Se trataba de una audiencia infantil. ¿Aquellos niños debian tener como mucho 7 años? A saber. Alguien decidió que era un público apto para aquel fresco. Pero la obra era muy profunda. Filosófica. O no. Quizás común a todas las mujeres.

Leslie Sévanier nos hablaba de una hija, de una madre, de una hermana, de una mujer casada, de una anciana. De todas ellas, y de todas ellas a la vez. Todas la misma mujer. O solo una, dependiendo de quien fuera el hombre que las mirara.

Sévanier le contaba a toda aquella chavalada cuándo llegaba el momento en que cada mujer ocupaba todos aquellos roles a la vez. Un buen aprendizaje. Pues el poder del teatro radica en eso, en una importante reflexión para la vida. E independientemente del público que la va a ver, si no te deja pensando después de asistir a la obra, no es una buena obra de teatro.

Una mujer que rompía a gritar sobre su herencia cultural, su pasado, que admitía hablarle a veces a sus antepasados, sus fantasmas, a su abuela, porque llegado un momento también lo era. Era la abuela de alguien, al mismo tiempo que hablaba de la niña que todas las mujeres tienen dentro, y que nunca han dejado de llevarla dentro.

Pero también era la nieta que le hablaba a su hija y a su abuela. Que viajaba por todas las manifestaciones culturales de aquellas generaciones cruzadas, de lo que significaba ser nieta y abuela a la vez, o simplemente una mujer que reprochaba todas aquellas herencias culturales incrustadas en el tiempo y de las que no se podía desprender. Pues al final era todo ello.

Esas herencias culturales que se manifestaban en objetos, tazas de cocina, muñecas, en un vestido de novias, en casarse algún día como regla general.

La rabia por no poder elegir su pasado, su presente como heredero de ese pasado, la llevaba a romper todas aquellas tazas y a confesarle a todas aquellas muñecas, que la simbolizaban a ella cuando aun era un bebe, o a su hija, o a la hija que algún día tendría. Y a utilizar la escoba -también quizás un objeto simbólico desafortunadamente pegado a la mujer -para barrer todos aquellos pedazos de cerámica- y, por qué no, deseando barrer todas aquellas herencias.

Llevaba a cabo todo aquello debajo de una escalera de madera, desde donde cuando era pequeña se escondía para jugar con sus muñecas, y con todas aquellas tazas, educándose en el género, y desde donde ahora transmitía todas esas confesiones.

Es la historia de una mujer,
Si, ¿pero cuál?
Justamente la que vosotros queráis.
Hija, madre, hermana, esposa, amante, mujer madura...
Ella se encuentra en el momento de su vida en el que encarna todas esas figuras
femeninas a la vez, todas al mismo tiempo,
pero solamente y únicamente una de ellas, según el hombre que la ve.

Es uno de los párrafos potentes que nos transmitía Sévanier en Portraits Crachés, o Retratos Rotos, a comienzos de año en Séte, un pueblo pesquero al sur de Francia, demonstrándonos su bagaje profesional -esta vez como directora e única actriz- tras haber llegado allí al vivir su vida con múltiples facetas, que pasan por combinar su carrera de actriz con la de una marionetista, profesión muy arraigada en la cultura francesa, y ligado a ella, tras haber trabajado en los Guiñoles de Canal+, entre otros.