Cuando has estado temporadas en un país extranjero y convives con sus ciudadanos, intentas comprender sus costumbres, su religión, o su historia.

En mi caso, sin desdeñar los lugares turísticos de masas, prefiero ir a sitios a donde van pocas personas, porque ahí encontrarás la historia viva de los pueblos. Entonces, te pierdes por los barrios, por los mercados, por sus templos y hasta por los cementerios. Allí encuentras gente amable, para la que tu idioma, en principio, tan distinto al suyo, no es barrera, sino acercamiento, ya que se esfuerzan por entenderte.

Os hablo de un lugar lejano en los mapas, pero muy cerca de mi afecto: Japón.

¿Qué me llevaría de los pocos lugares que he conocido en ese país? Muchas cosas, pero nada material puedo ni quiero llevarme. Solo emociones y mucha gratitud. También enseñanzas que son difíciles de trasladar a una sociedad como la nuestra que se cree que lo sabe todo.

En mi recordatorio, voy a elegir algunos momentos especiales para mí. En primer lugar, tengo que citar mi visita a Hiroshima en pos de la huella de Sadako Sasaki (1943-1955), de la que estoy ultimando un poemario. La niña que sobrevivió a la bomba atómica y diez años más tarde le detectaron leucemia a consecuencia de la radiación. Ingresada en el hospital, le recordaron la leyenda japonesa de que si hacía mil grullas de origami (papiroflexia) y pedía un deseo, este se cumpliría. Sadako murió con solo 12 años cuando llevaba hechas 644. Sus amigos las completaron y se las pusieron en el féretro. Actualmente en su monumento, cerca del epicentro donde se produjo la explosión, personas de todo el mundo depositan sus grullas de papel. Hay millones y allí, perdida entre ellas, está la mía, insignificante y mal realizada, pero rebosando emoción.

En algún lugar de Hiroshima
habrá otra buena muchacha
y se sorprenda de los primeros fríos.

Si el devenir hubiera sido
como debe ser,
tú estarías entre nosotros
o, quizás, te habrías marchado
rodeada de nietos.

Pero Sadako ya no hace
grullas de origami;
ahora se levanta en los campos
donde las lágrimas se espesan.

Me llevaría la ceremonia del té que viví en un local aledaño a un templo de la zona de Kichijoji, donde hay varios lugares religiosos cada uno de ellos dedicado a un dios distinto. Me invitaron a participar al verme de espectador respetuoso con mi cámara siempre dispuesta. Se trata de un meticuloso ritual donde el té verde (matcha) se acompaña de unos pasteles típicos (wagashi).

También me invitaron unos monjes budistas de Zojo-Ji a una ceremonia donde golpeaban rítmicamente tambores mientras repetían rezos de forma monótona.

Zojoji es un espectacular complejo de varios templos que acoge las tumbas de seis shōgun Tokugawa. El shōgun, ejerció el poder militar y político del país entre 1603 a 1868 (fue el periodo Edo o Tokugawa); en tanto que el emperador tenía asignados el poder religioso y espiritual. Podemos hacer un paralelismo, en parte, con la Edad Media europea, cuando el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico detentaba el poder político y militar, estando reservado para el papa el poder religioso.

Estos templos están al lado de la famosa Tokyo Tower, torre de comunicaciones cuyo diseño se basó en la conocida Torre Eiffel de París. Es usada como mirador de la ciudad y, al menos, las veces que fui, había más personas para subir a ella que para entrar en el recinto religioso.

Especialmente emotivo, fue encontrarme con los mizuku (niños del agua). Son pequeñas estatuas de aspecto hierático e inquietante, alineadas, a veces por cientos, en muchos templos y caminos de toda la nación. Llevan puestos gorritos, bufandas y baberos (de color rojo, para ahuyentar a los diablos) que les han confeccionado sus madres para que no pasen frío. Están dedicadas a los niños que no llegaron a nacer o que murieron con pocos días. Según sus creencias, el alma de los bebés cae al otro lado del río Sanzu (Sanzu-no-kawa) que se debe cruzar para alcanzar la iluminación. Como ellos no han podido acumular buenas acciones, piden a Buda compasión presentando como ofrenda montoncitos de piedras; pero por las noches aparecen los demonios y se los destrozan provocando la desesperación de los pequeños. Entonces aparece Jizō una boddhisattva compasiva que los esconde en sus mangas y cruza el río con ellos para que sean felices para siempre.

Existe un paraje
con miles de piedrecitas,
como una colección
de lágrimas usadas de madre.

Cada una de ellas
es un niño que no duerme,
que no lo amamantan,
porque quedó solo como un deseo.

En este brevísimo recorrido recuerdo ciudades bellísimas: Osaka, Kioto, Sapporo o Kamakura y lugares entrañables tales como el monte Fuji o la isla de Miyajima.

En mi despedida, os cuento la sorpresa que tuve al visitar el Cementerio Imperial de Musashi. Esperaba encontrar mausoleos grandiosos de mármol y me encontré un lugar lejano, solitario y estremecedor. Un bosque de cedros gigantescos que arropan grandes túmulos redondeados de piedra donde están enterrados emperadores y emperatrices. El día que fui, no vi a ningún extranjero.

En el Cementerio Imperial Musashi,
encontré cedros colosales
que escoltaban a los difuntos.
Y chicas que juntaban sus manos en silencio.

Mi madre también unía las manos
y rezaba al Cristo de la Buena Muerte
y a San Pedro Advíncula,
de los que era muy devota.

Las muchachas cerraban los ojos
y oraban por Taisho y Showa,
supongo.

En Musashi,
túmulos de eternidad,
albergan a los emperadores.