En la Calle Trigo, en una gran puerta verde, vivía Azucena, «la loca». Esta tiraba el contenedor de la basura con sus propias manos todos los lunes a modo de ritual. A veces, cogía gatos del pescuezo y los tiraba al tejado. Otras gritaba tanto que se enteraban las 3 calles de alrededor. Mi padre me decía que era su forma de canalizar sus fueros internos, significase lo que significase aquello. Mi abuelo decía que estaba loca sin más. Yo pasaba por allí con la bici echando carreras. Recuerdo que Azucena tenía una hija mayor que yo. Cuando mi hijo tuvo edad de montar en bici, también veía a la hija de Azucena. Estaba en el mismo sitio, a la misma hora, todos los días, todo el tiempo. Era parte del paisaje de la calle y seguía igual de sucia y descuidada.

En la segunda puerta vivía un perro muy sociable que nunca ladraba. No recuerdo su nombre, pero era muy simpático. Mi abuelo y el dueño de la casa, Mario, se llevaron bien durante años hasta que el padre de mi padre empezó a tener la enfermedad familiar del aislamiento rencoroso. Mario me regaló un tirachinas que me llevaba al campo para jugar con él. Murió cuando yo tenía unos 12 años. De la casa ya solo queda la puerta y una bandada de palomos que parecen vivir cerca o eso dice mi hijo.

La siguiente puerta era singular. Era fina y marrón, con un pomo negro de hierro y algún motivo floral. Dentro vivía un hombre que se vestía de sevillana y bailaba en las fiestas del pueblo. Mi familia decía que nuestra familia y la de Luciano, el argentino, eran familia, aunque eso variaba según la época. Luciano escabiaba sin tregua, toda bebida para él era un elixir. Siempre que tomaban mi abuelo y mi padre en alguna tasca del pueblo se lo encontraban. Tenía familia, pero no era tan dada a los eventos sociales. Él de mayor sufrió el aislamiento rencoroso con la variante depresiva y se la pasaba viendo fútbol en la tele. Recuerdo vagamente su rostro sonrosado por el alcohol y su sonrisa. Mi hijo juega con su nieto al fútbol en las canchas del pueblo.

Cuarta puerta: residencia de Luis Aguilar. Recordaba a todo el mundo que era español. En lo alto de la casa, ondeaba una bandera de España, como no podría ser de otra forma. Siempre me saludaba con un tono chulesco cuando era niño: «Hola, Antonio, qué pasa, chavalote» y andaba como pavoneándose. Cuando le preguntaba a mi yayo por la enfermedad de Luis Aguilar siempre me decía: «este tuvo toda su vida ocultamiento de pluma». Supongo que cada uno lleva su vejez y su vida como buenamente puede. A mí me tocará el aislamiento rencoroso y a mi hijo Héctor, a saber.

Luis Aguilar tenía 4 hijos y varias mujeres. Su mujer principal se pasó toda la vida suspirando y asintiendo. Su hijo mediano siguió sus andanzas ocultas, otro aceptó su condición y huyó a Australia, el tercero le mandó a tomar vientos y se fue a Melilla, mientras que el cuarto es el panadero del pueblo. Héctor es muy amigo del pequeño, el panadero.

La quinta puerta en la actualidad es un palomar abandonado a ojos de Héctor. Está al lado de la casa de Mario, el dueño del perro simpático. Fue nuestra cerca. Allí teníamos gallinas, palomos, conejos y alguna cabra de vez en cuando. Pero todo esto no lo sabe Héctor. Forma parte de la historia familiar que permanece oculta. Yo iba a veces a recoger huevos para mis abuelos o a ayudar a mi padre, aunque no me gustaba mucho. Mi padre se pasaba allí el día entero evitando mi casa, aunque de eso me di cuenta con casi 30 años.

Mi abuelo Jesús iba de vez en cuando a echar un vistazo y a decirle a mi padre cómo debía hacer las cosas. Reñían. La cerca de animales fue cayendo poco a poco en el olvido como la casa de la Calle Vaquilla. Este pueblo es un rincón de sinsabores y pérdidas para mí. Héctor ahora está conociendo la parte bonita de este lugar y le encanta, pero cuando llegue a la adolescencia todo cambiará.