Los hijos de los gauchos ya no fueron gauchitos, sino compadritos.

(Jose Gobello)

Muchas veces, cuando estoy musicalizando en diferentes eventos en Europa, y me doy cuenta que soy el único, o quizá uno de los pocos que puede entender o descifrar los códigos de las letras de los tangos, pienso: «menos mal que esta gente no entiende». Porque algunas historias suenan aberrantes o como una fábula increíble, pero la realidad es que todo es muy cierto, todo lo que cuentan los tangos:

Yo nací en un conventillo, de la calle Olavarría,
y me acunó la armonía de un concierto de cuchillos.
Viejos patios de ladrillos, donde quedaron grabadas
sensacionales payadas y, al final del contrapunto,
amasijaban a un punto p’amenizar la velada.

A comienzos del 1900, Buenos Aires vivía una situación única, la ciudad que tenia 200.000 habitantes, recibió 1.000.000 de inmigrantes en el término de 30 años.

La mezcla cultural, la búsqueda de su propio lugar y respeto, muchas veces generó una sociedad donde abundaban la violencia y los hechos de sangre.

El gaucho fue desplazado de la ciudad, pero dejo la herencia de defender el honor a punta de puñal. El tango supo reflejar esos hechos y los contó en uno y mil poemas: los «duelos». Y como dice Jose Gobelo, los hijos de los gauchos ya no fueron gauchitos, sino compadritos.

El enfrentamiento entre varones, ya sea por cuestiones de honor, de polleras, o simplemente por el buen nombre, ha servido a los poetas del arrabal para describir el alma del malevo:

Tome mi poncho... No se aflija...
¡Si hasta el cuchillo se lo presto!
Cite, que en la cancha que usté elija
he de dir y en fija, no pondré mal gesto.

Pa' los sotretas de su laya, tengo güen brazo y estoy listo...
Tome... Abaraje si es de agaya,, que el varón que taya
debe estar previsto.
Esta es mi marca y me asujeto.
¡Pa ' qué pelear a un hombre mandria!
Váyase con ella, la cobarde...
Dígale que es tarde, pero me cobré.

Esa es una parte de la letra del tango Mandria, y elocuente para explicar el tema, pero también lo vemos en algunas frases de la letra de Duelo criollo:

Pero otro amor por aquella mujer, latió en el corazón del taura más mentao
y un farol en duelo criollo vio, bajo su débil luz, morir los dos.

Otro tango muy conocido que habla de un personaje de la época era El Tigre Millan:

«Cuentan que una noche bramó como fiera, en un entrevero que hasta se comenta repartiendo hachazos era una tormenta, mostró su coraje batiendo a un malón...».

Y si por cuestiones de polleras se trata, podemos leerlo claramente en el tango El Amasijo:

Andaban rechiflaos por una mina, que a los dos llevaba la corriente
y buscaron de verse frente a frente, pa' arreglar el asunto en una esquina
uno y otro fajarse se imaginan, porque si uno es pesao, otro es valiente,
y además, es fulero que la gente sepa pa' quién quedó la percantina.

Pero, como dice el refrán, guapos eran los de antes, ya no los hay:

Ayer, de miedo a matar, en vez de pelear me puse a correr "Malevaje".

Pareciera que en aquellos tiempos, la muerte tenia un valor distinto al que tiene hoy en día para nosotros, antes se batían a duelo y se mataban, sin ninguna duda, y si no, se suicidaban.

Dicen que dicen que una noche zurda con el cuchillo deshojó la espera y entonces solo, como flor de orilla, largó el cansancio y se mató por ella.

Estas personas eran personajes de la sociedad porteña, y eso se demuestra en la cantidad de tango que hablan de los malevos, tal es el caso de Ventarrón:

Por tu fama, por tu estampa,
sos el malevo mentado del hampa;
sos el más taura entre todos los tauras,
sos el mismo Ventarrón.

¿Quién te iguala por tu rango
en las canyengues quebradas del tango,
en la conquista de los corazones,
si se da la ocasión?

Entre el malevaje,
Ventarrón a vos te llaman...
Ventarrón, por tu coraje,
por tus hazañas todos te aclaman...

Pero, ¿quiénes eran estos personajes?

El compadre, el compadrito, el compadrón , el malevo...

En los años fundacionales del tango -como explica Horacio Salas en su excelente libro El tango- adquieren ascendencia estos personajes arquetípicos: el compadre, el compadrito, el compadrón y el malevo.

El compadre es el guapo prestigioso por su coraje y su mirada. Encarna la justicia frente a la arbitrariedad de la policía, como testimonio de la contradicción que existía entre las leyes oficiales y su aplicación deforme. Se comporta como un hombre de honor y de palabra. Viste de negro por su intimidad con la muerte; los únicos contrastes que se permite son el lengue blanco (pañuelo de cuello) sobre el que está bordada la inicial, y una chalina de vicuña que lleva en el hombro y le sirve de escudo al enrollarla sobre la muñeca. No estilaba pegar piñas como los brutos, su arma es un facón acortado en cuchillo que mantiene alerta bajo la ropa (y por eso lo llamaban cuchillero). Desprecia el trabajo. Su melena sobre la nuca evoca la colita de los últimos tiempos coloniales. Se bate a muerte si le miran la mujer. Se contonea al caminar evocando el minué, paso que moderniza e incorpora al tango. Los políticos alquilan su servicio, que él ejerce con lealtad ciega. Vive solo y es tan parco en el hablar que no sólo genera incógnita, sino miedo.

El compadrito, como tipo humano, nace cuando el gaucho empieza a desaparecer, es un producto del país que crece entre ferrocarriles, alambrados, emprendimientos fabriles, y las grandes aglutinaciones urbanas. El compadrito «prefiere que se le reconozca y se le señale como bailarín elegante, pero no como obrero». Hay un tango de Miguel Buccino, Bailarín compadrito, que describe a un hombre del suburbio que ha saltado desde el barro a las luces del centro. Trajeado pulcramente, el compadrito pintado por Buccino logró imitar al hombre refinado:

Bailarín compadrito,
que floriaste tu corte primero,
en el viejo bailongo orillero
de Barracas al sur.

Bailarín compadrito,
que quisiste probar otra vida,
y al lucir tu famosa corrida
te viniste al Maipú.

El compadrito, como lo demuestra la palabra, es menos en todo. Imita al compadre, pero mal. No infunde temor. Mientras el compadre se impone por mera presencia y por conducta, el compadrito llena sus carencias con lenguaje vil y aires de fanfarrón. Es chanta. Es un gaucho sin caballo que no soporta la baja estatura y se desvive por hacerse notar, exagera su vestuario. Cuando camina pareciera que está bailando. Pese a su esfuerzo por verse bien, su pelo perfumado y su «aire de bacán», la gente no lo aprecia ni respeta. Cuando cae en apuros no duda en desenfundar el revólver, cosa de miedosos que jamás haría un compadre. Para ganar dinero no alquila sus servicios al comité, donde hay riesgo y lealtad, sino que prefiere el camino más seguro del cafiolo. Conquista y somete a dos, tres o más mujeres que trabajan para él. A veces se enamora de una, eventualidad que difícilmente le ocurre al compadre. En Mi noche triste el compadrito llora a la percanta que lo amuró.

Percanta que me amuraste
en lo mejor de mi vida,
dejándome el alma herida
y espina en el corazón,
sabiendo que te quería,
que vos eras mi alegría
y mi sueño abrasador,
para mí ya no hay consuelo
y por eso me encurdelo
pa'olvidarme de tu amor.

Sin embargo, esa fachada exterior que cultiva con pulcritud, y esmero, ese afán por ahogar el barrio reo que le hierve la sangre, asoma en alguna opacidad remota e inesperada de los ojos:

Araca, cuando a veces oís La Cumparsita yo sé cómo palpita
tu cuore al recordar que un día lo bailaste de lengue y sin un mango
y ahora el mismo tango bailás hecho un bacán.

El compadrón ocupa un peldaño más bajo aun. Opera como ventajero. También es desleal y cobarde. Gana dinero como soplón de comisarías. Traiciona a su familia, sus amigos y su barrio por el mínimo plato de lentejas. Pero simula lo que jamás fue ni será. Empilcha hasta el grotesco y vocea virtudes inexistentes. La mentira es su constante, la agachada, su reflejo.

Compadrito a la violeta, si te viera Juan Malevo
qué calor te haría pasar. No tenés siquiera un cacho
de ese barro chapaleado por los mozos del lugar.
El escudo de los guapos no te cuenta entre sus gules
por razones de valer. Tus ribetes de compadre
te engrupieron, no lo dudes.
¡Ya sabrás por qué! Compadrón
prontuariado de vivillo
entre los amigotes que te siguen, sos pa' mí, aunque te duela,
compadre sin escuela, retazo de bacán.
Compadrón,
cuando quedes viejo y solo (¡Colo!)
y remanyes tu retrato (¡Gato!), notarás que nada has hecho...
Tu berretín deshecho verás desmoronar.

El malevo ya pisa el barro: es la absoluta degeneración. Su nombre ni siquiera deriva de la raíz padre o compadre. Abusa de mujeres, niños, viejos y cuanto ser débil se le cruce. Deja encarcelar a un inocente poniendo cara de ángel o de idiota, huye ante la amenaza de pelea, se burla de los asustados en un conventillo y se esconde cuando llega la requisa policial.

Todos esos tipos humanos viven y conviven con los pies en el barro pero con la conciencia moldeada de forma diferente. El orgullo que estos personajes sienten por la ciudad de la que son despojos, les impide mirar con respeto a sus compatriotas de las provincias y a los inmigrantes.

El coraje, para el hombre del arrabal, estaba íntimamente relacionado con hechos violentos, con actos de sangre. Cierta destreza para la violencia les permitía a estos hombres merecer la categoría de compadritos, malevos o guapos. Generalmente la violencia estaba medida, calculada, por lo que el coraje rara vez suponía un riesgo absoluto. La cuestión era durar, durar en un ambiente hostil plagado de calamidades. El arma usada por el hombre del arrabal era el cuchillo. Morir apuñalado en un duelo era moneda corriente. Por eso decimos en Buenos Aires:

¿Guapos? ¡Guapos eran los de antes!