La arácnida fase tuvo el albur de un tejido extraño, algo que llama bipolaridad. Les cuento: hay una telaraña en los papiros que sembré en mi jardín. Disfruto de verla intrépida e impermeable frente a la lluvia. Casi endeble de primera vista, misteriosa y para algunos temible. Lo que se desconoce produce miedo o tal vez, prudencia, ya que, quién no ha tratado de desaparecer una telaraña quedándole retazos incómodos entre los dedos.

Pues bien, este año, la arañita tuvo una crisis con efectos mayores que los producidos comúnmente por los estragos de la modernidad y, sin percatarse, tuvo cambios concretos producidos por su ecosistema, con rasgos muy propios, casi quijotescos.

Su nicho biológico se inadaptó y fue necesario modificar con urgencia ciertas características vitales. Sonaba a diario como un grito de Bon Jovi. Como tal, se vio sometida a un tenso medio aéreo —muy circunstancial— y la ligereza del aire fue indispensable para que fluyera de nuevo.

No le apena confesarlo porque no depende de ella, no es una adicción o un comportamiento adoptado, sino un desfase bioquímico. Aunque siempre siguen los prejuicios y el nombre de etiqueta. Ríe de ignorancia, aunque cede al dolor.

A ella le gusta escalar o trepar sueños, no tejer las corduras, ni con una, menos con dos agujas.

Lo maravilloso es que la araña puede zurcir en medio de relaciones de cooperación con otros medios naturales o artificiales donde se le permite tejer en lugares donde, por separado de las mismas, no funcionaría.

El universo es una telaraña, estoy convencida. El mundo contempla múltiples redes del asombro que la ciencia aún no entiende. ¿Cómo va a entender la araña su propio enredo?

Su embudo es como un hoyo negro. ¿Habrá algún punto de cierre? Hay miedos infinitos en forma de espiral y no se acaban, pero siguen entrelazándose.

O se atrapa o se intercepta. ¡Enredos de seda mientras insectos voladores tratan de lastimarla! No sabe reaccionar. Hay depredadores que conocen muy bien las debilidades ajenas. Y se es ingenuo muchas veces ante las preguntas.

Los hilos unen las fases de la vida, de las memorias y experiencias. Sutiles o desordenadas, perdidas o encontradas. ¿Por qué no se ven tan fáciles las coordenadas del amarre, del sostén? La araña está enferma y ya no le importa si le toca vivir el invierno. Solo sigue su instinto. No tiene dirección solo olores dispersos que le deja la lluvia. Se camufla de oruga, de tronco, de esencia…

¡Será verano cuando venga el brote de «chinillas» y pinte sus colores con la manía de existir! Seguirá corriendo con sus múltiples patas y el deseo de besar con una lengua de lagartija…

Bipolar

Resulta que ahora soy un síndrome,
una similitud de lo que no es,
un camaleón de bilis negra,
una diagnosis de perra moribunda,
un trastorno elevado a la enésima potencia,
una mujer de agitadas pulsaciones,
un expediente hereditario de revolución,
una qué…, ¿qué sigue, mi propia alevosía?
ser un labio fragmentado,
una línea sin nostalgias,
una dosis subordinada,
un crepúsculo sin musa,
una cáscara sin erotismo,
jamás…
hay hollejos que se desprenden de su semilla,
hay arena que destila sales,
hay perpetuidades que predicen lo final,
hay cuerpos que mutilan su hálito,
pero hay unas tantas y tantos inopinados,
vivientes que descifran crucigramas,
que juegan de casita con sus hijos y se deshojan —como yo— a puras zancadillas.

Cuando uno ve en la historia, hay muchos seres telaraña. Quizás llamados dementes o locos, pero en realidad son diferentes. Tienen múltiples percepciones sobre el mundo. Viven con tan intensidad. Se ven en sus creaciones, escritos, danzas, pinturas, teatro y quizás extravagancias nacidas desde su perplejidad y bioquímica.

Concluyo con otro poema que explica esa sensación íntima y externa. Para mirarlos desde el respeto y la aceptación.

La demencia

La demencia es un estigma.

Marca soles de desaforado desierto —casi quema— en la bioquímica involuntaria del ser.

El demente será demente porque sí, tan dementemente bello que pinta girasoles, nubes de azulada forma y movimiento, corta orejas, escribe notas de profundidad sonora, se mueve en altibajos de cadencia musical, casi una operística forma de sentir los sonidos, esos huracanes que hablan en do, re, mi...hasta creer que una nota provoca la resurrección.

La demente siembra flores exquisitas, patalea cada rosa como un accidente divino, escucha y persigue pájaros para llegar al cielo, toca la rigidez del tronco, se asombra de la gota escurridiza, cocina con las especies como si su búsqueda fuera otro continente, saborea los besos dulcísimos de tierra, de oxigenación, de azúcar.

El demente ama todas las cosas, hasta su dolor, su olvido, su vergüenza. Desata sus furias con el manejo de la luna sobre un río, perdona su ingenuidad, su clamor de ostra cerrada para siempre.

El demente pierde el tiempo, se va de sí mismo, se va hacia la dócil permanencia de lo finito, no le teme al odio, ni a la muerte desde cualquier ángulo, más bien la espera como si fuera nacer desde la profundidad, desde un colibrí o un coral de colores intensos.

El demente se ve en todos desde todos, es invisible y burlado, amado desde los fuegos compasivos de su sangre o extintos como insostenibles por un mundo natural casi perverso.

La demencia es un estigma inhumano por la diversidad de su jardín, por la luz que no se ve, por la belleza que se encuentra, por la ironía de su sazón, de su rabieta irreversible. El demente solo se imagina distinto porque lo es.