El problema de la duración es el problema de lo real, es decir, el tiempo en los cuerpos, el tiempo vivido. Como cocinero –nada de “chef”, sino un simple cuoco de batalla–, en más de una oportunidad me tocó señalar que el tiempo no es un elemento externo a las preparaciones, una variable aislable, sino su ingrediente principal. Los alimentos no sufren la acción del tiempo, sino que encarnan vivamente la duración, al punto en que podríamos imaginar toda una cartografía culinaria basada en tiempos de reposo, de cocción, hechos simultáneos, superposiciones, restos provechosos, etc. Sin embargo, están los que se angustian por la fugacidad del acto gastronómico: “Tanto trabajo de preparación para una consumición y consumación tan abrupta”. La respuesta del cocinero no se hace esperar: ¿quién dice que las transformaciones de una intensa degustación no se inscriben en la duración bajo la forma de un pasado provechoso, capaz de ejercer presión sobre comidas venideras? Justo donde parece jugarse la mera necesidad, se inscribe el gesto eterno de la duración. Se juega… se juguea.

Si el problema de la duración es el problema de lo real, de la cocina a la filosofía encontramos una de las categorías vitales fundamentales frente a la angustia ligada al paso del tiempo: la alegría. La alegría puede ser una herramienta capaz de colocarnos de cara a la condición precaria de nuestra existencia, desde un punto de vista trágico, más allá del miedo. Si el miedo es, como pasión, el pilar de las sociedades modernas en tanto éstas para evitar el mal humano engendran y glorifican a la policía como mal menor, la alegría es una posición férrea disponible para quienes acepten la existencia como viene y se dispongan incluso al gesto que Clement Rosset llama amor a lo real.

Es el propio Rosset quien señala que la alegría excede toda causa posible. Agregaríamos que si la alegría se relaciona con lo impensable, en tanto herramienta filosófica, no puede fundarse en la razón; es decir que, puede haber razones alegres, pero ninguna alegría es razonable. ¿Eso significa que al permanecer la voluntad consciente en un segundo plano no hay nada que podamos hacer en favor de una vida más alegre? En principio, cabe una consideración sobre la capacidad de daño que tenemos como bichos humanos y la señal de alerta que de la misma condición se desprende. Lejos de encontrar la fórmula de la alegría, el animal de negación que es el hombre puede obturar sus propias posibilidades, neurotizar sus propias relaciones vitales con el entorno e incluso perjudicar a otros vivientes. Impulsivo, el bicho humano parece inmediatamente inclinado al daño a sí mismo y a los demás, antes que defensor de la democracia. Pero, al no caer en la trampa naturalista-naturalizante, el “impulso”, en ese punto, ya es un dispositivo. Así, de la misma fuente que bebemos nuestra propia neurosis, surgen los elementos de una sofisticada “cura”, más vueltera que la rosca neurótica en cuestión. Frente a esta reñida relación que mantenemos con la vida y su duración –o la vida como duración–, los sabios siempre llamaron a la detención, a una suerte de pasividad militante.

¿Qué le toca al hombre en el reparto sin cálculo de las fuerzas vitales? Unas especies se definen por su inercia capital que las pone a marchar, de presente en presente, sin otra dirección que su nicho de muerte, posterior, claro, a las instancias reproductivas. Desde el punto de vista de la vida como duración creadora, las especies son por lo general técnicamente conservadoras, ya que la vida que las pone en el mundo permanece como su irremediable punto ciego. Es pura fuerza creadora. El hombre, en cambio, es un bicho raro porque junto a las determinaciones bioantropológicas y físico químicas que lo conforman –el punto en que también se deja definir como especie– le es concedido cierto grado de indeterminación, es decir, un margen de azar que constituye al mismo tiempo su debilidad y su específica fortaleza. La voluntad, figura moderna si las hay, aparece como uno de los modos posibles del plano de indeterminación y tal vez sea su cara más viciosa. La voluntad se confunde con la vida y se atribuye sus dones, al punto de propiciar su propio reinado, pero no hace más que reducir la duración a sus cánones de conquista. Es la cara conservadora que nos toca, reducir la duración a magnitudes.

En cambio, el bicho ignorante se debe realmente a una conquista que Bergson tradujo como acceso a las condiciones de la propia experiencia. En tanto especie, el hombre no cuenta con un mandato genético potente, es un desamparado por esencia que intenta inventarse un mundo en el mundo, no como gran virtud sino como manotazo de ahogado. La voluntad es una mala imitación de la inercia, ya que el hombre contaría de a momentos –fogonazos– con la posibilidad de saberse ciego, como si contara, al mismo tiempo, con un anticuerpo a su propia capacidad de daño. El ciego que ve su ceguera se detiene, avanza con cuidado, ya que avanzar se le vuelve menos obvio y, fundamentalmente, tantea. El hombre necesita, entonces, un paso atrás, pero es dolorosa esa idea para un animal que, cuando no se propone el gran progreso, intenta cambiar el mundo de un plumazo, siempre desde sí mismo como fuente suprema. En cualquier caso, se le juega protagonismo desesperado que le impide otra vivencia de la duración o incluso la experiencia de la duración como modo de vida.

El desfasaje constitutivo del hombre es fuente de angustias inexplicables y de alegrías siempre excesivas respecto de cualquier causa posible. No tiene presa ni depredadores fijos, no tiene hogar natural ni obstáculos que se acomoden a sus partes… El hombre no tiene una misión. Por eso mismo Nietzsche fue capaz de mofarse del intelecto o del lenguaje cuando estos son tenidos por valores superiores, porque son solo síntomas de un animal de conformación débil. Los grandes valores se miden con las grandes faltas, o, mejor, con la precariedad propia del hombre leída en un sentido carente. Pero para Bergson, esa zona de indeterminación que le da al hombre su carácter oscilante y vacilante, es una gran oportunidad para instalarse en la duración, para dejar pasar la dimensión creadora de la vida. Nuevamente, una imagen de la pasividad: “dejar pasar”. Sin embargo, hacerse de las condiciones de la experiencia, relacionarse de ese modo con la vida, supone un ejercicio mayor de atención, una disposición por contraposición a todo voluntarismo. Solo una voluntad paradójica capaz de retomar un permanente contraesfuerzo. ¿Qué significa batallar contra sí? Es como si la vida, en su ímpetu creador, hubiera dejado un margen a la voluntad, no para contradecirse –eso significaría la astucia de perpetuarse–, sino para abstenerse de sí misma… Es decir, una astucia, esta vez, de la vida. La disposición de un cuerpo en relación a la duración es el tanteo del ciego al mismo tiempo que un giro posible sobre sí, pero no para encontrarse consigo mismo, sino para redefinirse como experiencia vivida irreductible al individuo voluntarioso y volverse capaz de permanecer abierto a lo que ocurre. El ojo batailleano que se cae de la cabeza para vivir una vida erótica, haciendo vibrar conciencia y ceguera…

Habría una política de la inacción, de la detención del tren del progreso o los delirios de grandeza de la Revolución, una política que llama a la tozudez de los cuerpos a dar un paso atrás, a retirarle el tiempo a la voluntad para restituírselo a la tensión vital que nos atraviesa y nos problematiza. Se trata, en esta filosofía, que podría ser inmediatamente política, de acceder a problemas que Bergson llama “verdaderos”. Una especie es el intento de resolución, desde unas condiciones materiales, de un problema que la vida se plantea. Al hombre le resulta demasiado fácil negar la vida como problema y afirmarse solo en ese nivel estrecho que es la voluntad o su carácter de pseudo-especie, o incluso regodearse en la culpa cuando se descubre frágil. En lugar de afirmar la vida, se autoafirma como individuo-especie. Pero lo real no deja de desbordarlo y sus males lo aquejan justo ahí donde la alegría también es posible, en el punto de exceso. La alegría, como dice Rosset, “un regocijo impensable”, no puede ser provocada razonablemente, pero sí impedida por diversos modos de vida cuyas razones ganan en complejidad arrastrando la eterna confusión de espacio y tiempo, de intensidad vivida como duración y magnitud del objeto como causa. Afirmar no significa hacer, decretar o impulsar; toda afirmación depende de una disposición singular y, a su vez, toda disposición como decisión es forzosamente alegre. Trágica.

Disponerse es un modo de estar en el mundo, como poniéndose con cierta displicencia. Sin embargo se trata de una suerte de inclinación fuera de sí de la voluntad que habilita la posibilidad de la intuición. Así, el más displicente en términos de voluntad puede resultar el más atento en términos de intuición. La displicencia es un mínimo de disposición frente a un máximo de afecciones, mientras que la autoafección (Spinoza) es un máximo de disposición como instalación consciente en la duración. Tanto en Bergson como en Spinoza, se juega una tendencia a la disolución de la voluntad en beneficio de una dinámica de la composición inmanente en el movimiento infinito.

Nuestra vida, “esa breve apariencia, concedida para el fulgor y la desmesura” (Luis Tedesco) solo aferra a la existencia cuando cumple el máximum de quietud que los sabios llamaron serenidad. Tanta inquietud en una vida para enterarse que no había mucho por hacer. ¿Qué significa llegar a saber que no se sabe nada? ¿No es acaso la experiencia de un inconmensurable: que solo la vida se sabe a sí misma? El sabio de la pregunta, un Sócrates que nos inventamos, muestra el camino del hombre en su propio giro: se pasa del temor de no poder hacer nada a la serenidad de no tener que hacer demasiado. Se sabe que aun sabiendo todo no había mucho por hacer y, si bien eso a veces le parece poco al animal implume lleno de plumas imaginarias, no es poco para Sócrates que, en todo caso, aprende a ser un humano y se da cuenta que no era para tanto.

Tal vez Bergson exageró al considerar al hombre una especie “exitosa”; aunque es cierto que, si una especie se define por su capacidad de conservación a costa de cerrarse al movimiento perpetuo del impulso vital, el hombre presenta una característica que lo define como ser quebrado y, por ello mismo, exitoso en términos de la “evolución creadora”, es decir, en función de la vida. Lo exitoso no pasaría tanto por alcanzar un alto grado de evolución (no habría criterio que valga), como por existir sin llegar a ser completamente una especie. Algo permanece abierto, un escaparate biológico que se resuelve como rasgo ontológico. Por eso mismo, Bergson es un filósofo y no un científico. Más aun, Bergson intenta explicar al hombre en términos casi literarios, en una suerte de teatro de tensiones que van de la aburrida conservación a los peligrosos bordes de la creatividad. Es la especie que no se define solo por la conservación, aunque tampoco se deje explicar apocalípticamente como raza autodestructiva. Ser oscilante cuyo éxito depende de su permeabilidad a la imprevisibilidad de la vida, bicho raro, dijimos, que solo se adapta paradójicamente a su inadaptación.

Entretanto, la alegría no es la simple adaptación del humor a la precariedad ontológica considerada como rasgo negativo. Un consuelo, digamos. Se trata más bien del reconocimiento de la herida constitutiva como material de trabajo… y si hay un trabajo alegre en esta vida es, como lo definió Marx, “el trabajo del espíritu”. La ideología del progreso fue el último gran intento de conjura de la precariedad y el trabajo la variable más usual de la tristeza. La alegría, entonces, no es nunca adaptación, sino aceptación radical de la existencia. Pero tan poco frecuente es como excesiva para un cuerpo. El dolor no alegra, pero la alegría duele. Y duela…

El individuo, ese reducto de la sobreadaptación, se gasta en un relato sin quiebres ni males mayores. Todos los males son ajenos, y vaya que lo son cuando de golpe se encuentra sin herramientas para elaborarlos. Los precarios, los subversivos, las sociedades secretas, le representan un solo peligro en la medida en que encarnan la pregunta por una inadecuación fundamental. El individuo replegado es una escala tan pequeña como grande su negación de la vida, una voluntad tan férrea como nula su disposición.

Bergson no deja de escribir una larga carta de amor a la vida, desde la aceptación de su violencia creadora. Nos mostró que la vida es un llamado permanente, un planteo inmanente dado en el simple existir, un verdadero problema. Por eso el ser humano, en tanto especie especializada en arruinar lo que es, se debe un paso atrás, único modo de acceder a las condiciones de experiencia.