Montevideo, 1997.

¿De qué murió?
Se asfixió con las palabras que nunca dijo...

(Pintado por la «Acción Poética Uruguaya», en alguna pared entre Garibaldi y 8 de octubre)

Los jacarandás habían explosionado y la ciudad se llenaba de violeta para celebrar la definitiva salida del invierno. El verano se acercaba y las tipás, que hacía unas semanas iniciaron la lluvia de efluvios, dejaban caer ahora todas las flores sembrando las calles de alfombras amarillas. Ramón subió la persiana de su cuarto para contemplarlas mientras recordaba el sueño que había alterado su descanso, precipitando su despertar. Lo que más le llamaba la atención era la violencia, la saña con la que había golpeado y matado a aquel muchacho joven que tiempo atrás conoció. Un ser que ya no tenía nombre, del que poco recordaba, solo que se había casado con Silvia, su amor de juventud. Pero a esas alturas de la vida era evidente que ella no era el referente de su sueño: estaba proyectando a Helena en su piel. Y era Hugo, su esposo, la víctima brutal de ese arrebato del subconsciente. Se asustó por la imagen, por esa violencia onírica desconocida hasta entonces para él. Respiró profundo y se dirigió a la ducha muy despacio. Inspirar, expirar; inspirar, expirar... Agua tibia para limpiar la sangre invisible que aún recubría su cuerpo; agua caliente para recuperar la paz y hacer que sus músculos dejaran de estar entumecidos por las maniobras de su mente, por la fuerza de un inconsciente demasiado cruel o demasiado sincero.

Sin duda ese sueño estaba relacionado con la tarde anterior. Contemplaba a Helena mientras le explicaba la belleza de la flor del mbarucuyá, que brotaba de una planta trepadora también conocida como pasionaria. «La flor es tan perfecta que parece de plástico» —le dijo. La escuchaba distraído y feliz, escrutando los matices de su voz, las involuciones de sus gestos, cada desliz sinuoso de su cuerpo: la línea de su mentón, la altura de su cuello, el lóbulo de su oreja, la nuca oculta por su pelo. Había aprendido a sentirse dichoso con su compañía, saciado por la conversación. Cuando Helena comparó la flor con otras más imperfectas, él esbozó una sonrisa que provocó la incomprensión de su amiga. «Nunca me gustó la perfección en el amor, pero admiro sus colores», dijo por fin Ramón, enigmático e incoherente, con una mirada que parecía colgada de una nube. Helena no era ajena a su distracción y utilizó un golpe de efecto para captar definitivamente su atención:

—¿Hugo me preguntó que si gusto de vos? —le espetó como si pudiera leer su mente.

Ramón salió de su ensimismamiento de forma abrupta. Esa pregunta llevaba artillería pesada: ponía toda la carne en el asador.

—¿Y tú que le dijiste? —acertó a pronunciar para que no se notara que las manos le habían empezado a sudar.

—Que sí, que sos un ser entrañable además de atractivo. Hace unos días le leí la nota que me dejaste en La borra del café. Supongo que eso le prendió una luz. Quizás la entendió mal. No eran las líneas de un empleado de banca, palpitaba un espíritu rebelde.

Después de aquellas palabras su cuerpo se había sentido urgido a su abrazo, a acercarse más para corroborar la realidad de su deseo, pero aguantó prudentemente su silencio, que también respondía a la batalla que cada uno libraba a su manera. Prefirió contemplar el mar, porque mirarla hubiera significado sucumbir. La negación lo situaba con más nitidez ante esa verdad. Era hora de regresar y se ofreció a llevarla. Helena notó su nerviosismo y acarició su rostro, donde una barba naciente le empezaba a hacer cosquillas. Ese gesto lo paralizó. Hubiese querido tener sus dedos hundidos allí toda la eternidad. Creyó que eran de fuego, porque le quemaban en algún espacio interior que no lograba identificar. Una corriente eléctrica demasiado fuerte. Podía haberle devuelto esa muestra de cariño cogiendo su mano, aunque solo acertaba a pensar en morderle los dedos. La dejó de vuelta en su casa y esperó un poco para tranquilizarse antes de arrancar de nuevo el coche. Ella lo penetraba con una intensidad desconocida, quizás olvidada. Sabía que su intento era en vano. Estaba entregado, demasiado asido a su atracción y, a pesar de todo, disfrutaba de esa maraña como si se tratara de algo cercano y familiar. Helena siempre estaba pendiente, dispuesta a auxiliarle si andaba perdido dentro de sí mismo o extraviado en medio de la ciudad. Ni ceder ni traicionar. Helena ya lo había manifestado con circunloquios en varias ocasiones, pareciendo que hablaba de otra cosa. Ramón había captado el mensaje, aunque era difícil razonarlo. A veces es inevitable. De repente uno se da cuenta de que está en otro estado y que atravesó una frontera olvidándose de pedir el visado. La quería para mucho rato, pese a la confusión de esos embates. Estaba dispuesto a disparar al centro del corazón: uno sin tregua que no deja de bombear sangre; pedigüeño en medio del ruido.

No había duda de que abrir la caja de Pandora suponía pasar sus estabilidades a riesgos. Corrían vientos muy fuertes, tormentas que desataban la ira de dios. Ramón se encaminó hacia la ducha. Aquella matanza con saña proyectaba lo mal que le había sentado que Hugo apareciera frente a Helena como un marido celoso. Abrió el grifo de agua fría y abandonó su cuerpo. Percibía los sonidos por los oídos y no por los ojos. Su mirada caleidoscópica por fin descansaba. Pensó en la tarde anterior, cuando la acompañó hasta su casa con indiferencia fingida, aunque solo tenía ganas de besarla junto al mar. Una ilusión descabellada, necesaria como el aire de cada día. Desconocía cuál hubiera sido su respuesta. Los límites estaban cargados de razones, pero el sentimiento no entendía ninguna, todas le despistaban. La espina dorada partía por la mitad cualquier percepción anterior de la realidad. Una que giraba sin tregua cambiando su mirada, que se ampliaba permitiéndole deleitarse con un horizonte que antes siempre había estado oculto. Escuchaba el ritmo de su existencia: sonaba una cadencia para cada uno de sus ángulos.

Había transitado etapas de todo tipo, aunque hacía tiempo que la ansiedad, aquella que le llevaba a perder el sosiego, había sido superada. No encontraba motivo para obsesionarse con Helena, con su calma azul, su fugitiva tranquilidad. Quizás la futurología pudiera dar una respuesta a su necesidad de proyectarse con ella en algún lugar, saltando años luz en el tiempo. Sus problemas de pareja no podían solucionarse con atajos, necesitaba enfrentarlos, así que relajaría sus ansias. En las últimas semanas se había dado algún tiempo para pensar con la excusa de hacer el camino rojo, un ritual neochamánico de origen indígena peruano sobre el sentido de la vida. Al menos consiguió un poco calma para engañar esa intranquilidad laboral y sentimental en la que estaba posado. Unos amigos del departamento de Treinta y tres lo invitaron. Si su madre supiera en qué consistía la ceremonia lo hubiera puesto en su lista de herejes. Llegó sin libros, sin teléfono, sin computadora, tuvo que contemplar cada segundo de su pulso natural, escuchando a otros seres de la naturaleza, dejándose escuchar por ellos. Se quedó día y noche, día y noche, día y noche: tres días bajo el mismo árbol, dentro de un círculo que marcaba sus barreras mentales, que ponía límites a su capacidad racional. Hablaban de un equilibrio y cooperación entre las comunidades humanas que superaba el vivir bien individual basado en la competencia. El día que llegó al campamento le dieron a probar el cucumelo, hongo alucinógeno que nacía de la bosta de la vaca, y la ayahuasca. En pequeñas proporciones, aunque suficiente para experimentar lo que llamaban el viaje astral: recorrió el universo, se cruzó con algunas estrellas fugaces, meteoritos, asteroides y creyó ver las Puertas de Orión. Corría el mito de que el facilitador de la ceremonia llegaba a convertirse, a los ojos de los iniciados, en el prócer José Gervasio Artigas. Ramón, antes de creer verlo, antepuso el rostro de su padre, de varios presidentes de distintos países, de algunos dictadores, incluso de mujeres que fueron importantes en su vida, cantantes, viejos roqueros… Pasaron allí toda la noche, dormitando como animales que trataban de escuchar sus propios aullidos. Al día siguiente prepararon la ceremonia del temazcal, en donde Ramón estuvo a punto de marearse por el calor que se respiraba. Danzó bajo un árbol: el ser humano era así de simple y complejo, iba y venía de la razón al animismo, sin lugar donde asirse ni sentirse seguro.

Una vez terminada su ducha, desprendida toda mácula de sangre y sudor, volvió a su cuarto para vestirse muy despacio mientras seguía pensando en las palabras de la tarde anterior. Helena le contaba los planes para las vacaciones. No la vería en dos meses. Su rostro dejó de disimular la tristeza. La luz, que en las últimas semanas había escondido lo evidente, se apagó para alumbrar la realidad. Quizás tenía que haber sido más prudente. Callar como siempre callar, resistir los impulsos, ya todos latiendo desacompasados, deshaciendo unas entrañas que de tanto removerse perdían la compostura y el decoro. Era difícil imaginar el peso de lo cotidiano sin su encuentro. A eso sonaba el miedo, a que ella no estuviera cerca para sostenerlo. A veces la temía por su seguridad, por su determinación y honestidad, pero era lo único que se mantenía en pie después de tantas explosiones en cadena que se habían ido sucediendo en los últimos meses. Ese viaje lo dejaría casi sin luz en el fulgor capitalino. Después de la meditación de Treinta y tres, había decidido no ir a España a pasar la Navidad. Estaba harto de refugiarse en la casa de los padres de Teresa para esconderse de su propia familia, aunque cada año se había visto obligado a cumplir con los ritos de la nochebuena en casa de su madre, esperando a retirarse antes de que su antecesora se pusiera demasiado pesada con el vino y el ayer. Le programaba las visitas familiares y las compras de mazapán que tendría que ayudarle a repartir. Tampoco vería a Eduardo, el hombre más ocupado de la casa. Siempre evitaban hablar de política y acababan discutiendo de fútbol, algo que francamente a Ramón no le interesaba en absoluto. Se quedaría solo en Montevideo y haría alguna escapada al océano para rumiar la alienación que sentía entre los muros opacos de la entidad bancaria. Buscaría en esa soledad espacios para dialogar consigo mismo, para dejarse sentir. Helena pasaría todas las vacaciones en Valizas y no la vería hasta marzo. Así que tendría que enfrentar el calor sin el azul de sus ojos, que le hacía más cercano el país que le dio refugio. Tal vez solo era un espejismo por el que dejarse llevar cuando lo que había constituido su polis se hundía cada vez más profundamente en el mar de los Sargazos.

Fue a la cocina a preparar el desayuno. A través de la ventana, pudo ver una lluvia de ceniza procedente de una terraza aledaña cuya parrilla no descansaba. Una pátina grisácea iba cubriendo todo. Ramón no sabía cuál podía ser la siguiente etapa. Se había dado la vuelta por completo sin darse cuenta cómo había ocurrido. Un benteveo se puso a cantar al otro lado del cristal: abrió el vidrio para escucharlo mejor. Era la misma especie de cuerpo amarillo y antifaz negro que había visto una mañana en la Rambla, mientras compartía el mate con Helena. Ella le explicó que también le llamaban bichofeo, a lo que él le contesto «que eso lo sería ella». Rieron durante mucho rato. El café empezó a borbotear en ese momento, pero Ramón seguía concentrado en el canto agudo y prolongado del pájaro, sintiendo que necesitaba acompañarlo con una plegaria. Sabía que ese también era el sonido de la despedida y, tal vez, el inicio de un duelo. El de una amistad que podría mantenerse en el tiempo, pero no con aquella intensidad, no con ese contacto ni con esa luz.