Paso de puntillas por los rincones de una mente enferma, deseando que no me oiga, esperando que no me sienta. Me escondo tras los recodos de una obsesión que protagonizo sin ser mía, que padezco sin poder controlar desde hace cuatro años. Desprotegida y vulnerable, trato de no pensar, de no llorar.

Me resisto, me revuelvo y, sin querer, me rindo al pavor que me producen sus amenazas.

Intento, sin conseguirlo, hacerme invisible ante esos ojos que, inyectados en sangre, quieren atravesarme y hacerme suya, sin importar si me desgarra en el intento. Quiero ser transparente cristal para que no me alcance, o para que al menos rebote, esa rabia enfermiza que pretende acabar conmigo por pura insistencia. Sueño que me olvida y que olvido los últimos cuatro años.

Como si de pronto mi vida dependiera de la seguridad que otros puedan proporcionarme. Como si mi presente, tampoco mi futuro, dependieran ya de mí. Me dicen que ha terminado, pero no puedo creerlo. Sé que no terminará jamás.

Me dicen que tengo que olvidarlo, pero las heridas sangran, aún abiertas, sin ánimo de cicatrizar. Las veo, las siento dolerme, cada vez que me acerco a ese lugar, cada vez que cojo mi coche, brutalmente agredido en señal del daño que le hubiera gustado causarme a mí.

Noto el nerviosismo que corrompe mi cuerpo, mi alma, que muerde mis labios hasta hacer que lloren sangre. Noto su rabia a través de mis sueños, persiguiéndome incluso cuando duermo.

Y las tinieblas tras la puerta de mi rincón secreto se lanzan sobre mí, como fantasmas pasados dispuestos a devorarme por dentro. Cuando cruzo la puerta, esa ventana de mi mente abierta a los más oscuros misterios, me doy cuenta de que camino sobre un hilo extendido, flotando, sobre un vacío negro. Un abismo infinitamente profundo.

Pierdo el equilibrio, temo caer. Y cada paso que doy se convierte en una decisión arriesgada, que puede hacer que me precipite al vacío.

¿Se aprende a vivir con miedo? Acabamos olvidando que impulsa muchas de nuestras acciones. Que provoca muchas de nuestras amarguras. Terminamos, no obstante, conviviendo con él.

Tengo miedo del miedo. Tengo miedo de que el miedo me haga dudar de todo. Sospechar de todos, incluso, de mí.