Estamos los que tenemos que estar. Vamos todos amontonados en el metro, sumergiéndonos en nuestros pensamientos, en los libros que llevamos y en el teléfono. En cada estación suben y bajan decenas de personas con rostros familiares que nunca volveré a ver y, si lo hago, estoy segura de que no los reconoceré.

Me oculto en las hojas de mi libro, porque me gusta llegar a otros mundos, lejos del tiempo y del espacio en el que ahora me encuentro. Son contadas las veces que levanto la mirada para ver quiénes me acompañan todavía. Entre transbordos y horarios, se pierden las personas en el metro y siempre termino llegando sola a mi destino.

Llegamos a la próxima estación y se abren las puertas. Los que esperan tienen que dejar bajar a la gente para que después puedan subir. Esta rutina se repite en cada parada, con alguna excepción por parte de un mal educado que, a falta de modales, se golpea hombro con hombro y contra corriente, con el mar de personas que van bajando.

Subí la mirada para ver en qué estación me encontraba, cuando vi entrar a un hombre que medía casi dos metros. Tenía la piel obscura y usaba pantalones rosa fosforescente que le llegaban a la altura del maléolo. Me llamó la atención por impertinente, era demasiado temprano para usar ropa con colores tan llamativos. Pero lo que en realidad me intrigó fue su mirada, la cual se asomaba por la ventana del vagón, pretendiendo arrojarse en la vías del tren. Pensé, “tanto color en un ser tan vacío”.

En la próxima estación se subió un anciano que apenas podía caminar. Iba solo. El peso de los años le había encorvado la espalda y ahora tenía una joroba tan grande que daba la impresión de que la cabeza le salía del pecho. Arrastraba los pies y, al pasar, dejaba un olor que era bastante desagradable. Su aspecto daba pena, al igual que los agujeros en los zapatos y las manchas de la camisa. Al verlo temí por mi vejez. Me hizo pensar en lo cuidadosa que tengo que ser con las personas que me rodean y que quiero, para que al final de mis días, la peste de mis errores no los aleje.

A seis estaciones de la mía, se subió una pareja que me remontó a los años 40. Él llevaba un pañuelo blanco en la bolsa del traje, como lo hacían hace muchos años, y tenía puesto un sombrero que me hacía recordar al legendario Indiana Jones. Ella era toda una joya, elegante de pies a cabeza. Presumiendo de una juventud extinta y de un peinado que ya ni en los salones de belleza lo hacen. Él le ofrecía el brazo para que ella lo sujetara. Y así iban los dos, de pie, mostrándole al mundo que cuando se quiere de verdad, el tiempo no pasa y el viaje es eterno.

No pude seguir leyendo, así que cerré el libro. Había gente demasiado interesante como para seguir devorando las hojas de la novela que leía. Quería ser partícipe de esa mezcla tan exótica antes de bajar del vagón y de olvidarlos para siempre.

A cuatro paradas de la estación en la que tenía que bajar, se subió una mujer que iba acompañada de un hombre, los dos bajo el efecto del alcohol o de alguna droga. Ella era un esqueleto que buscaba un lugar para sentarse. Pude intuir que los dos llevaban varias horas sin dormir y sin comer. Perdidos en una nube de opio, jurándose amor eterno entre el humo de la marihuana y tragos de vodka y ron. No podía dejar de mirarla, me daba tristeza el ver cómo, al igual que un cigarro, ella también se consumía.

Ya estaba a pocos metros de llegar a mi destino, cuando vi entrar a una mujer de unos 40 años aproximadamente. Me fijé que tenía el cabello blanco por las canas, que ahora colonizaban lo que alguna vez fue color negro. Era demasiado joven y eso me confundía, pensaba que era una cuestión de la genética y de la mala suerte, ya que su pelo estaba destinado a envejecer antes de tiempo. Pero la genética y la mala suerte se me olvidaron por completo cuando volteó hacia donde yo estaba sentada y pude verle la cara. No recuerdo haber visto en mi vida un rostro tan perfecto como el de esa mujer. No llevaba una gota de maquillaje y, aún así, era hermosa. Verla era un privilegio y un placer. Ella, para mis ojos, era el Dorian Gray de la línea diez del metro. Si Oscar Wilde la hubiera visto, concordaría conmigo. Las canas le quitaron color a su pelo, pero le dieron luz a la cara.

Comienza a disminuir la velocidad del tren. Este no es el destino final, pero para mí lo es. Aquí me bajo yo. Me levanto, cedo mi asiento y me acerco a las puertas, que se abrirán en cuanto este haga un alto total. La mayoría ya han bajado, pero hay seis personas que siguen en el mismo vagón. Son las mismas personas que desviaron mis ojos de las páginas del libro que estaba leyendo.

En silencio los analizo antes de bajarme y les agradezco el que me hayan permitido reflexionar sobre el vacío que hay en mi vida; sobre la peste que a veces provoca mi existencia; sobre lo atemporal que es el amor; sobre la esclavitud que genera un vicio; y que la belleza se encuentra en cualquier edad, es solo cuestión de quererla ver.

Me voy con mis soliloquios. Mientras subo las escaleras eléctricas, para salir del metro, pienso en todo lo que he visto y he aprendido a lo largo de ocho estaciones. No sé, pero espero que algún día yo también desvíe la mirada de algún extraño, mientras viaja en el vagón del tren.