Hoy tuve un entresueño muy extraño. Al abrir los ojos por primera vez en la mañana, noté algo diferente; amanecí con la sensación de que algo había cambiado. No me moví, ni siquiera me tallé los ojos, pero sí algo, algo… Hasta que por fin me di cuenta. Mi ventana había rotado. Era algo así como si alguien la hubiera clavado al suelo para formar un eje y ese espacio y la Bahía de Acapulco hubieran girado. No mucho, poquito, pero lo suficiente como para que el antiguo Hotel Plaza — hoy Intercontinental— estuviera enfrente y no ligeramente a la izquierda. El Hotel Condesa del Mar quedó a la derecha y el Farallón del Obispo en línea recta desde mi cama. El cambio, aunque pequeño, no podía pasar desapercibido. Entre las olas de las sábanas y las almohadas noté cosas sumamente simpáticas.

Aunque las manecillas del reloj marcaban las seis y media de la mañana, el sol tenía los rayos muy encendidos —nunca hay que tenerles mucha fe a los cronógrafos— y en las aguas de Santa Lucía las lanchas y los jetskies tenían mucha actividad. A pesar de la distancia lograba ver con claridad los rostros de quienes que se divertían en el mar. Los ojos se convirtieron en lupas telescópicas de muchos aumentos. ¡Qué curioso! Ahí van Jackie Kennedy y su esposo John esquiando, la lancha la conduce el Sácale que saluda con gusto al de la lancha de al lado. En ella Tintán maneja, lleva a Mauricio Garcés y a Pelayo a pescar. Ni Mauricio ni su mayordomo parecen tener calor, ni el uno con su bata de seda y gazné ni el otro con smoking y corbata de pajarita. Ya nadie usa corbata de pajarita. Tampoco se usa tanta vaselina para peinarse las ondas del pelo.

En la playa, Angélica María se asolea sobre una toalla a rayas azul marino y blanco que hace juego con ese bikini amarillo, chiquitito, muy bonito que me da la impresión de que está estrenando. Verónica Castro y Lucía Méndez platican desde una palapa con Raúl Velasco sobre el próximo festival Acapulco. Jacobo Zabludovsky los escucha con atención. Ellas se pelean porque una quiere salir primero que la otra. No lo saben, pero Gloria Estefan les tiene ganada la partida desde antes. Juan Luis Guerra se muere de risa. En la orilla, sobre la arena, María Bonita, María del alma está buscando estrellitas, con sus manitas entre la espuma del mar y un flaco de oro la mira embelesado. En el cielo, volando un parachute de siete colores viene Andrés García que me saluda y me manda un beso. Escucho un grito de Aaahahahahaha, y Johnnie Westmüller se lanza desde La Quebrada en un clavado espectacular mientras Chinta aplaude con emoción desde el bar La Perla donde comparte mesa con Elizabeth Taylor y Richard Burton. Chabela Vargas canta al son del Mariachi Vargas y Pedro, del mismo apellido, la acompaña. Este segundo, nave al garete, me arrulla insistiendo en que lo quisiera o al menos dijera que llevo una eternidad sintiéndome idolatrada, algo así va la canción. ¿Cómo es que desde mi cama alcanzo a ver La Quebrada? ¿Cómo es posible que vea el color violeta de esos ojos y el tamaño de semejante piedra en el anillo de esa hermosa mujer? ¿Cómo puedo escuchar los acordes de la guitarra y el tololoche?

Armando’s Le Club se está preparando para recibir a sus invitados especiales y deja lista la sección privada en la que las chicas pueden asolearse topless y los chicos pueden admirar el paisaje. Chato, el de los hot dogs empuja feliz su carrito; vendió todo y ya se va a descansar. El BabyO todavía no apaga las luces. Hay gente bailando. Ricky Martin le enseña algunos pasos a todos los hijos de los expresidentes que lograron entrar sin hacer fila. Buddy, el labrador marrón de Bill Clinton persigue la pelota y se la regresa a su dueño que tiene los pies hundidos en la arena. El Burro de la Roqueta ya está tomando cerveza y desde la lancha con fondo de cristal se puede ver a Ramón Bravo rezándole a la Virgen de los Buzos que está hundida entre las rocas del fondo marino y que dejaron ahí para proteger a todos los que amamos Acapulco.

Don Juan Carlos y Doña Sofía todavía no son reyes, son príncipes de Asturias y Pily y Mily caminan por la costera junto a Sandro de América y a Enrique Guzmán. Frida y Diego los saludan, van rumbo a su casa en Caleta, tal vez se detengan con el amigo Miguel a desayunarse unas tostadas, y entre una cerveza y la que sigue se queden hasta que empiece la botana de los jueves pozoleros. El Capitán Mantarraya invocará junto a ellos los espíritus del mezcal. Los segundos se desbordarán en relojes elásticos de los que brotan hormiguitas trabajadoras.

Un avión aterriza en la pista que está en lo que será Avenida Cuauhtémoc, es Howard Hughes. Él personalmente piloteó su Hércules H4 y efectivamente se ve inmenso. En el puerto industrial hay una fila de nueve cruceros que esperan desembarcar a turistas de todos los países que ya están ansiosos por disfrutar de las playas de Hornos, Tamarindos o Icacos. Puedo ver los sombreros de paja de ala ancha y enormes lentes de pasta de colores brillantes. También veo a Carlos Trouyet seguido de una serie de arquitectos, lo rodean como lo hacen las avispas con su reina, pero lo miran con desconfianza. ¿Quién querrá tener una casa en ese cerro? ¿Quién se querrá hospedar en ese hotel? Pero él ya piensa en Las Brisas como cosa hecha.

Un pájaro carpintero se posa en el quicio de la ventana. Me sonríe y empieza a golpear el con su pico en el vidrio. Tiene bigotes. Se le une otro que dibuja cubos y una que tiene en el pecho dibujada una L de Leonora. Me parece que están trazando manecillas, segunderos, minuteros y números romanos. El pájaro bigotón pica el número doce y comienzan los espasmos del mañana, ayer y hoy. Las nubes algodonadas color de rosa forman cúmulos de letras. Se lee Avida Dolars. La pajarita fija su mirada en mí, eleva las cejas y me guiña el ojo izquierdo. Entonces el vértigo. La Bahía de Acapulco vuelve a girar y todo está como de costumbre.

Suspiro. Todo sucedió antes de que yo pudiera parpadear. Ahora entiendo porque los seguidores de Bretón creían tanto en los sueños. Pero, sobre todo, entiendo que el Acapulco de ayer sigue tan dorado como el de hoy. Duermen las velas y repunta el día. No me moví, ni siquiera me tallé los ojos. La pantalla del despertador sigue marcando las 6:30, pero ya se sabe que nunca hay que tenerles mucha fe a los cronógrafos.