No hace mucho tiempo, en la Sevilla que ahora se prohíbe jugar al dominó en las terrazas de los bares o tocar música en plena calle, existía una especie de oasis cultural donde lo mismo podías disfrutar de un concierto improvisado de jazz que bailar canciones de Youssou N’Dour junto a senegaleses o alemanes que venían a la ciudad con becas Erasmus. Aquel reducto de libertad no era otro que el conocido como los corralones de la calle Castellar, unos antiguos garajes enclavados en pleno casco histórico.

Cuando fui por primera vez, aquella “expo alternativa”, como la calificaría mi gran amigo Alejandro Zapata, ya llevaba un buen tiempo funcionando, aunque bien es cierto que todavía de una forma íntima y familiar. Los antiguos garajes de artesanos habían dado paso a pequeños locales alquilados a bajo precio, donde jóvenes montaban asociaciones en las que, hasta la llegada de la noche, impartían talleres de danza, pintura o poesía. Con la aparición de la luna, aquellos locales se transformaban en pequeños países o pabellones que mostraban la propia idiosincrasia de sus dueños. Podías darte una vuelta por los diferentes estilos musicales y culturas sin salir del recinto, y es que pasabas de estar bailando reggae a disfrutar con un concierto de punk, de beber un cubata a tres euros mientras descubrías un nuevo grupo emergente de rock a participar en una jam con cinco músicos que acababas de conocer.

Muchos jóvenes vieron allí una buena oportunidad para alquilar alguno de esos locales y ganar algo de dinero sin tener que pagar las elevadas licencias necesarias para montar un bar, lo que hacía posible abaratar de forma considerable los precios de las bebidas, atrayendo a una gran cantidad de gente que dejaba de ir a los pubs tradicionales. Es el caso de Sandra Gil, arrendataria de uno de los locales, quien comenta que “pillar un local en los corralones fue bastante fácil. Básicamente eran compartimentos, habitaciones, ya que no tenían baño propio siquiera. Hablabas con el dueño y firmabas el contrato de alquiler, que era bastante caro para el espacio que obtenías”.

Cada nuevo local se constituía como una asociación cultural, principalmente para evitar pagar altos costes por las licencias. De esta forma se pagaba menos, pero ello conllevaba no dejar entrar a nadie que no fuese socio ni servir bebidas, cosa que no se cumplía en absoluto. De todas las veces que fui, en ningún momento me pidieron carnet de socio para entrar en algunos de los locales. No obstante, la policía lo sabía e intentaba multar siempre que podía a las asociaciones que vendían bebidas fuera del propio local. También llegaban multas a través de Medio Ambiente, por temas de ruido o salubridad.

Aun así, los locales permanecieron abiertos con normalidad hasta mediados de 2013, cuando todo empezó a desbordarse. Y es que lo que allí se vivía era demasiado bueno como para que solo lo conocieran unos pocos afortunados. El boca a boca empezó a surtir efecto y pronto el oasis se transformó en un inmenso lago del que todos querían beber. Los Erasmus empezaron a llegar en masa, junto a los propios sevillanos que comenzaban a descubrir a su Sevilla profunda.

«Los corralones han estado muchísimos años allí. En un principio eran reuniones culturales, de artesanos y gente del estilo. Mucho flamenco sobre todo, pero se masificó y se acabó», lamenta Sandra. “La gente hacía los botellones en las calles colindantes y en la misma puerta. Como comprenderás, en pleno centro, ese tipo de macrobotellones no son viables, conllevan disturbios, suciedad”.

Recuerdo esta última etapa. El hecho de no poder casi ni caminar por el recinto era una sensación bastante incómoda, lejos de aquella que experimenté en mi primera visita. La apertura de locales se había disparado, todo el mundo quería formar parte de aquello. Había una percepción de que si no acababas la noche en los corralones es que no habías salido.

Pero el éxito de aquella propuesta multicultural desembocó en suciedad y ruido para los propios vecinos de la calle Castellar. Algunos optaron por irse de sus viviendas, mientras que otros denunciaron una y otra vez hasta que las constantes presiones consiguieron que la policía actuara de forma contundente con el cierre de diez de estos locales.

Esto ocurrió a mediados de 2013, coincidiendo con la publicación de un artículo sobre los corralones en una página web de la aerolínea Ryanair, en la que promocionaban lugares de moda en aquellos destinos turísticos a los que volaban. El artículo en cuestión se refería a los corralones como un recinto que

«abre tarde y permanece abierto aún más tarde. Encontrarás un bar flamenco, una discoteca, varios bares de atmósfera senegalesa con música y baile, así como espectáculos artísticos alternativos y una colección de puestos de venta de arte. El ambiente es animado, la cerveza es barata y se ve tan de moda como el este de Londres. Las noches pueden continuar hasta la mañana».

A raíz de esta descripción, recuerdo que una vez leí un comentario en una noticia que informaba sobre el cierre de los corralones en el que se decía que si este fenómeno se hubiera producido en ciudades más cosmopolitas como Paris, Madrid o Londres, se hubiera apoyado y publicitado como una zona de ocio alternativa. Y no le faltaba razón. Es cierto que los corralones se habían degenerado hasta un punto que ya era insoportable, pero su cierre echó por tierra una oportunidad única de regular y acondicionar un espacio que de haberse querido podría haber sido un enorme atractivo cultural para una ciudad como Sevilla.

Cabe indicar que, en cierto modo, el cierre nunca fue definitivo, ya que aún quedan asociaciones que imparten talleres diurnos. Pero lo que caracterizó a los corralones durante los años de mayor actividad, la noche, quedó enterrada en pro de los bares y discotecas de siempre.