El periodismo que se está haciendo no contribuye con la reconstrucción profunda del lenguaje político y lleva al apócope empobrecido de los pensamientos de los políticos que traducen en facilidad electoral lo que es complejidad de la historia.
Horacio González

El intelectual y sus “capacidades diferentes”

El intelectual invitado a la televisión parece legitimar a los conductores al tiempo que es puesto en una suerte lejanía estratégica respecto de sus chances de incidir sobre la “opinión” o la “realidad”. Es ambigua la relación. Alguna vez se dijo que los periodistas anhelan tanto la altura y creatividad de los intelectuales como estos la llegada y capacidad de inscripción social de los periodistas. Sin embargo, lo que cada uno encuentra en el otro es más una forma de la incomodidad existencial que un arcón de los deseos no confesados. Ciertamente, el intelectual es convocado por la televisión desde la confianza que esta tiene en sí misma como fuerza neutralizadora, mientras que el intelectual accede, o bien desde cierta resignación cínica, o bien desde la expectativa de hacer algo con el lenguaje televisivo o, quien sabe, filtrar una fibra sensible rebelde a la captura mediática. Si, cuando se supone crítico, coincide o parece coincidir en algo con el periodista, este se ufana y tiene, sí, la habilidad de hacerlo notar. Si problematiza o incluso disiente, el periodista retitula para licuar la frase o, con mayor eficacia aún, inscribe la palabra intelectual en un terreno nebuloso para el televidente, rescata el pedigrí académico al tiempo que lo trata de inútil, incomprensible o, en todo caso, postergable para otro momento, para cuando la coyuntura deje tiempo (es decir, nunca).

Ubicando al intelectual en el frío estante del saber, esfera separada de los hechos, separándolo de la posibilidad de incidir sobre la percepción común, se priva, a su vez, a la percepción común de sus propias operaciones intelectuales. En el fondo, el periodismo pretende del intelectual una forma bien hablada de su propio sentido común, lo convoca a la televisión o a la radio para que diga el sentido común en clave universitaria o ensayística. De esa manera, capitaliza los fornidos recursos lingüísticos, ingenio o incluso la chispa cómplice del intelectual, al servicio de las hipótesis del sentido común, es decir, la trama de imágenes y palabras que sostienen el andar y el decir cotidiano de nuestra normalidad fraguada.

La conversación pública es permanentemente reemplazada por el formato periodístico, con sus tiempos –que coinciden con los de la coyuntura–, su distribución temática –que coincide con los temarios de la coyuntura– y sus guardianes, que van de las medidoras de rating y las consultoras de opinión hasta los periodistas mismos. El presentador televisivo necesita reforzar su lugar, esa especie de trono de mampostería que lo separa de los espectadores, más bien apoltronados en asientos verdaderos, pero, al parecer, de menor valía en términos de las jerarquías sociales. A veces lo hace dando muestras de posesión de información privilegiada (que solo un privilegiado podría tener), otras dándose maña para relativamente largas entrevistas a personalidades y, no pocas veces, apelando a los restos del prestigio intelectual.

Exemplum: dos entrevistas

Entrevista a Jorge Dotti

Jorge Dotti, experto en Carl Schmitt, entre otros nombres de la filosofía política, es invitado al programa Odisea Argentina (en el canal de cable TN)[1]. Carlos Pagni, conductor del programa y editorialista del diario La Nación, lo introduce con sus galardones y presenta el escenario de manera consistente. El periodista acompañante, Nicolás Dujovne, llama al invitado “profesor” con tono cándido, como si dijera “abuelo”. Es, al mismo tiempo, una imagen de la vejez y de los saberes y experiencias que conserva, sin duda apreciables desde el punto de vista de la cultura general, pero ineficaces a la hora de dar cuenta de lo que nos pasa socialmente, en la vida concreta. Así, la lucidez es emparentada a una lentitud inhabitable, casi de geriátrico, como si el tiempo no gozara de vueltas sobre sí o agujeros negros con posibilidades de perforar la realidad. Porque, en algún punto, eso que podríamos llamar “lucidez” mantiene una relación extraña y abierta con el tiempo vivido y su lentitud bien podría enlentecernos, consiguiendo así una eficacia distinta a la requerida por los periodistas y su apuro bobo.

Tras un comentario de Dotti más o menos estructurado, bastante bien desarrollado sobre las condiciones de producción de los discursos e ideologías que nos hacen hablar, el periodista lo interroga sobre la nueva fórmula oficialista para las elecciones, declarando la intención de la pregunta: “bajamos ahora a la realidad”. ¿Pero se trata de “bajar a la realidad” la palabra ensoñada del intelectual, o es la impotencia del periodista para una comprensión más amplia de las cuestiones colectivas e históricas la que se superpone con el supuesto parámetro de un televidente medio que necesitaría de esa bajada? Ante la siguiente intervención de Dotti, Dujovne mira de reojo a Pagni, más atento a la dinámica impuesta por el formato que al razonamiento del invitado quien, ni bien hace una pausa, es puesto nuevamente en un lugar entre familiar y anómalo: “desde la academia, desde su posición… ¿cuánto ha avanzado el oficialismo sobre las instituciones normales de una república que funciona adecuadamente?”. Las preguntas, llenas de calificativos y posiciones tomadas de antemano e inmodificables más allá de las respuestas del entrevistado, se proponen “guiar” la lectura del televidente en esa especie de tour intelectual que un bloque del programa consagra a la mirada “profunda”.

Los conductores televisivos se sienten a sus anchas, al punto de poner sus propias opiniones o bajadas de línea editoriales en boca del entrevistado o de sacar conclusiones que contradicen los planteos inconvenientes del entrevistado, comprometiéndolo a cada momento a hacer salvedades o a callarse incómodamente. El cierre de tertulia encuentra al conductor despidiendo al invitado con tono de señora: “Profesor, interesantísimo…”. Sin embargo, así como no es conveniente confiar en la completa eficacia de la poderosa sugestión mediática, tampoco son desdeñables los gestos de los intelectuales cuando se dejan invitar por la televisión y amistosamente se prestan a una conversación: al final del bloque Dotti se dio la última palabra con un reproche concreto: “La trampa me la hicieron ustedes, porque me dijeron que iba a tener que hablar de tiempo y cambio desde la filosofía…” En última instancia, el malentendido, tierra fecunda de un Freud repatriado inverosímilmente por nuestra tradición, es preferible a la batería de evidencias que hace a la chatura periodística, no pocas veces malintencionada, de hoy.

Entrevista a Horacio González

Horacio González, ensayista y actual director de la Biblioteca Nacional, invitado por Diego Sehinkman, periodista, al ciclo de entrevistas de lanacion.com, página web del diario La Nación[2]. Desde el comienzo, Horacio González inventa la incomodidad de la entrevista. La chicana de Sehinkman, haciendo uso de su localía y con tono sobrador, aunque respetuoso, intenta de primerear la escena: “¿Cómo te sentís en el corazón del gorila?”. La respuesta de González no solo neutralizó el apure, sino que, a espaldas del entrevistador, devolvió la situación a la ambivalencia de la lengua y dejó abierto el sentido: “Uno puede optar por una salida mitológica y entonces ver el fantasma de Mitre (veo el busto acá…) o rebajar toda la carga mitológica que uno lleva en sus espaldas a lo largo de los años y pensar que es simplemente una entrevista con un amigo. Pero yo pienso las dos cosas…”. El ensayista es la figura invertida del periodista medio, ahí donde este último desaloja a la palabra de dramaticidad política, el ensayista solo entiende que hay palabra donde los dramas colectivos son convocados; cuando el periodista hace corresponder su ausencia de argumentación con su tono enojoso –algo así como una dramatización sin drama–, para el ensayista lo incisivo no quita lo amable y, en el caso de González, el tono es casi afectuoso.

Si la pregunta del periodista apunta a la salud, el ensayista abre una senda que junta ribetes spinozistas (“uno no sabe lo que puede su cuerpo”), curiosidad por el lenguaje médico (“un lenguaje arcaico pasado por la tecnología moderna”) y un concepto filosófico de cuerpo (“el cuerpo era una especie de filosofía de la práctica”). Cuando el periodista, de manera algo grotesca, retoma la coyuntura (“hablando del paso del tiempo… va terminando el ciclo kirchnerista”) y apela incluso al archivo de bolsillo para encontrar en palabras del entrevistado el término “refundación”, el ensayista reinscribe esa palabra en la historia política argentina, es decir, no rehúye al presente, pero intenta explicarlo por su relación con cierta densidad de la historia, aprovechando para valorar tradiciones antagónicas y reconociendo sus contradicciones internas –en este punto anticipándose a una posible pregunta “vil” por parte del periodista–, e incluso arriesgando una hipótesis: el peronismo y el liberalismo conservador “son dos grandes bloques enfrentados (…) y, sin embargo, trabajan constantemente cada uno para tomar elementos del otro.”El periodista es monotemático o, mejor aún, mono-perceptivo, su tiempo es la urgencia, es casi un militante de la inmediatez (¿lo sabe?), insiste con los candidatos, con Carta Abierta, con tal o cual declaración reciente. El ensayista, que ya había advertido en el periodismo un “tacaño destino de ahorro, pedagogía y simplificación”[3], interviene, esta vez, de manera más explícita: “Voy a tratar de hablar poniendo menos cliché, así tomás menos impulso con tus preguntas repentinas”; pero el periodista responde, esta vez, como un administrativo web: “Yo te vengo con los veinte minutos que dura el segmento”.

Para entonces, el ensayista había dado comienzo, con cada una de sus respuestas, a varias entrevistas posibles, cosa que el periodista parece pescar recién al final: “Acá empezaría la charla, y tenemos que despedirnos”. La ironía es contundente, cuando parecía que el tiempo le quedaba corto al entrevistado, fue el entrevistador quien se sintió preso de su propia trampa. La mayor tensión se da en el plano de la lengua y de la percepción misma, antes que en la presupuesta dimensión ideológica. El ensayista desarrolla el problema de los legados filosófico políticos y el periodista lo frena en seco: “Te voy a tener que interrumpir, Horacio: ¿por qué Randazzo?”. ¿Tenía prevista semejante grosería? ¿Habrá contemplado junto al editor responsable esa posibilidad, previendo las ramificaciones gonzalianas? ¿Estaba guionada también la interrupción? González es un pensador que se asume dialéctico, pero procede rizomáticamente. Si se lo quiere acorralar por un lado resurge desde el frente inesperado (de ahí su astucia dialéctica); si se lo pretende estrechar temáticamente, encauzar por una calle angosta… una bicisenda diríamos hoy, prolifera con digresiones que saturan la direccionalidad prevista y agrietan el buen sentido (operando una forma de descentramiento).

El ensayista y su sombra humorista se ponen serios por un momento: “No puedo responder una pregunta tan concreta así… Es algo que está fuera de la reflexión que estoy haciendo ahora”. Lo que parece más “concreto”, en su inmediatez, despojado del elemento histórico, adherido a una forma despolitizada de hablar sobre política, termina por funcionar como una abstracción, es decir, tiene la materialidad, la forma de afectar de la abstracción. El ensayista insiste con la temporalidad histórica, es un militante de la densidad histórica, porque los cuerpos, las vidas, la vida colectiva, están hechos de las incongruencias de la política, de las constelaciones de intenciones que no fueron y de los azares que lo cambiaron todo más allá de nosotros. Entonces, ¿cómo esquivar el pasado presente, el tiempo que cargamos incluso en la lengua misma? Al periodista, esta vez como empleado de una empresa, agente cándido de una red de intereses económicos, le conviene el ping pong coyuntural, el presente perpetuo, recomenzado con cada click de un usuario; al ensayista no necesariamente le conviene el tiempo del pensamiento, pero, al menos, esa es su tragedia y no tiene más remedio, para sostenerse ethos, que encarnarla volviéndola productiva, ampliando sus sentidos posibles, ofreciéndola a los otros, volviéndose contendiente para que siga habiendo contienda: no se visita todos los días el “corazón del gorila” (socarronamente, González se pregunta sobre el final: “¿Por qué vine acá?”). Mientras el periodista anuncia sus últimas preguntas, el ensayista plaga el desenlace con una suerte de falsa sorpresa, chanza humorística primero, sarcástica después: “Ya me echás y no dije nada”, “Me parece interesante que tengas una capacidad tan grande de transformar lo que digo”, “Quedó todo sin decir y me hiciste hablar de cuestiones electorales”.

Coyunturalismo

Si los políticos cada vez más parecen vivir en campaña electoral, los periodistas cada vez más viven de esa condición. La maquinaria electoralista los incluye y bien cómodos se sienten en su derrotero, ya que en esa atmósfera el juicio y la opinión fluyen potentemente, se imponen como manera de hablar. El lugar del intelectual o de cualquiera que llamado por un problema de la vida colectiva se encuentra en esa posición, está expuesto, en su afán por funcionar “a contraopelo”, al peinado fácil del sofisticado dispositivo mediático que, a veces, logra ponerlo en ridículo con la sola trampa de invitarlo a opinar. Se lo convoca y se lo menoscaba en un santiamén. Unas veces, para nutrirse el periodista o el medio de su supuesto prestigio –que, al estar invitado a los medios, parce ratificarse paradójicamente, por estar invitado…–, otras, para exhibir su no correspondencia con “las necesidades de la gente”, su pedantería sospechosa por provenir del ocio o, peor aun, por financiarse con fondos públicos. Si bien es cierto que el intelectual debe ratificar su autonomía cuando se enrola en filas estatales, el periodista habla desde la ligereza y la irresponsabilidad de lo privado, su discurso se presenta como la neutralidad en marcha, como un pliegue de los hechos mismos, una sensatez de lo evidente que no es otra cosa que un punto ciego del periodismo, lo no preguntado.

Horacio González se refirió a la paridad y tensión entre el intelectual y el periodista de investigación, pero en la palabra de su entrevistador no quedaban ya rastros de la investigación periodística, esa que supone riesgos, esa que dice lo que los poderes no están dispuestos a escuchar, esa que puede preguntarse, como lo hace el ensayista, por el sentido de su lugar en el mundo.

El presentador y el sabio según el régimen salarial

En El salario del ideal, Jean-Claude Milner hace un razonamiento, según el cual, el hecho de que un presentador de televisión esté mejor pagado que un sabio no se debe a la calificación, ni a la utilidad social, ni a razones de mercado: “las capacidades puestas en práctica por un presentador-estrella están muy extendidas; en cambio, la necesidad de presentadores-estrella es poco elevada (basta con uno o dos por cadena). Al contrario, las capacidades puestas en práctica por un sabio son excepcionales, y su necesidad es relativamente elevada (en cualquier caso, superior a la de los presentadores-estrella). La simple ley de la oferta y la demanda debería conducir a una inversión de lo que observamos”.

El criterio que una sociedad se da en la distribución de roles y remuneraciones es político. Pero eso no significa que sean unos políticos los que imponen tal o cual criterio, sino que las disputas y forcejeos, los consensos y el estado de las energías sociales en determinado momento definen la orientación política, el reparto de las posiciones enunciativas y el alcance de los actores. El hecho de que el presentador televisivo ocupe un lugar central en relación a las preguntas (o ausencia de preguntas) que se hace una sociedad, el hecho de que el formato “presentador”, al que debemos agregar el rol de los panelistas –mezcla de periodista segundón resentido y tribuna fingida–, avance sobre la tradición del periodismo, el hecho de que el periodista devenido en presentador televisivo se cifre como empleado de una cadena de medios, antes que como actor social con fuerza simbólica propia y pregunta ética ante su comunidad, dan la pauta de un estado de situación o de un dilema de la época.

Al mismo tiempo, este planteo explica parcialmente el lugar desmedido desde el cuál pregunta la mayoría de los periodistas-presentadores. Por un lado, se percibe la desproporción entre el grado de desarrollo intelectual y la posición inflada en términos del dispositivo de prestigio que los sostiene. Aunque, desde un punto de vista estructural, como el que ensaya Milner, el grado de desarrollo intelectual no cuenta, de modo que no resulta decisivo si el periodista-presentador responde biográficamente a ese requisito anacrónico. Por otra parte, la asimetría entre el poder real del personaje en cuestión y la cadena que lo emplea, que parece replicarse, en menor medida, entre él mismo –ahora a su favor– y su público. Ocupa un lugar de gran incidencia política y se da el lujo de reclamarse apolítico, encarna una posición que pone a circular relaciones de poder a escala y parece no darse cuenta. ¿Es un mono con navaja? Es un bicho adinerado y astuto, pero no siempre lo suficientemente filoso. Otra desproporción: es el rostro del grupo mediático, es decir, rostro de los sin rostro.

El razonamiento de Milner concluye en un pie de página, letra chica, esa que los no muy acostumbrados a la lectura se pasan por alto: “En realidad, la situación es más perversa. Es sabido que el presentador no es en absoluto poderoso por sí mismo; solamente tiene el poder de la cadena que lo emplea. Por lo tanto, al aceptar sobrepagarle, la cadena no hace sino rendir homenaje a su propio poder”. Es decir, que “se le paga por lo que no es y que, a través de él, solamente la cadena cuenta”. Si ‘billetera mata galán’, el capital, dueño de todas las billeteras, mata al trabajo, a las capacidades, haciéndolas vivir en un desafasaje constante respecto de su propia potencia, capturando y reortientando, cualificando caprichosamente o incluso inventando el capricho mismo. De hecho, el capital disciplina porque es el único caprichoso posible en su mundo. Si el sabio, el intelectual, cualquiera que, atravesado por una condensación sensible y problemática, se reserva una relación más libre y autónoma con los otros y con las cosas, es decir, inventa otro capricho, las cadenas de medios disponen de no pocos monos de laboratorio para embarrar la cancha del sentido y confinar a los caprichosos al mundo devaluado del salario como signo de una derrota política. El presentador-estrella pregunta, empachado de un dinero que excede el nombre de “salario”, desde una victoria parcial, la de un modelo de éxito que fija las evidencias del presente y convierte en noble expresión de deseos toda palabra crítica que pretenda autorizarse a sí misma. La sagaz ingenuidad desplazó a la ingenua crítica. La encerrona nos fuerza a imaginar otros criterios políticos posibles desde el lugar del sabio asalariado, es decir, desde nuestras capacidades inventivas, afectivas y morales.

Notas

[1] Aparición de Jorge Dotti en el programa Odisea argentina
[2] Entrevista a Horacio González en la página web del diario La Nación
[3] Horacio González, Historia conjetural del periodismo. Buenos Aires: Colihue, 2013.