«Para amanecer este día me desperté como a las cuatro ¡Y encontré a mi amado esposo ¡muerto!», es la frase que mi abuela paterna dejó escrita en el borde de una de las páginas de su libro de oraciones del Mes de la Virgen, el 11 de mayo de 1975. No creo que la haya escrito al momento, quizás lo hizo cuando llegó a la casa después que había terminado el funeral y se hizo consciente de su soledad, de su viudez. Yo era muy pequeño cuando todo ocurrió y me alegró el hecho que ahora viviría con nosotros. Pero todo duró poco porque al año se mudaría a un anexo de una quinta en Las Acacias. Un pequeño apartamento sobre un gran caserón, por lo menos desde mi visión infantil. Fue lo mejor porque ella iba a cumplir 60 años y la dueña del caserón era otra viuda, aunque ocho años mayor (nacida el 19 de marzo de 1908), que vivía con una hermana de crianza y la señora doméstica. Desde 1976 al 2003 la visité con mucha frecuencia, pasando a su lado casi todas las vacaciones escolares de mi niñez y adolescencia e incluso en la época universitaria iba de lunes a viernes a almorzar a su casa. Visitarla era tratar además a la señora Josefina que se convirtió en una hermana para mi abuela. Las palabras que siguen es un sencillo reconocimiento a una «tía» que llegó cuando mi abuelo se fue.

No recuerdo cuándo comenzó la tradición de quedarme a dormir en casa de mi abuela, probablemente fue a los siete años; en todo caso desde esa primera vez ya ella tenía la costumbre de bajar a la casa de la señora Josefina a las 6:40 pm después de la cena. Nos esperaba en el porche y pasábamos un buen rato charlando. Dicho porche estaba algunos metros por encima de la calle, una calle que hacía esquina de modo que podías mirar varias cuadras a lo lejos en un paisaje lleno de quintas tal como era la parte norte de Las Acacias. Disfrutaba muchísimo escuchar todas las historias y anécdotas que nos contaba la dueña de la casa a medida que iba llegando la noche. Un día podíamos viajar a su niñez en el estado Táchira, un tiempo y espacio donde no existían los automóviles y la vida era apacible y apegada a los ritmos de la naturaleza. En otro momento relataba historias de fantasmas ¡las que más disfrutaba! También nos contaba todos los viajes que hizo por el mundo, en especial después que enviudó (lo que sucedió cuando era relativamente joven entre los 40 y 50 años). Y la construcción de la casa cuando se hizo la avenida Victoria y la urbanización de Las Acacias. Era muy culta e inteligente. Mi abuela mientras tanto se mantenía en silencio y pocas veces decía algo, y de hacerlo era para aconsejarme o porque la señora deseaba confirmar algo que contaba.

La personalidad de la señora Josefina en contraste con la de mi abuela era la que existe entre los extrovertidos y curiosos frente a los introvertidos y sencillos. Había una fascinación por la ciencia y el conocimiento en la primera con la que me sentía identificado a medida que la trataba, pero simultáneamente siempre hubo una distancia de su parte que se mantuvo hasta el final a pesar del hecho que creciera a su lado. Se puede decir que era una mujer moderna pero no tanto, muy probablemente por su origen andino del cual siempre se sintió orgullosa. Se casó muy joven, como era la costumbre de su tiempo, con Miguel Angel Olivieri; del cual habló muy poco, pero al parecer era un inmigrante que trabajó para la Pepsi Cola (ella decía que la trajo a Venezuela) y ambos con gran austeridad invirtieron en la construcción de un edificio y varias casas. Dicha austeridad asustaba porque en muchos aspectos vivía cómo si fuera pobre, tanto que nunca olvidaré una vez que me hizo apagar una luz que yo usaba para leer diciéndome que podía hacerlo con el reflejo de la lámpara del pasillo. Y es que era muy metódica; porque desayunaba, almorzaba, le daba la merienda a los muchos animales que tenía y cenaba siempre a la misma hora en punto. En una ocasión se dio cuenta que se había pasado unos pocos minutos de la hora del almuerzo y se angustió muchísimo. El marido enfermó muy joven (creo de cáncer) y terminó falleciendo a pesar de los viajes que hicieron a Alemania procurando salud. En una pequeña salita había una foto de él que tenía una dedicatoria, mostraba un hombre con cabello de risos rubios y ojos claros.

En la década de los cincuenta se terminó de construir la avenida Victoria (entre 1945 y 1953, el primer año finaliza su construcción, pero creo que se inauguró oficialmente en el segundo año) y parcelar las dos zonas en que se dividen las Acacias: la zona sur hacia la avenida Roosevelt con edificios de no más de cuatro pisos y la zona norte que asciende por una ladera poco inclinada pero que posee algunas pequeñas lomas y finalmente a una alta colina, colina que no nos permitía ver el Ávila. En una de esas parcelas que terminaba en una loma el matrimonio Olivieri Medina construyó su gran casa que comenzaba en un patio y escaleras frente a la acera, el porche que permitía entrar a dos grandes salas y comedor, después venia un largo pasillo en el que a la izquierda estaba la cocina de dos ambientes. Al lado de ella estaban dos habitaciones y en el medio un baño, seguía un pasillo con otros tres cuartos cada uno con su baño ¡con bañera! Al final se salía a varios patios: unos techados (con lavadoras y zonas para lavar y guardar los carros, aunque era la zona lateral izquierda de la casa que se usaba para ello) y otros abiertos donde había tres árboles, el del medio era de aguacates (extrañamente sostenido por cables) y una gran jaula con dos loros. Desde el patio se podría subir a un pequeño cerro donde salían culebras de vez en cuando y a una terraza con una vid (que una noche de luna creciente podamos). Por dicho patio se subía al anexo donde vivía mi abuela. El anexo tenía sala, dos cuartos, un baño, cocina y una pequeña terraza-lavandero que me encantaba, porque en la misma comía admirando el techo con tejas de la casa, el cielo, y las copas de los árboles de la urbanización donde resaltaba un alto chaguaramos.

La casa de la señora Josefina parecía diseñada no tanto para tener hijos sino para alojar a personas que la acompañarían cuando enviudara. Siempre me extrañó que no existiera una cama matrimonial ni un cuarto con suficiente tamaño para la misma, sino que ella hablaba de su habitación y la «de Miguel Ángel». En el primero estaba una cama individual, dos mecedoras y la TV; lugar en el cual hacía el crucigrama de El Nacional todos los días (periódico que le dejaba el quiosquero bien temprano en el porche), dormía la siesta después del almuerzo y en las noches veía TV (siempre el canal 4: «Venevisión») desde las 7:30 pm hasta las 10 pm, ella recostada en un borde la cama y mi abuela en la mecedora. En el segundo era su cuarto donde dormía que nadie entraba, aunque estaba abierto, y en los otros –según me contaron– era de su madre hasta que falleció y en el siguiente cuya ventana daba para el garaje techado de su hermana de crianza (Cándida) hasta que murió en 1982. A la señora Cándida si la conocí y era ¡otra viuda! muy humilde y sencilla que tenía un hijo que venía a almorzar de vez en cuando y que le decía: «el señor José» y que siempre me respondía a la pregunta: ¿Cómo está?, con la frase: «están bien pero mal repartidas».

Otra prueba de que la casa fue diseñada con la intención de evitar la soledad, además de lo ya explicado, era que el anexo en la planta superior tenía dos escaleras: la primera a la cual se le llegaba desde la calle por la parte derecha atravesando el jardín lateral y la otra permitía comunicarse con el patio trasero. De esta forma existía la posibilidad de independencia, pero también cercanía con la dueña de la casa. Dicho anexo se hizo para la mejor amiga de la señora Josefina: Blanca Marín ¡que también enviudó «joven»!, pero no sé por qué razón esta terminó mudándose para un apartamento del edificio Olivieri de la avenida Victoria. Y mi abuela tuvo la oportunidad de compartir con una persona que la apoyó hasta su muerte y con quien se llevó muy bien. El fuerte carácter de la señora Josefina encontró alguien para acompañarla desde que se quedó sola con la muerte de su hermana de crianza. En ese momento ella caería incluso en una amnesia temporal debido al dolor y me cuenta mi abuela que esa noche escuchó que le silbaron en el oído, según su entender, era Cándida que le decía que cuidara a la señora Josefina lo cual cumplió con su inquebrantable fe y piedad cristiana.

Siempre le estaré agradecido a Dios y a la Virgen del Carmen que permitieron este encuentro, que mi abuela no padeció las carencias que su temprana viudez la destinaban. Pero también doy gracias a la señora Josefina que, teniendo los recursos, aunque con costumbres tan austeras supo vivir una generosa fraternidad. Muchas veces cuando invitábamos a mi abuela a pasar unas navidades juntos ella nos decía que «no podía dejar sola a Josefina». Y sé que ahora desde el porche del Cielo no la deja tampoco y me cuidan.