Dijo Jorge Valdano que el fútbol es un estado de ánimo. Ese circo del siglo XXI que cumple la función que se le ha encomendado, tan antigua como intrínseca a la pasión humana a la que, por breves momentos de delirio, libera de la fuerza que la cultura social ejerce (cual camisa de fuerza), para garantizar la convivencia de los individuos. Por un fugaz instante, la persona se deja llevar por un fanatismo febril, envalentonado por el mimetismo del grupo que nos demuestra una y otra vez la naturaleza social del ser humano.

Entonces, ¿es el circo un escenario representativo de la cultura de una sociedad? Si bien, en un grupo social no todos son amantes del circo, es innegable que tanto a día de hoy en los estadios de fútbol, como un siglo atrás en las plazas de toros o varios centenares antes en grandes coliseos o barrizales cercados, la mayor parte de la sociedad atiende a la necesidad antropológica de exaltar los sentimientos. Ya sea como resultado de la empatía aquel que los representa, o dejándose llevar por un fin y un enemigo común. Además, todo ello sirve al mismo tiempo como un eficaz generador de identidad grupal.

El teatro es otro lugar de representación, otro generador de empatía, de sentimiento, de sentido y de identidad cultural. Por no hablar de otros creadores identitarios que plasman lo común en un mensaje unidireccional, como el cine o la literatura. Sin embargo, lo que hace único al circo es la retroalimentación del espectador con el acontecimiento y viceversa. La escena envuelve al espectador, le atrapa y hace partícipe de una acción cuyo devenir es incierto e incluso está abierto a la propia influencia del público, que como tal, dejan de ser meros testigos para convertirse en partícipes de su historia.

Y como el fútbol es un estado de ánimo, y como éste va estrechamente ligado a la cultura y a la forma de responder ante la vida y sus avatares, el fútbol – el circo – es el fiel espejo de una sociedad. Coreografías, cánticos, celebraciones y hasta himnos. Los estadios son escenario de las expresiones comunitarias más representativas de la historia.

Algunos se preguntan por qué en España duran tan poco los entrenadores. En mente aún colea la salida de Nuno Espirito Santo del Valencia, tras devolver al equipo a la Champions League, o sentir el apoyo de la afición dos meses atrás. Quizá dos meses sean mucho en el fútbol. Quizá demasiado para el fútbol en España. Si miramos a Inglaterra, veremos que los clubes apuestan por proyectos a largo plazo, respaldan las políticas de sus entrenadores, a los que arropan en momentos delicados, dejando que el tiempo y el propio mister reconduzcan la situación y, de paso, se asienten unos pilares fuertemente armados en torno a periodos de ilusión, polémicas, críticas y resultados, pues no hay timonel que inspire más confianza que aquel que ya superó las adversidades. El ejemplo más claro de esta confianza es el de José Mourinho en el Chelsea, donde tras un inicio no sólo lejos de lo planificado sino que por momentos hasta injustificable, continuó bajo el mando de su barco, hasta el pasado mes de diciembre. Aquí se podría evocar aquella máxima de ‘lo que no te mata, te hace más fuerte’ que se atribuye a Nieztsche y que tras su uso desmedido parece haber perdido su sentido, convirtiéndose en un generador de controversia más que en una síntesis clara de una reflexión. Para mí, este caso ejemplifica perfectamente lo que quiso decir el filósofo alemán.

Podríamos comparar el caso de Mourinho con el de Rafa Benítez, aunque también sería conveniente recordar que cuando el técnico portugués abandonó el banquillo londinense, su equipo estaba tan sólo un punto por encima del descenso. Por su parte, e independientemente de la valoración del juego o gestión de Benítez al frente del Real Madrid, el conjunto blanco estaba tercero en Liga. Cierto es que también había caído en Copa por motivos extradeportivos y había sufrido un doloroso varapalo en el Clásico.

No todos los casos de paciencia y confianza en una apuesta salen bien en el mundo del fútbol. Los hay que sí, como también los hay que caen en un bucle incesante de cambio e inestabilidad que obtiene todos los resultados, e incluso el éxito en un ínfimo porcentaje. Arsene Wenger o Sir Alex Ferguson son los máximos exponentes de la modelo británico, ese del paso a paso que garantiza un nivel esperado con pequeñas variaciones de éxito y fracaso – háganse la idea de un proceso lineal que mantiene una constante con pequeños picos de subida y puntuales descensos y caídas. En este modelo, hay una seguridad de que el rendimiento tarde o temprano volverá a su nivel ‘natural’ pese a las variaciones, y si no, ahí está el caso de David Moyes (con el que no tuvieron ningún problema en sacrificar una temporada como símbolo de confianza en un proyecto). Los entrenadores citados (Wenger y Ferguson) se han convertido en instituciones en sus clubes. Más de 20 años en el Manchester para Sir Alex y Wenger ya ha pasado la década al frente del Arsenal. Ambos son entidades con un gran potencial, entre los 4 o 5 equipos más fuertes del campeonato, tanto por historia como por presupuesto, por lo que se esperará de ellos que mantengan la dinámica de estar entre los primeros puestos. En Europa, su porcentaje disminuye, por lo que se puede comprender que sus objetivos oscilen desde estar entre los 16 mejores a ser el campeón. A partir de ahí, podría considerarse fracaso. Pues bien, el Arsenal lleva desde la temporada 2008/2009 sin alcanzar una semifinal de la Champions, además de romper recientemente (en 2014) una racha de 10 años sin ganar un título, y haciéndolo con una FA Cup y una Community Shield (para que nos entendamos, algo así como la Copa del Rey). Algunos dirán, bueno pero hasta hace poco el Madrid alcanzó una racha similar. Correcto, pero a diferencia de los ‘gunners’ que han mantenido a su director pese a los resultados, el Real Madrid cambió hasta nueve veces de entrenador entre 2004 y 2010, año en que alcanzó la semifinal de Champions. Cierto que la exigencia madridista es siempre la máxima, pero esta inestabilidad en la dirección deportiva se ha visto reflejado en un palmarés intermitente e insatisfactorio (si es que ganar una Champions en 12 años es alegría suficiente).

Por el contrario, tenemos el ejemplo del Barcelona, que desde la llegada de Rijkaard ha apostado por dar tiempo y confianza a sus técnicos. Recuerdo que el holandés fue durísimamente criticado en su primer medio año en la Ciudad Condal. Al final el club le mantuvo y dos años después levantó la Champions, junto a otras dos ligas, un Mundial de Clubes y Supercopas de España. Ni que decir tiene lo de Guardiola, porque no tardó en avalar con resultados su apuesta. Mientras que el caso de Luis Enrique sí podría entrar en la dinámica. En enero de este año el asturiano estaba con pie y medio fuera de Camp Barça, con la prensa y la afición pidiendo a gritos su dimisión. La directiva aguantó y el Barcelona acabó llevándose el triplete.

Sin embargo, el Valencia, como su gente (o como la mayoría de los españoles) no ha soportado el rumbo perdido que parecía llevar su equipo en este inicio de temporada. Algo que también ronda por la capital con el Real Madrid. Aunque Florentino dijo en más de una ocasión que Benítez seguiría al frente del Real Madrid, la derrota en el clásico, las dudas de su relación con la plantilla y el fútbol poco vistoso, eran motivos suficientes para que prensa y afición insistieran en un nuevo cambio. Todo un espejo de nuestro carácter cada vez más impaciente y exigente.