Es arduo el oficio de lector (Borges) y al cabo de 76 años de ininterrumpidas lecturas, no se requiere de recomendaciones de papers académicos ni de sugerencias mercuriales (Diario El Mercurio y sus paniaguados de fin de semana), para encontrar libros que aguardan la ruptura amorosa de sus sellos, como quien encuentra los labios de una mujer, amada otrora, en la esquina extraviada del viejo barrio, y los abre en la primera página y encuentra una dedicatoria con su propia filiación, esa que había extraviado en un sueño enfebrecido, mientras escuchaba el estruendo de olas extranjeras y la amenaza de aterradoras ferreterías, duermevela de la derrota para un despertar indeciso.

No es necesario, no insistan con esos vanos consejos ni prescripciones didácticas, por favor... El paladar del lector busca sabores intuitivos, sorpresas antiguas, como encontrar un verso distinto en La Odisea, algo no advertido por exégetas empleados a tanto la carilla, ni por epígonos de literatura publicitada para premios varios y réditos de sellos editoriales al servicio del sistema. Porque leer es, ante todo, una aventura.

Después de varios Nobel, como el último, John Fosse, que escribe tan parecido a Gertrude Stein, la mentora y filántropa de Ernest Hemingway en el París de hace un siglo, las novedades y secretas virtudes se deshacen como la manteca en la acera. La biblioteca lo sabe y sus callados habitantes sonríen. Esperan desde los folios a que un par de curiosos dedos separen sus labios y penetren en aquellos ámbitos en reposo.

¿Leíste La Carreta, del uruguayo Enrique Amorim (1900-1960), amigo de Horacio Quiroga, de Jorge Luis Borges y de Federico García Lorca? Pues léela y disfruta su pausado rodar por la plenitud de las palabras, en ficciones que poetizan, con extraordinaria hondura, las claves de la condición humana, donde las quitanderas del amor son las sirenas sudamericanas de un Ulises carretero...

También están disponibles La Casa inundada, de Feliberto Hernández; La bendición de la tierra, de Knut Hamsun; Los Siete jinetes del Apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez, Los ríos profundos, de José María Arguedas; los Diarios de Kafka; Borges y Bioy Casares... en fin.

Claro, no tienes que esperar la anunciación de las carabelas conquistadoras que vienen desde el otro lado del mar, ahora enunciadas por Facebook o WhatsApp. Esos descubrimientos terminaron para los habitantes de las Indias Occidentales, cuando José Arcadio Buendía se topó con un galeón español varado en la espesura de la selva colombiana.

Desde entonces, antes quizá, se ha venido forjando entre nosotros otra poesía, otra narrativa. Te sugiero buscarla, está a la mano, gratuita, en las bibliotecas de papel y también en novedosas propuestas virtuales. No te propongo comprar libros nuevos, sino aprovechar lo viejo y aún no degustado. Te «regalo» una extraordinaria aplicación, gratuita y fácil de adquirir; se trata de El libro total, así de simple; estas tres palabras unidas y escritas en la web, y aparecerá la plataforma para instalarla, sin costo ni tarjetas de garantía, en tu teléfono móvil o en tu computadora, herramientas que sirven o pueden hacerlo, para algo más que idiotizarte en la mecánica de inútiles incitaciones.

Lo que no te puedo brindar -tampoco los gurúes académicos o mentores editoriales-, es el tiempo suficiente para leer la infinita oferta de los libros. Esta es la otra propuesta descomunal del oficio de lector: multiplicar las horas mientras el tiempo las corroe, como lo viene haciendo con tus amores y tus sueños; pero los espacios que restan entre comienzo y final, serán tuyos o se perderán en la ceniza donde se guardan todos los olvidos.

En su ensayo Emerson. Leo Strauss, Harold Bloom, escrito en 2008, Antonio Lastra nos habla de la lectura, citando a Henri W. Thoreau, un autor cuyo Walden debe estar siempre semiabierto en la biblioteca, pues su adicción no pasa de moda ni se extingue bajo análisis vanguardistas o propuestas renovadoras. Escuchémosle:

Podemos leer entre líneas el capítulo sobre la lectura de Walden de Thoreau y extractar esta larga y memorable serie de citas, aunque ni «Leer» ni Walden sean en sí mismos textos originales… La lectura entre líneas de «Leer» anuncia casi todas las preocupaciones de la teoría contemporánea de la literatura, eminentemente universitaria, respecto a la prioridad textual, la inexistencia del autor o del texto, la diferencia entre la voz y la escritura, la imposibilidad de leer o de encontrarnos en algún lugar o en algún momento fuera del texto, la lectura recíproca y exclusiva de los grandes poetas, e incluso los criterios de corrección política y el elitismo de las humanidades.

Entre otras preocupaciones, sin embargo, completamente ajenas a Thoreau, que a menudo hacía algo mejor y que, a diferencia de los partidarios de la deconstrucción, solía dejar un amplio margen en su vida antes que en su filosofía. «Lector» es en Walden sinónimo de «estudiante» y de «visionario» (vate). El capítulo que sigue a «Leer» y que, de acuerdo con la escritura revisionista de Thoreau, lo corrige, se llama «Sonidos» y anima a leer la lengua ‘sin metáfora’ del hado. Leer es, por sí mismo, una revisión de la mitología, de la razón de ser de los textos, de su propia condición literaria en relación con la vida: leer deliberadamente es vivir deliberadamente.

Es cosa de que te lo propongas, porque la voluntad del buen lector supera la cacofonía académica y también la certeza de los profetas; más vale mover un libro del anaquel que desafiar la traslación de una montaña.

Amén.