Entre el 28 de mayo y el 8 de junio de 2016 viví una de las mayores experiencias de mi vida. Siguiendo las huellas del mayor felino de América, me embarqué en una aventura que me llevó hasta el corazón de la Amazonía. Este es el diario de aquellos maravillosos días...

Me desperté en la balsa flotante Uacarí, en el Amazonas brasileño, y revisamos los últimos datos que enviaron los collares de los jaguares Fofa y Django para ver sus posiciones y así reducir el área de búsqueda.

Salimos de nuevo en las lanchas para ir en su búsqueda y un lindo arcoíris nos avisó sobre la lluvia que luego nos bañaría por completo. Entramos un poco a la selva con la lancha rápida para dejarla y subirnos por primera vez a la canoa que llevábamos de manera transversal.

Nos montamos en ella e Ivanilson empezó a remar entre los troncos de los árboles mientras que, detrás de él, estábamos Wezddy (haciendo telemetría) y yo, observando.

Me gustaba mucho cómo el paisaje cambiaba. Por momentos el agua estaba llena de helechos flotantes que creaban una alfombra; a veces había pasto flotante por todos lados, de repente era solamente el agua ondulante. Los troncos de los árboles parcialmente sumergidos tenían las marcas de las inundaciones previas que habían sido más fuertes.

Salíamos del bosque y entrábamos en caños pequeños con enredaderas de flores color lila para buscar la señal de Fofa. Pero todavía nada.

Continuamos navegando tras la pista del jaguar, pero sin resultados positivos; remamos a través del bosque y mil criaturas nos saludaban, como una hermosa ranita amarilla con marrón oscuro, o los grillos que, de a centenares, saltaban sobre los helechos huyendo de nosotros; pero lo más impresionante era la cantidad de arañas con sus colores y formas.

Continuamos navegando entre pastizales, ramas y troncos de árboles y nada alteraba el sonido monótono del radio. Ya cayendo la tarde, regresamos para ver a los pequeños delfines de agua dulce llamados «botos» asomando apenas el lomo y dejándose ver por unas milésimas de segundo.

Luego de navegar todo el día entre la selva inundada fuimos de nuevo a la posada para descansar y prepararnos para un último día de búsqueda.

Al amanecer nos preparamos con emoción para salir de nuevo, no sólo al campo, sino en la tarde a Tefé; dejando el siguiente como último día en la selva, y última oportunidad de ver al jaguar.

Nos montamos en las canoas, luego de pasar cerca del caimán que estaba al lado de la cocina y de ver la última posición de Fofa en el GPS.

Salimos esta vez sin usar las lanchas rápidas y en mi canoa estaba Emiliano (por primera vez). Entramos de nuevo en esa selva hermosa con flores flotando pausadamente, mientras centenares de invertebrados caían sobre nosotros maravillándonos con sus hermosos colores y formas. Era muy emocionante, pero debía permanecer en silencio ya que en el radio empezaba sonar un bip lejano que, poco a poco, nos iba guiando a través de la selva.

A veces debíamos regresar porque perdíamos la señal.

Poco a poco el bip, que sólo oía Emiliano, le indicaba que nos aproximábamos: 100 m, 60 m, 40 m… estaba ahí mismo, en algún lugar, ya consciente de nuestra presencia.

30 metros...nuestras miradas hurgaban en silencio la intrincada selva y todas las ramas tratando de adivinar y de descubrir sus manchas entre el follaje.

20 metros… y en silencio mi corazón palpitaba, podía estar en cualquier lugar, ya no hacíamos ruidos ni movimientos mientras la canoa, por inercia, continuaba avanzando.

17 metros… Emiliano me señaló una rama de un árbol gruesa que parecía un buen lugar para escudriñar con los ojos, pero no lograba ver nada. Tenía un poquito de ansiedad y no sabía si ya tenían contacto visual o no, y no podía preguntar para no ahuyentar al jaguar que, seguramente, nos observaba.

15 metros, 14 metros, 13 metros… y vimos el resto de este árbol espectacular de ramas anchas y con bromelias colgando. Seguramente estaba ahí. Todas las miradas buscaban entre las ramas tratando de distinguir algún patrón que delatara al felino.

Con movimientos lentos Ivanilson volteó a vernos casi acostado en la canoa e hizo el gesto que todos estábamos esperando: tenía contacto visual.

Señaló hacia unas ramas horizontales donde, sin estar preparada, unos ojos se encontraron con los míos. Unos ojos intensos, poderosos, que no veían a los míos ni a mis pupilas; miraban directamente a mi alma, dejándola sin protección.

Y así poco a poco fui descubriendo al animal, con sus manchas y sus bigotes que casi inmóviles nos prestaban atención.

Su mirada era realmente intensa y no parpadeaba mientras la canoa aún se movía muy lentamente en su dirección y nos dejaba ver un poco más de su cuerpo y sus manchas. Pero algo estaba extraño. Su cabeza estaba fija pero su cuerpo se movía como separado de ella… y esa fue la mayor sorpresa.

Unos ojos tímidos se asomaban entre las hojas de palma, tratando de vernos curiosamente… era el filhote. Esos ojos penetrantes eran los de una madre atenta a cualquier cosa que pudiera amenazar a su bebé de 2-3 meses… era una escena increíble; se sentía la emoción silenciosa entre nosotros mientras el cachorro se movía hacia su mamá y lejos de ella tratando de observarnos mejor; pero la madre no nos quitaba la mirada paralizante, intimidante.

Estábamos a 10 metros de ambos. Del máximo depredador, conocido por sus poderosas mandíbulas que trituran cráneos que, con recelo, cuidaba a su cría inocente, descubriendo el mundo con esa curiosidad de ojos nuevos que quieren observarlo todo. Un poco confiando, quizás, sabiendo que su madre lo defendería de cualquier cosa que pudiera parecer amenazante. Y era así, estábamos muy cerca de aquellos ojos que hacían bajar la mirada por respeto y miedo que, como un rayo, se podía disparar hacia nosotros, pero no; estaba tranquila, atenta… hasta que la canoa ya había pasado su zona de comodidad, y emitió un bostezo, dejándonos ver sus prestigiosas armas… qué hermoso, ¡qué mezcla de emociones! Tenía muchos nervios, felicidad, ansiedad y un poco de miedo que me hacía ver por el rabillo del ojo la actitud de mis compañeros.

Y todos estaban tranquilos hasta que Fofa empezó a mostrar sus dientes amenazadoramente en silencio, haciendo que sus bigotes se movieran tensos y, claro está, su mirada fija en nosotros.

Se levantó continuando con estos gestos realmente intimidantes que me asomaron un poquito de temor aunque, inmóvil, lo disimulaba. Pero ella ya no se sentía cómoda, empezó a descender entre las ramas, mostrando sus dientes, mientras nosotros lentamente empezábamos a alejarnos, y fue cuando de repente ella emitió un rugido forzado con aire, como una tos, pero sorpresivo y con fuerza; nos llegó hasta los huesos y, aunque no los vi, me imaginé a todas las aves volando y los demás animalitos temblando de terror.

Continuó caminando y con ella su cachorro, un poco confundido y desconfiado. Se metieron debajo de una rama y ya fuera de nuestra vista se alejaron nadando.

Wow.

Todos exhalamos esa emoción, aún guardando silencio, pero nuestros ojos brillaban, buscando apoyo y encontrando el mismo sentimiento en los demás. Y poco a poco nuestra emoción fue aflorando luego de estar reprimida por tanto tiempo. Nuestras sonrisas ocupaban toda nuestra cara y algunas lágrimas querían escapar porque este evento era muy poco frecuente y filmaciones como estas muy escasas.

Esas criaturas tan majestuosas y a la vez tan frágiles habían compartido ese momento con nosotros. Alguna palmada nos regresaba del trance del recuerdo hacia el momento actual para continuar viviéndolo en vivo y en este compañerismo que ahora nos unía de por vida.

Empezamos el relajado camino de regreso, remando, felices disfrutando cada avance de la canoa. Y al llegar a la balsa, como adrede, había açaí. ¿Qué más podía pedir? Açaí con mañoco, tapioca y azúcar para llenar este momento con más cosas buenas.

Nos montamos de nuevo en las lanchas rápidas y empezamos el camino de regreso a Tefé para ver miles de libélulas sobre el río que en ese punto se mezclaba con las aguas oscuras del lago; y para ver sobre él el hermoso atardecer del cual Emiliano me había hablado.

Al llegar a tierra firme salimos a conversar con algunos amigos para contarles sobre la increíble experiencia.

El día siguiente fue muy relajado, jugué con los perros, empecé a hacer un dibujo de los jaguares y cuando estaba revisando las fotos y videos del viaje para escribir sobre mi día me di cuenta de lo hermoso que ha sido todo, de lo maravillosa que es mi vida, de lo feliz que soy, y ese sentimiento me invadió y tuve que retirarme unos momentos para asumirlo y entregarme a esa emoción. Terminamos el día con los amigos y poco a poco se iba aproximando el momento de mi partida.

Hoy me desperté tarde y un poco pensativa en las borboletas (mariposas): ellas siempre están volando, pero cuando se posan cerca hay que disfrutarlas antes de que vuelen de nuevo porque no se sabe si se volverán a posar en el mismo lugar y cuando se van solo queda la saudade de su presencia y sus colores.

Saudade es un sentimiento afectivo, próximo a la melancolía o nostalgia, estimulado por la distancia de tiempo o espacio a algo amado y que implica el deseo de resolver esa distancia. A menudo trae consigo el conocimiento reprimido de saber que aquello que se extraña quizás nunca volverá. Creo que me estoy empezando a identificar con ese sentimiento.

Muy agradecida me siento, es una mezcla de emociones ahora, ya que me voy mañana y voy a tener mucha saudade de la casa, de los perros, de la selva, de la gente y las experiencias. Logré terminar el dibujo de Fofa con su cachorro y gustó mucho.

Comimos esas riquísimas tortillas de tapioca con queso junto con Ivanilson y hablamos sobre más proyectos buenos que vienen a futuro.

Ya recogiendo mis maletas empiezo a caer en cuenta, pero no lo quiero pensar mucho y recuerdo que soy como una borboleta y que ya llega mi momento de volar de nuevo. Recogía mis cosas de la casa y todos los recuerdos me quieren arrollar pero trato de no pensar en eso para no ponerme sentimental.

Emiliano me llevó al aeropuerto y tocó la despedida. Un buen abrazo, diciéndome que no llorara (aunque no lo estaba haciendo) sino en el avión y que aquí teníamos una gran amistad para toda la vida.

La melancolía y la saudade querían invadirme en esa sala de espera, pero me movía para no dejar que me alcanzara el pensamiento. Llegó el avión y lo abordé con un vacío en el pecho que trataba de disimular. Al llegar de nuevo a Manaus me recibió Henrique con aquella gran sonrisa y le conté todas las historias del magnífico viaje hasta que ya casi me quedaba dormida.

Salimos en la mañana hacia el aeropuerto y una vez en el avión leí otro libro, no queriendo leer mi diario mientras espero a que las aguas se calmen un poco dentro de mí.

Aterrizamos en Barcelona y de nuevo aquí estoy, donde empezó todo, donde hace unos días leía Canaima y no sabía qué iba a pasar. Casi veo a mi fantasma nervioso, a la expectativa, recorriendo el aeropuerto y, de ser posible, le diría:«No te preocupes, todo va a estar bien; eso sí, no hay manera de prepararte para esto. Lo más hermoso que te va a ocurrir. Te quiero y admiro tu valentía y... ¿sabes qué? Qué buena decisión has tomado, pero no te adelantaré más nada. Que todo sea sorpresa, porque así es magnífico».

Así, me despedí de ese lugar maravilloso, de la inmensa cantidad de personas increíbles que conocí, y de muchas cosas que no conocía de mi misma. El primer viaje sola. Y no pudo ser mejor. Me recuerdo de una anécdota que siempre cuenta mi papá y que lo entiendo perfectamente.

Un día le preguntaron: «Charles, ¿y cuándo fue que regresaste de la selva?».
A lo que él respondió muy seriamente: «yo nunca regresé».

Y así me siento yo ahora, aunque ahora físicamente estoy en otro lugar, un gran pedazo de mí se quedó en Tefé.