En sus «Confesiones», San Agustín declaró que había sido «sumamente miserable» en su juventud: un pecador inmoral e impulsivo. Volviéndose en busca de ayuda de los cielos, oró a Dios: «Concédeme castidad y continencia, pero todavía no».

(Adam Bulley, «Priorizar el presente no significa que te falte fuerza de voluntad»)

Solo me falta ajustar algunos detalles y dar un poco de orden al lugar donde estoy intentando serlo. Pero ignoro casi totalmente cómo funciona mi cerebro. Y no sé si alcanzaré mi propósito, si él —mi cerebro— no me explica cómo dio «forma» a lo que soy. Espero que lo haga antes de que pierda capacidad y posibilidad de revelármelo. Mi intención, depende de su generosidad.

Cumplí 75 años hace 22 días (el 3 de febrero de este 2021, anno Domini —como calculan las fechas en estos tiempos del Occidente Cristiano), y me pregunto qué habré olvidando del cómo actuar y pensar para ser el hombre bueno ideal que la educación que he recibido ha tratado de engastar en la criatura animal que era cuando nací. Y me parece normal sospechar sobre si se ha extinguido, totalmente, todo lo útilmente domesticable que había en mí cuando me recibieron en este mundo (Escuela de Civilizaciones y Selva de Negocios de quienes me transformaron en humano para que pudiera sobrevivir en este medio salvaje y despiadado al que «los más ricos, viejos y educados» llaman «cultura» —¡simpático eufemismo, difícil de entender en los tiempos extraños e insólitos en que vivimos!).

¿Qué puede faltarme por hacer y concientizarme? ¡Conócete a mí mismo! Cumplido. ¡Piensa luego existe! Lo sé hacer bien. ¡No se puede ganar, ni perder, ni empatar, ni incluso se puede salir del juego! Ya soy experto en esa diversión. ¿Honrado, decente, solidario, equitativo y sincero? Soy todo eso y algo más difícil, transparente. ¿Eres modesto, humilde, disciplinado? Mire mi bolsillo, revise mi cuenta bancaria y hackee mi ordenador —¡con mi permiso! Son muchas cualidades, todas juntas, para cargarlas sobre una sola espalda, pero sigo procurando hacerlo. Y hay días en que alcanzo llevarlas a todas. Podría calificarme con un 9 sobre máximo de 10. ¿¡Y por qué no con un 10!?

Porque hay «asuntos» en los que estoy y me siento inseguro todavía. Dos: sexo y economía. Son dudas suaves, tranquilas, podría decirse de la tercera edad. Y naturales. No las comento pues hay abundante información sobre ellas en los medios de información y, aunque algunas de mis vacilaciones al respecto están incluidas en ese flujo de opiniones y más opiniones que ellos emiten, las mías —específicas y privadas— parecerían ridículas ante cobertura tan abundante de «noticias».

Pero no quiero dejar infectada de curiosidad insatisfecha a los lectores y les digo que, si visionan la serie para televisión The Crown —esa «…pequeña historia de sesenta capítulos de una hora cada uno…»—, podrían tener idea aproximada de cuáles son las cuestiones de aquellos dos temas que aún perturban la fluidez serena de mis pensamientos, aunque en el ámbito de «mi pequeña nación» —donde me ocurren a mí y a mi familia, amigos y conocidos—, tengan un poco más de «complejidad romántica» que en la Casa de los Windsor y, al unísono, menos —¡pero muchísimo menos!— fortuna heredable. También pueden presumirlas, homologándolas con las suyas propias. Seguramente son semejantes porque ambos pertenecemos a la misma especie: los sapiens.

Las dudas son descendientes directas de la incertidumbre —indecisión— y el desasosiego —inquietud. Y estas hijas de sus progenitores —en el caso de cada «Yo», del «mayestático nosotros»—, son autoras del palimpsesto que grabamos es nuestra propia mente cuando la vestimos con lo que nos cambia de ropa diariamente al «comer nueva información». ¡Nueva para quienes creemos necesario estar enterados de todo y «la estrenamos» en nuestras cabezas, aunque sea, en verdad, «ropa vieja y antigua» para quienes administran y gestionan el capital de conocimiento guardado en las bóvedas de la Historia! La que guarda y protege la totalidad de saberes de quienes fuimos, somos y seremos miembros de nuestra especie:

Nada nuevo bajo el Sol. ¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y no hay nada nuevo bajo el sol.

(Salomón: Eclesiastés)

¡Bueno, no es exactamente así, pero así se venden algunas sabidurías para entender la vida! Y, además, con «éxito de ventas». Todos queremos disfrutar la magia. Aunque hay un problema: no alcanza para todos y aún menos para todas.

Pero para esa escasez, disponemos de una «solución»: las experiencias dolorosas, incomodas y hasta insoportables que nos educan con su eficaz pedagogía de enseñarnos mediante lo que hacemos equivocadamente. Método este que —me desagrada decirlo, pero es «realidad»—, algunos demoran más que otros en concederle el valor docente excepcional que tiene el dolor que produce errar. Y hay hasta quienes nunca, ni siquiera segundos antes de «partir», alcanzan a entender y se van al cielo, infierno, purgatorio, o a integrarse con el polvo cósmico, sin entender o al menos aceptar los errores que cometieron en sus vidas. ¡Pero estos son asuntos de la diversidad, ese milagro que salva a los seres humanos de morir por el ataque del intangible aburrimiento!

Más fácil es darse cuenta de qué hacemos correctamente. ¡Lo cual no significa sea «lo más acertado» porque siempre podría haber una respuesta, comportamiento o acción mejor a la que damos a una situación, problema o conflicto con que tropezamos! Esta verdad obvia —como lo son todas a menos que nos propongamos esconderla, distorsionarla o negarla, es posible apreciarla desnuda y sin pudor alguno en discusiones entre partidos, ideologías, dioses y en otras exquisiteces de la imaginación humana cuando caminamos en pareja.

Cuando se llega a entender qué es el universo, se dejan a un lado todas aquellas aspiraciones insatisfechas, y, sobre todo, la que pretende la inmortalidad, porque entonces se está seguro de que la que se tiene es suficiente para ser feliz: la breve de sus vidas. Pero para lograr este «máximo provecho del conocimiento individual», es necesario alcanzar «el poder del hombre bueno». ¿Entienden ahora porque quiero ir a donde voy?

Lograr mi propósito supone varias etapas. Primero necesité comunicármelo a mí mismo. Y después hacerlo visible a otros seres iguales que yo —de origen sapiens—, mediante señales gestuales, sonoras o graficas. El tercer paso —en el cual estoy involucrado ahora—, es hacer perceptible y reconocible mi mensaje para «otros cerebros». Es algo más que «informar» (hacerlo se refiere solo al uso de «palabras» y «discursos» de un tipo específico —¡muy importante, por cierto, pero no la única herramienta posible para comunicar!). Se trata de entrenar mi mente para que pueda «actuar e intercambiar información» con el medio donde existe, sin que «la forma y el orden de ese bosque ambiental» la paralice, ofusque y conduzca a la «inacción» y la aceptación pasiva del «es lo que hay».

Ese es el único lugar de mi cuerpo donde puedo hacer totalmente «lo que me dé la gana». Pero sucede, a algunos y algunas, que, a veces nos puede pasar que «no me siento completamente libre en ese espacio que es, indudablemente, mío únicamente». Y por eso me he preguntado: ¿Entonces quién es el verdadero dueño de mi cuerpo? ¡Pues precisamente esa parte de mí «que aún ignoro casi totalmente cómo funciona: mi cerebro!». Él es el jefe de mí mismo que yo quiero ser.

Tal vez «no haber logrado asaltar su poder y adueñarme de él», es lo que ha motivado mi búsqueda de un algoritmo para vivir más, mejor e intensa y tranquilamente. Cuando lo encuentre —¡todavía tengo esperanza!—, me gustaría que fuese de fácil y sencilla comprensión y que evite una lectura ardua y complicada, expuesta a muchos errores y equívocos, a quien lo escuche o lea. Además, que quien lo use crea que el «autor» —Yo—, no se ha equivocado, tal y como sucede cuando usamos otros «manuales de instrucciones», como La Biblia, El Corán e, incluso, en La Torá, el I Ching —Libro de las Mutaciones—, o el Canon Pali o Tipitaka, libro sagrado del budismo primigenio.

En matemáticas, lógica, ciencias de la computación y disciplinas relacionadas, un algoritmo (del latín, dixit algorithmus y este del griego arithmos, que significa «número», quizá también con influencia del nombre del matemático persa Al-Juarismi) es un conjunto de instrucciones o reglas definidas y no-ambiguas, ordenadas y finitas que permite, típicamente, solucionar un problema, realizar un cómputo, procesar datos y llevar a cabo otras tareas o actividades. Dados un estado inicial y una entrada, siguiendo los pasos sucesivos se llega a un estado final y se obtiene una solución. Los algoritmos son el objeto de estudio de la algoritmia.

La pandemia de datos, aplicaciones, juegos virtuales, y otras «modernidades» y «bichos tecnológicos» que azotan a los «países desarrollados» y hacen «la envidia» de «los menos adelantados», está resultando lección, en medio de la pandemia por el coronavirus. Para los sapiens (la especie amenazada de destrucción de una parte de su masa numérica —¡hemos perdido más 2 millones de humanos de los más de 7,800,000 unidades que somos y aún no podemos calcular cuántos más perderán su vida en ese grifo de decesos aún abierto!), a pesar del gigantesco esfuerzo de haber creado docenas de vacunas contra la COVID-19 en tiempo muy breve —menos de un año—, la microscópica especie enemiga de la nuestra nos está mostrando su capacidad de «mutar» —cambiar— para mantener su habilidad de matarnos, incluso cuando nuestros escudos inmunológicos nos protejan. ¿Aprenderemos «nosotros» a cambiar tan rápido como «ellos»? El desafío está en curso.

Vistos y considerados todos los escenarios en que actualmente se desarrolla «el enfrentamiento» —sobre todo el cómo se comporta en los «espacios privados» de las economías nacionales y se refleja en la emergente global—, y considerado «el infinito universo de nuestra naturaleza y apetencias de animales humanos», esta situación podría calificarse de «Tercera Guerra Mundial tipo 2», la cual ninguno de los profetas, ni los libros sapienciales que nos legaron, fue capaz de contarnos y explicar «cómo sería» en sus «detalles», aunque alguno que otro casi «adivinó/imaginó» el qué sucedería.

Me gustan las historias de asiáticos tranquilos —sean científicos o poetas, como Akito Arima.

¿Podremos algún día saber, con exactitud, cuál es el origen del comportamiento de los sapiens, qué lo condiciona, como nuestro cerebro recibe «influencias» y construimos los pensamientos y las ideas? Sin al menos algunas respuestas mínimas a esta pregunta, es muy difícil crear o lograr un ser al que pueda calificarse de «hombre bueno» —¡antes se inventará «la mujer buena»!

Tales son las razones principales por las que incluí en el título de este articulo el «estoy muy cerca de alcanzar…», aunque, dicho con toda sinceridad, pienso que «aún estoy muy lejos de tal meta».

Creo que el incalculable y soberano «todo» (le llamo así, aunque tal «cosa» carece de posibilidad de ser «significado» o «significante» por sí mismo pues carece de «parte»), que cuando escuchamos la palabra universo e intentamos imaginárnoslo —con el precario y primitivo órgano que tenemos para hacerlo, «nuestro cerebro»—, y usamos los recursos con que cuenta ese instrumento mágico/científico para «pintárnoslo en la mente tal y cómo es» —con conexiones de palabras y geometrías visuales aprehendidas—, nunca nos atrevemos, ¡o se nos ocurre!, «ir más allá» de esa acción límite del pensamiento. Y no lo hacemos porque son pocos los sapiens «entrenados» para transponer esa frontera y, muchos menos, los que han logrado cruzarla. Y me pregunto por qué ha sido así hasta este hoy en que me toca existir.

La mejor explicación que me doy es que la evolución que ha experimentado la especie a que pertenezco, los humanos actuales (desde el comienzo de la existencia de «lo vivo», tal y como ha sido fechado por «el conocimiento» —titán de los saberes), sabemos que «…las primeras evidencias de actividad biológica sobre la tierra datan de hace unos 3,800 millones de años. Hasta ese momento (nuestro planeta tiene una edad próxima a los 4,500 millones) el conjunto de su superficie puede considerarse como abiótico...». Y, entonces me pregunto: ¿qué plan tenía, «pensó o imaginó», y se propuso «todo» cuando comenzó «el juego de las partículas» que originaron al universo?

¡Pregunta equivocada!, me responde «quien sabe todo de mí», y agrega: «Estas fabricando una fantasía neuronal. ‘Todo’ no ‘piensa’, ni cree, porque no necesita ‘lenguaje’ para saber qué hacer. ‘Todo’ es acción y movimiento, orden y desorden, ser y no ser». ¿Hamlet? «No, Alonso Quijano» —me rectifica. Entonces me doy cuenta de dónde está el último obstáculo que tendré que vencer para lograr lo que me he propuesto —él también lo intentó—: reconocer la realidad sin fantasía, devolverles a los molinos de viento su identidad. Confiar en los hechos, y un poquito menos en mis emociones.