e influyen en él. Para algunos, el islam fue aquel gran otro, lejano, peligroso al qué hay que combatir; en Europa y América la islamofobia creció. Para otros, se volvió un mundo a explorar y entender, una realidad fascinante que escapa a reducciones simplonas.

Aquellos que vivíamos tranquilos vimos cómo en la capital económica del mundo libre, la Gran Manzana irrumpió el terrorismo. Ya no era un fenómeno lejano, de ciudades, países y regiones periféricas y olvidadas por dios. El terrorismo se volvió algo cercano. Si podían derribar las Torres Gemelas le podían pegar a cualquiera. Nos acercaron el terror que antes se veía solo en la televisión.

El terrorismo y el terror invadieron nuestra imaginación. Fue el gran «Coco» de nuestra generación; coches-bomba, cartas con ántrax, suicidas dispuestos a explotar. Nos llenamos de medidas de seguridad; filtros policiacos y máquinas de rayos X. No es casualidad que las películas más importantes de nuestra generación, la trilogía de The Dark Knight (2005, 2008 y 2012), de Christopher Nolan, estén cargadas de imágenes y escenas que remiten a los escombros del World Trade Center. Incluso, en la primera película, el héroe debe detener un ataque terrorista, usando un tres, contra el edificio icónico de Ciudad Gótica. Necesitábamos hacer catarsis; sentir que podíamos detener el terror. Incluso hoy hay quien utiliza la palabra «terrorismo» para cualquier acto violento y deleznable. Una metáfora que supera la anacronía.

Y si el terrorismo es un mal absoluto era necesaria una respuesta del mismo calibre. Cualquier acción es justiciable para combatirlo, pues derrotarlo es una victoria de valor infinito. No hay medias tintas, ante un mal absoluto la justicia requiere una respuesta igual. Esa fue la lógica de la guerra contra el terror, emprendida por George W. Bush. Una guerra peleada por un ejército de voluntarios (altamente entrenados), lejos de casa, sin el esfuerzo de toda una nación. Más allá de ceremonias y parafernalia; el grueso de la población americana fue ajena al esfuerzo de la guerra. Ha sido una guerra visible e invisible. Tenemos imágenes, reportes, videos sobre todo lo ocurrido, al tiempo que la guerra poco impacto ha tenido en el gran grueso de la población.

Se peleaba por la libertad; el presidente americano lo explicó del siguiente modo: la libertad ha sido atacada; «We love liberty, they hate it». ¿Qué significó para Bush la libertad que había sido atacada, que amábamos?; democracia, libertad de expresión, tolerancia religiosa y libre comercio. Y para defender esta definición de libertad debíamos vivir en un sistema de mayores controles en aras de la seguridad. No solo filtros y revisiones en aeropuertos, sino el Estado americano con las herramientas para espiar a sus ciudadanos. La llamaron «The Patriot Act» y nos convirtieron, a todos, en sospechosos. «¿Quiere ser libre?» Nos preguntaron. «Pues desconfíe de todos los demás, y sométase a revisiones y violaciones a su privacidad».

Era la libertad tan importante, la seguridad tan necesaria y el terrorismo tan deleznable que permitimos bombardear poblaciones civiles, invadir Irak bajo una mentira (con fatales consecuencias) y retener sospechosos en Guantánamo sin juicios y bajo tortura. Estados Unidos falló en vivir los principios que dice defender; sin sufrir, por otro lado, más violencia terrorista en sus ciudades.

El 11 de septiembre de 2001 nos quebró. Abrió temas que hoy nos acompañan; terror, seguridad enfrentada a la libertad, mayor tamaño del Estado protector y guerras que parecen nunca terminar.