El mundo cinematográfico funciona a veces con un sistema que se parece a aquél con que se educaría a un perro. Si se hace un buen trabajo (medido lamentablemente no en términos de calidad sino de éxito de público y/o crítica), se obtiene una recompensa. Muchos directores a lo largo de la historia han vivido este curioso fenómeno en sus carnes, y el resultado en muchos casos es que esa recompensa es la posibilidad de sacar adelante un proyecto de los llamados “personales”. Aquellos que ningún estudio grande o pequeño quería o podía financiar. Proyectos que por una u otra razón no se considera que puedan dar el suficiente dinero en taquilla o amasar los suficientes galardones como para merecer la pena el esfuerzo de producirlo. Una pena, pero la realidad diaria de un sistema de estudios. Es un negocio, al fin y al cabo.

Algunos cineastas existen más o menos en los bordes de este cruel sistema económico, ya sea porque se autofinancian con holgura (Pedro Almodóvar, Steven Spielberg), porque su talento y suerte les ha dado una posición privilegiada para poder hacer esto (Martin Scorsese, Ridley Scott, Woody Allen, Lars Von Trier) o porque todos sus proyectos son personales y radicalmente anticomerciales (Todd Solondz, Leos Carax), de manera que dependen de las ganas y disposición de un productor dispuesto a, literalmente, perder dinero en nombre del séptimo arte. Benditos sean. Esto hace que muchos cineastas de esta última tendencia rueden con suerte una vez cada tres o cuatro años, porque tienen que luchar por la financiación sin renunciar a la vez a su control creativo.

Pero también están los que reciben esas recompensas ya nombradas, ese “ok” a un proyecto que viene de atrás porque su último estreno les ha dado múltiples parabienes por parte de los espectadores y del gremio de la crítica y los académicos del cine. Estos profesionales aceptan encargos, ideas que no surgen de su mente sino que existen de otra forma (una novela, un guión ajeno, una obra de teatro, una sugerencia que da base a una historia). Aquí también se pueden hacer distinciones, ya que la oferta puede implicar que dicho cineasta coja esa noción y la haga suya –Alexander Payne adaptando junto a Jim Rash & Nat Faxon la novela de Kaui Hart Hemmings, que da como resultado la maravillosa Los descendientes (2011)– o que directamente se dirija un guión ajeno cuando hasta ese momento uno era su propio guionista –Isabel Coixet por Elegy (2008), adaptación de la novela de Philip Roth que firmó Nicholas Meyer–. Uno de los casos más curiosos de estas tendencias es el del director Darren Aronofsky, que tras el fracaso de La fuente de la vida (2006), rodada en 2004, aceptó dirigir El luchador (2008), cuyo éxito le permitió hacer un proyecto ajeno pero con el que llevaba comprometido desde 2000. Éste fue la maravillosa Cisne negro (2010), que llegó a los Óscar más importantes y que le permitió por segunda vez consecutiva producir su cinta más ambiciosa hasta le fecha: Noé (2014), co-escrita por él mismo y que tenía tantas ganas de llevar a la pantalla grande pero tan poca fe en que alguna vez eso pasaría que la sacó en formato cómic en 2011 y 2012.

Volvamos al caso de Payne para tomar un ejemplo clásico y con final feliz de esto. Tras siete años sin hacer cine, el hombre vuelve con Los descendientes, que consigue buenas cifras en taquilla y varios de los galardones más importantes del mundo del cine, incluido un Óscar para Payne como guionista, amén de nominaciones como Director y Mejor película del año. Menos de seis meses de subir a recoger ese premio, Alexander Payne anuncia su nuevo proyecto: Nebraska, un guión de Bob Nelson que llevaba casi una década queriendo hacer, sobre un anciano con síntomas de demencia al que le llega una estafa por correo, una estafa que la hace creer que se ha hecho rico, obligando a su hijo David a emprender un viaje para ir a cobrarlo. El argumento de entrada no grita “taquillazo”, pero es que además el hombre la quiere rodar en blanco y negro. Negativas constantes... hasta que Los descendientes triunfa en varios niveles. Nebraska se estrena en el Festival de Cannes de 2013, donde consigue el premio a Mejor actor para Bruce Dern, y amasa seis nominaciones a los Óscar, de nuevo incluyendo Director y Película.

Se podrían seguir dando ejemplos y más ejemplos hasta llenar varias páginas de texto, pero eso no es lo importante de este tema. Es la idea de que el mundo del cine funciona de esa forma, como una gigantesca casa de apuestas que combina valores seguros con apuestas suicidas. La comercialización del arte, la ruleta de la representación de los sentimientos y la masiva inversacíon para hacer saltar la banca de vez en cuando. Una pena, pero es así. La mejor parte es que cuando uno se sienta en la sala oscura del cine, o ante el sofá en casa, está sólo con la cinta que ha elegido, y todo esto ya no importa.