La guarida que ofrece la música, con sus compases y silencios, es uno de los refugios más amables donde nos podemos amparar de las piedras lanzadas contra nuestras herejías cotidianas, de la conversación con los necios o de los ritos burocráticos más innobles. En esos recintos frecuentados por almas ávidas de confundirse con los sonidos, Fernando Aceves ha retratado personajes y escenas donde el misterio creativo convive con los sonidos. Sea este el inicio de un diálogo con las imágenes que nuestro artista ha develado, un coloquio en el que se pretende fijar con fotografías la música que, por su carácter inestable en el tiempo, no puede detenerse; aun así, hay que celebrar que la impresión de esos instantes ha quedado en la obra de Aceves.

I

Concebir el jazz pulsante como refugio o guarida que se manifiesta ante nuestros sentidos es el privilegio de apenas un puñado de seres que recorren el mundo con una sed muy particular (aunque muy antigua): el afán, no solo de acompañar instantes de la vida con armonías y melodías (lo cual es común), sino también el anhelo de hablar ese mismo idioma, de beber la savia que destilan los intervalos en su aparición azarosa, del afluente de los armónicos que chisporrotean desde el alma del contrabajo o brotan de la campana del saxofón, de los riachuelos y torbellinos que se destilan en las variaciones e invenciones de cada solo de jazz.

Tal sed no termina de apagarse y, las pocas criaturas que la poseen en su naturaleza, cargan con algo parecido a la maldición metafísica del eterno retorno y, anhelosas, merodean como espectros alrededor de un círculo armónico. Responden todas a una voz originaria que las convoca, pero cuyo significado preciso no pueden distinguir claramente en medio del bullicio que les impone la ciudad. Como amantes furtivos, buscan resquicios para prestar sus oídos al gozo de un canto, a una melodía serpenteante o a un acorde que no termina jamás de resolverse. Con miradas huidizas, sus presencias etéreas no alcanzan a saciarse de melodías (tal vez creyendo que así lograrán materializarse). Estos apasionados se congregan en espacios íntimos que, en estricto sentido, hacen las veces de ermitas para sus aflicciones; atraídos por el hontanar de sonidos, llegan a lugares donde saben que se ocultan misterios gozosos, como el Pizza Jazz Café o el legendario Café Jazzorca, en la Ciudad de México.

II

En la semioscuridad del pequeño espacio del Pizza Jazz, Adrián Escamilla hace una pausa en el diálogo con el resto del grupo: se refugia un momento en las notas cálidas de su propia composición, que ahora es interpretada desde otros espejos y desde otros mundos sonoros. Aislado por un instante, discierne desde esa su guarida los discursos que llegan a él. El título de su melodía, El peregrino, no podría ser más representativo de este momento: situado a distancia de sus propias notas, tiene apenas unos compases para retornar a la partitura y responder al coloquio con otros sonidos. Pero esa pausa es esencial: el alma se repliega a sí misma entre los compases y deambula en la penumbra, esperando la hora del retorno. Los exilios se realizan, por tanto, en el espacio y también en el tiempo. Así, un «solo» de jazz es el equivalente al regreso del ánima de su peregrinar por un paisaje de donde el músico ha surgido pleno, pues ha recogido algunas voces que ahora devuelve a través de su instrumento; una vez hecho esto, el espíritu con sed de música vuelve a quedar, necesariamente, menesteroso.

El exilio de las criaturas sedientas de música, apenas y deja tiempo para el egoísmo: la búsqueda de la voz fundamental implica, tal y como hemos leído antes, una transformación profunda de quien posee esa sed. La composición no se agota en su propio final, como si fuera una sola y única realidad, sino, más bien, es una entidad que, al ser interpretada, se desprende del instrumento como una esencia destilada capaz de sosegar como el opio o, incluso, de envenenar. El hilo escurridizo de las escalas derivadas de los modos y sus arpegios se mezcla en el crisol de las almas sedientas, para apaciguarlas o emponzoñarlas.

III

El saxofón es un alambique con el que se destilan pasiones. Como un alquimista desvelado por noches enteras dedicadas a la transformación de la grosera materia en lo más sutil, Kelvin Christiane se esconde en el velo de sus composiciones para hacer surgir un paisaje denso, propio de una orquesta de alientos; el escenario en el que se ejecutan todas sus composiciones queda renovado y proyectado en el espacio del sonido de los metales (los alambiques) en forma de escalas y arpegios. Los instrumentos de aliento se relacionan directamente con la búsqueda alquímica que, a su vez, toma su arquetipo de una transformación todavía más original: aquella que tornó el humus en hombre al ser insuflado por una divinidad. Entonces, si consideramos el relato mítico, la esencia del saxofonista de la sección de alientos posee en sí misma esa cualidad que evoca la creación.

IV

Germán Bringas no solo conoce el autoexilio que impone la libre meditación musical en el tiempo, también sabe de esta alquimia de lo intangible que hincha los espacios, para volverlos después a desolar, pero dicha operación es tan vital que pasa a través de la sustancia del mismo artista: aire, pneuma y hálito mezclado con lo ígneo, son elementos que en las cosmologías antiguas de Empédocles y los estoicos configuraron el génesis; tales componentes fueron usados por las divinidades creadoras del mundo, y también constituyen los fundamentos que el alquimista sonoro emplea en las transmutaciones melódicas que agotan la partitura. Hay un resabio herético en esto, pues cuando la interpretación termina con la última nota del pentagrama, el mundo se ha vuelto a crear ante nuestros oídos y, paradójicamente, la vida que el alquimista le ha prestado a la canción ha concluido. Esto es en muchos sentidos una «ejecución». Volveré sobre esto en otra ocasión.