La crisis de los refugiados pareció sensibilizar y movilizar a una buena parte de los ciudadanos hace unos meses. Durante semanas, la mayoría de los medios de comunicación llenaron sus primeras planas con historias tan impactantes como habituales como la de Aylan Kurdi, el niño sirio de tres años que moría ahogado en una playa de Turquía y cuya fotografía se convirtió en una imagen emblemática de este drama. Sin embargo, la empatía y la compasión europeas se fueron evaporando con gran rapidez. Por supuesto, aún hay organizaciones y voluntarios que se esfuerzan por ayudar a estos migrantes forzados, así como medios de comunicación que retratan su sufrimiento en un intento de que no caiga en el olvido. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos se han “fatigado” de sentir compasión y poco queda de las buenas intenciones políticas iniciales. En lugar de llevar a cabo una política humanitaria de la que tan a menudo se jacta la Unión Europea y que hubiera permitido la acogida y el reparto controlado de estos desplazados, Bruselas abogó por un pacto con Turquía, país cuyo respeto por los derechos humanos se está poniendo más que en entredicho últimamente.

Esta crisis humanitaria primero pareció remover las conciencias y con el tiempo degeneró en una fría apatía. Ahora, la gente ha ido un paso más allá y, con ayuda del terrorismo –lo que nos lleva a otro de los problemas de difícil resolución para Europa– empieza a demostrar una impasible desconfianza y repulsa frente al asunto. En mi trabajo se ha convertido en un tema de conversación recurrente debatir qué hacer cuando coincides con personas de aspecto árabe o musulmán en lugares concurridos. Varios compañeros confesaban la semana pasada que, más allá de sentirse incómodos, han llegado a cambiarse de vagón del metro, siguiendo el ejemplo de muchos pasajeros. Otros decidieron “enfrentarse” al tópico y a sus miedos y quedarse ahí, pero la mayoría admitían su desconfianza ante ese “otro” que se está implantando con más fuerza que nunca en el imaginario europeo.

Al mismo tiempo que crece esta aprensión ciudadana, los distintos países incrementan la presencia policial y militar en las calles. Lo que no muchos parecen atreverse a reconocer es que de poco sirve la presencia de fuerzas de seguridad a la hora de detener las matanzas aparentemente aleatorias que Daesh se atribuye a día de hoy. Nadie quiere admitir que es prácticamente imposible luchar, al menos con las armas, contra individuos que atacan de forma imprevisible. Para colmo, estos atentados están consiguiendo generar una fragmentación social, un resurgir de la xenofobia y el racismo, que son parte esencial del plan de estos terroristas. El refuerzo de la extrema derecha en Europa no es sino otro caldo de cultivo que, lejos de proteger a los ciudadanos, hará que germine el odio entre cohabitantes y paisanos.

Si no se toman nuevas medidas políticas y si desde la sociedad civil dejamos que el temor y la desconfianza por nuestros conciudadanos se apoderen de nuestro día a día, estos problemas podrían desencadenar la construcción de nuevos muros que, lejos de estabilizar, provocarán nuevas confrontaciones en nombre de la seguridad.