A P., con todo mi cariño

El corazón de la Vía Láctea

El corazón de la Vía Láctea es un agujero negro. Eso no es novedad. Tampoco lo es que, en algún momento de la historia natural del universo, se unirá con el centro de la galaxia más cercana. Así es: los dos corazones se fusionarán en un mismo palpitar, para crear una formación galáctica todavía más grande.

O eso dice la NASA.

No me consta, pero eso dicen los que saben.

Pablo Nébulas es uno de ellos: remueve formaciones estelares con la cuchara que usa para la misma taza de café que se sirve por las mañanas, al tiempo que se talla los ojos para terminar de despertar. A veces, cuando se levanta sin ganas, se limita a deshacer tormentas tropicales para que no impacten tan fuerte las costas mexicanas. Quién sabe. Eso dicen los que saben.

El campo magnético de la Tierra

Últimamente te encuentro en todos lados, le dije alguna vez. Y cuando le mandé el mensaje, era cierto: su imagen se escurría entre artículos de nuevos hallazgos en galaxias remotas, y a través del polvo que resoplan los libros que se hacen viejos en mis estanterías. A veces, también, entre los bloques de nubes pesadas que asfixian los cielos de verano.

Pablo Nébulas tiene los ojos grandes y negros. Se los enmarca con unos lentes que bien podrían ser de adorno, o servirle para abrir portales a otras dimensiones. Aunque vive en la Ciudad de México —inhóspita: el extinto DF—, encontró un claro en la colonia Florida en el que el ruido no penetra. Tengo la sospecha sincera que alteró el campo magnético de la Tierra para que así fuera: un escondite del bullicio capitalino, un suspiro de alivio entre las multitudes mexicanas más tumultuosas. Justo en ese espacio de excepción tiene su estudio.

Cuando entré primera vez, sentí frío.

Afuera hacían más de 26 grados.

Las estrellas que explotan

Era mayo. Supe que Nébulas estaba ahí adentro porque, incluso desde afuera, se distinguía un claro olor a copal, que parecía envolver el portón negro de entrada. Desde que coincidimos en la universidad, fue enfático en que no le gustaban muchos olores. Pero los aromas que sí disfrutaba los tenía cerca siempre: «Casi siempre es copal, salvia o lavanda», me dijo alguna vez, casi al aire. Estoy segura de que esos comentarios se difuminaban para otras personas.

Los estudiantes buscaban su clase porque a Nébulas le gustaba hablar de aliens y teorías de conspiración, aunque impartía materias de tecnología o historia, según su interés del semestre. No necesitaba hacer entradas triunfales para despertar el interés de los demás. Nada de eso. Por el contrario, siempre vestido de azul oscuro y pantalones de mezclilla, bien podría pasar por un alumno más que se sentó en el lugar del profesor por error.

Alguna vez, convencido de que había visto naves espaciales entre las montañas de Tepoztlán, contó con lujo de detalle su experiencia astral en medio de la noche. Las dos horas de clase se deslizaron entre la curiosidad genuina de los estudiantes, que Nébulas entretejía en su historia con una sonrisa morbosa. Yo sólo sabía que, a veces, los cuerpos celestes explotan y generan lluvias de estrellas espectaculares, que surcan la bóveda celeste de la Tierra. Naturalmente, no dije nada al respecto.

Así transcurrieron varias sesiones, hasta que el semestre llegó a su fin. En ese entonces, a Pablo le gustaba citar a sus alumnos individualmente para darles su calificación final. Cuando llegó mi turno, me preguntó que por qué no participé más en clase. Le contesté que me gustaba tener cierta distancia crítica con ciertos temas.

Se rio:

—El escepticismo a veces raya en ingenuidad.

No me acuerdo de qué calificación saqué. Sin pensarlo demasiado, me inscribí otra vez a su clase el semestre siguiente.

Con el fulgor sutil del Sol

Pasaron años antes de que volviera a ver a Pablo Nébulas en persona. Me lo encontraba a veces en sueños, en los que sólo se me quedaba viendo con la misma sonrisa morbosa con la que contaba sus historias de alienígenas. Alguna vez se lo dije por mensaje, y no sé si me contestó. Pudieron haber pasado meses después de esa interacción espontánea. Con la misma torpeza, un día me platicó sobre una terapia con campos escalares que había desarrollado Nikola Tesla.

En esencia, se alteraba artificialmente un rango mínimo del espectro magnético terrestre. Según él, estas modificaciones podrían tener propiedades curativas. Y, lo que es más: se podía manipular la luz para sanar órganos específicos, o malestares que vienen del cuerpo sutil. Aunque no había una explicación institucional al respecto, él ya se había comprado todo el equipo para simular las mismas condiciones que Tesla descubrió siglos atrás. Me dijo que varios amigos suyos se habían sentido mejor después de entrar al campo escalar y que, si quería, algún día podría probarlo.

Así me invitó a su casa.

Ese día, me dio la impresión de que los árboles que crecen en su patio generan una coraza natural contra el bullicio capitalino. Al llegar, me estacioné justo enfrente del zaguán, al otro lado de la calle. El olor a sándalo fue suficiente para que se me erizara la espalda. Antes de mandarle un mensaje, diciéndole que ya estaba ahí, sentí una presencia del otro lado de la puerta. Supuse que era él, parado inmóvil del otro lado del portón. No me hubiera sorprendido de que se quedara mirando detrás del portón desde media hora antes —tal vez más—, esperando a que me apareciera del otro lado.

Le mandé mensaje. Ya llegué, sólo eso. En ese momento, me acordé de que las estrellas explotan al morir. Eventualmente, después de milenios de transformación violenta, se convierten en agujeros negros. Como el corazón de la Vía Láctea, por ejemplo.

El portón tronó.

Con parsimonia, Pablo Nébulas asomó la cabeza del otro lado de la puerta, apretando los ojos al encontrarse con la luz del sol. Un destello sutil se cruzó por sus lentes, casi como un guiño accidental. Traía encima una playera negra, unos pantalones de mezclilla y un indiscutible olor a encierro que le envolvía el cuerpo. La gente así pasa mucho tiempo en interiores, pensé.

Las galaxias que se expanden

Pablo me invitó a pasar, y el olor a encierro se desvaneció. Al cerrar el portón de entrada, me preguntó que cómo estaba, que si me había tocado mucho tráfico, y otras cortesías mal entendidas entre capitalinos. Luego me condujo por un pasillo estrecho, después del cual se abrió un jardín amplio. Poco a poco dejó de preguntarme cosas, y me di cuenta de que el viento de verano apenas rozaba las copas de los árboles.

En torno al jardín, siguiendo la forma de «L» invertida, estaban dispuestas tres recámaras, que podrían funcionar como casitas independientes. Nébulas se adelantó hasta la primera de ellas, a la izquierda. Me dejó pasar y prendió la luz de inmediato. De pronto, me sentí en un taller de alquimia medieval.

Contenedores de vidrio con especias, moldes de cerámica y flores marchitas tapizaban las paredes del espacio. Cada cual ocupaba su propio lugar, como si obedecieran un orden específico. Al centro del espacio, una mesa de trabajo parecía integrar todas sus cosas en una misma lógica de trabajo experimental. Sin que le dijera nada, se excusó:

—Era una bodega. Le puse disfraz de estudio.

Y se rio, apretando los labios.

—Tenía rato que no nos veíamos—, reconocí.

Asintió lentamente, desviando la mirada. Era cierto: la última vez que coincidimos, había sido en la universidad. Él hablaba de cosas francamente inaccesibles, como la inmediatez, sectas secretas y sus varias experiencias con psicodélicos en Tepotzotlán. Siempre supuse que nadie le creía, y que fingían hacerlo para que siguiera hablando de esas cosas. Yo era de ésas.

Esa vez, sentada frente a él ante la mesa de su estudio, no sabía ni qué decirle. Después de ofrecerme té, café o agua, se nos habían secado los temas de conversación. Con toda sinceridad, no sabía qué estaba haciendo ahí: si había sido el morbo de saber en dónde vivía, o la mera curiosidad de volver a verlo después de tanto tiempo.

Rompió el silencio:

—Tengo algo para ti.

Las galaxias que se expanden

En un cuartito minúsculo al interior el estudio, Nébulas instaló un prisma triangular. Uno frente a otro, tenía dos dispositivos negros para, en sus palabras, «activar el campo escalar». Al interior de la estructura, instaló una cama como de dentista, sobre la cual dejó una cobija, un par de audífonos aislantes y un antifaz. Me condujo hasta ahí, y me indicó que me recostara.

Después de pedirme que me pusiera los audífonos, gesticuló preguntando si ya se escuchaba algo. En efecto, era música que pretendía ser suave. En ese momento, cualquier estímulo que viniera de él me hubiera parecido todo menos eso: la combinación de estar recostada en un cuarto, sola, con un cuate pidiéndome que me colocara un antifaz no era necesariamente la más cómoda.

No sé cuándo salió del cuarto. Sólo dejé de sentir su presencia. De un instante a otro, todo se volvió negro. Me sentía flotar en un espacio incierto, lejos de cualquier cama de dentista, de cualquier cuarto, de cualquier música suave. Frente a mis ojos se abrió un arrecife de coral frondoso, que no había visto nunca. Peces, plantas submarinas, celenterados, ballenas nadando en torno mío sin notar mi existencia. Todos en silencio. Las siluetas empezaron a perder forma, y eventualmente se volvieron sólo colores.

En ese momento, empecé a entender cómo es que las galaxias se expanden. Sólo en ese espacio difuso, sin nombre, en un lugar del espectro magnético que no existe ante los sentidos humanos.

A años luz de distancia

La música se detuvo. Pablo Nébulas se materializó a mi lado nuevamente. Lo primero que vi fue el marco de sus lentes, que bien podrían ser de adorno, o servirle para abrir portales a otras dimensiones. Me preguntó que qué me había parecido, que cómo me sentía, y otras cortesías mal entendidas entre capitalinos.

No supe qué contestarle. Balbucée algo sobre el arrecife de coral, sobre los animales y las plantas, y me di cuenta de que nada de lo que estaba diciendo tenía sentido alguno. En su rostro se dibujó una sonrisa extraña. Al incorporarme, me sentía un kilómetro más alta. En algún punto del universo, a millones de años luz de distancia, el corazón de la Vía Láctea estaba destinado a unirse al agujero negro en el centro de Andrómeda. Tal vez, Pablo Nébulas me llevó a ese lugar. Quizás, también, ahí conoció a los aliens.

Quién sabe. Eso dicen los que saben.