Llevaba ya una carrera destacada como modelo en las mejores agencias inglesas. Había cautivado las portadas de las revistas más vendidas de la época con el color casi índigo de sus ojos, y la atención de los medios por la sensualidad tímida que se destilaba de su mirada. Se decía fotógrafa, pero en realidad ejercía muy poco en ese momento: las cámaras la adoraban, pero cuando posaba frente a ellas. Fue por eso por lo que la llamaron para formar parte del elenco de A Hard Day’s Night, en marzo de 1964: Pattie Boyd era de una belleza extraordinaria, de esas que se voltean a ver en la calle. De esas que, también, atraparían la mirada de dos grandes de la historia del rock.

Se quedó con el papel, sorprendida de que la contrataran únicamente para decir una sola palabra en una escena escurridiza, que casi pasaría desapercibida. Nunca se esperó que, durante los días de filmación, George Harrison le pidiera su número de teléfono. Se les empezó a ver juntos, y los medios de comunicación estallaron con la noticia de la relación que se empezaba a gestar entre un Beatle y una de las mujeres más deseadas del momento. Entrevistas, fotografías, chismes: se hizo toda una producción alrededor del acontecimiento más reciente del mundo de la farándula. Lo que nos llega hoy de todo esto, es lo que ella pensó de él en sus primeros tratos: «increíblemente bien presentado, pero también, increíblemente tímido».

Con esto, empezaría una relación controvertida, pero estable, que finalmente se consumaría en enero del año siguiente, con el beneplácito de Bryan Epstein, productor musical de la banda, y consejero personal de cada miembro en situaciones delicadas como podría pensarse que esta sería. Se casaron los primeros días de 1965, y se convirtieron en una de las parejas más envidiables del momento: para el mundo del espectáculo, eran el ideal, el modelo a seguir en sencillez y armonía —lo que sucediese detrás de cámaras sería otra cosa.

The Beatles ya había llegado a su auge para entonces: considerados varias veces entre los mejores diez en Inglaterra y Estados Unidos, pudieron darse el lujo de dejar la imagen de boy band para pergeñar un estilo diferente y propio, con el cual se identificasen, más allá de las necesidades ensordecedoras del público mundial. Buscaban música que alcanzase otros niveles más sutiles, que extralimitase las canciones de amor convencionales, y con la que pudieran deshacerse de una vez de la imagen de niños buenos que habían tenido que llevar sobre sí en sus primeros años.

Como es de pensarse, con esta revolución de identidad y sentido —sumándole el espíritu de cambio que imperó en los años sesenta—, la relación entre Harrison y Boyd sufrió un cambio. Ya no se trataba únicamente de la afinidad juvenil que habían sentido meses antes, sino de un compromiso serio, que se veía comprometido, muchas veces, por las horas interminables que él tenía que estar en el estudio. Sin embargo, ella nunca fue un elemento disruptivo para la banda —como sí lo sería, años después, la figura de Yoko Ono—: se mantuvo más bien al margen, confinada a la comodidad de su casa. Muchas veces, esta condición resultó en una frustración general que se vio forzada a sofocar: era lo más conveniente para la producción musical de su marido.

Sin embargo, pudo sobrellevar esas dificultades por dos factores fundamentales. El primero, el gran respeto que siempre le tuvo al matrimonio; y el segundo, sin duda, la gran satisfacción de ser la musa de canciones como «Something», que incluirían tiempo después en Abbey Road. Con esto, la banda alcanzó su punto máximo en producción artística y audiencia: el cambio radical de camino que decidieron tomar pareció ser una de las mejores decisiones que habían tomado. El tono espiritual, de búsqueda de belleza y el toque trascendental que le confirieron a su música resultó en una de las producciones más prodigiosas que ha dado la historia de la música.

Durante esta nueva faceta, decidieron viajar a la India para adentrarse más en la etapa de interiorización por la que estaban transitando. Para entonces, George Harrison ya había escrito varias canciones —que muchas veces tocaban niveles de esencia superiores a los del alcance de la firma Lennon-McCartney—, y organizó con varios de los grandes del momento un concierto en Bangladesh con el fin de reunir fondos para las comunidades desprotegidas de la zona. Nunca se esperó que, durante las presentaciones públicas, su mejor amigo —y su invitado personal como músico destacado— se fuera a enamorar de la mujer de su vida.

Impresionado por la belleza de Boyd, Eric Clapton decidió escribirle una carta, brevísima, en la que le confesaba el profundo enamoramiento del que había sido víctima a su causa. Firmó como «e.», y se la hizo llegar con uno de los empleados de la sala de conciertos. Ella, acostumbrada a los elogios anónimos, se la enseñó a Harrison, quien no le dio demasiada importancia. Más tarde, ese mismo día, Clapton se acercó a ella, y le preguntó que si había recibido su carta. Fue así como una tensión se empezó a gestar en uno de los triángulos amorosos más controversiales de la historia de la música: no sólo estaba en juego un matrimonio de varios años, sino una amistad casi hermanable entre dos de los más grandes que el mundo ha visto.

A pesar del profundo cariño que Pattie sentía por su marido, se le empezó a ver mucho con Eric Clapton. Aparecían juntos en eventos sociales, y más de una vez se les encontró en conciertos juntos. Las sospechas que se habían levantado hasta el momento se concretaron una tarde de 1970, cuando él le confesó lo que sentía por ella invitándola a su casa. Se sentaron en la sala, y él puso en la casetera su próximo sencillo: «Layla». Era la primera en escucharlo, y no pudo evitar pensar en que la mujer de la que se hablaba era ella. A partir de entonces, la relación con ambos tuvo varias complicaciones: en ese momento, The Beatles estaba separándose, y Clapton la había amenazado con caer en la heroína si no aceptaba estar con él.

Sin embargo, Boyd supo distinguir entre los chantajes y las fuertes complicaciones que estaba teniendo en su matrimonio: con la ruptura de la banda, Harrison se había vuelto distante e indiferente, y tras varios amoríos que él tuvo a sus espaldas, el ofrecimiento de Clapton se hacía cada vez más atractivo, más convincente. Para entonces, Clapton había dejado las drogas ya, y durante el verano de 1974, Pattie Boyd decidió casarse con el mejor amigo de su primer esposo. Sostuvieron un turbulento matrimonio por catorce años: sus personalidades ciertamente no eran compatibles, pero había algo en ella que despertaba un sentido creativo diferente en él, y así como fue musa para Harrison, lo fue también para Clapton.

Después de su segundo divorcio, Pattie Boyd dejó de posar frente a las cámaras para retomar una pasión largamente olvidada. Decidió poner una galería en Nueva York, donde reveló todo el trabajo fotográfico que había hecho durante tantos años de convivencia con The Beatles, y momentos nunca vistos de Harrison y Clapton juntos, con un par de cervezas y con sus guitarras entre los brazos. Años más tarde, publicaría sus memorias en Wonderful Tonight: la autobiografía que titularía en honor a la canción que Clapton escribió para ella tantísimo tiempo antes, y que le recordaba la vida de excesos y desenfreno en la que se enfrascó al verse en una coyuntura histórica —aquella de tener que decidir entre dos de los músicos más talentosos de la Historia, cuyas cuerdas jamás dejaron de resonar con su nombre.