Estoy seguro de que muchos de vosotros os habéis hecho la pregunta de por qué hay personas que coleccionan los objetos más peregrinos.

Un sociólogo diría que, al coleccionar, fijamos nuestra identidad a través de estos elementos y la nostalgia da un cierto sentido a la propia historia al reconocernos en ellas. Esta acumulación, si nos paramos a pensar, está implícita en la conducta de la naturaleza humana desde que el hombre es hombre. Incluso, algún siquiatra, lo ha catalogado de «patología sana», algo de eso debe haber cuando el que colecciona acopia piezas de una misma gama, series de cosas, muchas veces intrascendentes, que él considera por sí mismas valiosas y que, tal vez, no tenga en muchos casos, ningún valor crematístico, pero lo que es innegable es el placer que se siente al ir agregando nuevos componentes a la colección, que un buen coleccionista, nunca da por terminada.

En mi caso, me fascina contemplar imágenes que ocurrieron en el pasado, observar los rostros de los protagonistas, oír, casi, sus voces y escuchar el ritmo y el rumor de los lugares donde transcurrieron sus vidas. Tiene algo de mágico sumergirte en los escritos de los enamorados, en las felicitaciones entre amigos o, simplemente, apreciar una caligrafía, en muchos casos, primorosa. Esto siento cuando repaso mi colección, porque, lo confieso: yo colecciono postales antiguas, de cualquier tipo, sobre todo de muchachas y parejas. También, de ciudades, pero de esta modalidad para que tengan cierto valor, junto a los monumentos o calles, es mejor que aparezcan personas, ya que la arquitectura, por sí misma, para los coleccionistas no es demasiado interesante, puesto que puede permanecer inmutable durante mucho tiempo; el factor humano va a darnos una referencia respecto a la época.

Al decir «antiguas» me refiero desde principios del siglo XX, son las llamadas en algunos ambientes «románticas». Tengo cerca de 4,000 que he ido juntando durante décadas. Solo recopilo fotografías originales, nunca copias y otras modalidades, tales como dibujos, o grabados, no me interesan por buenos que sean, lo que demuestra, en cierto modo, la peculiaridad y manías que tenemos los coleccionistas.

De mi colección de postales, las más apreciadas por mí son las iluminadas (pintadas) a mano. Tengo auténticas maravillas con atrayentes colores. Eran tiempos en que no se tenía prisa y el trabajo apenas se valoraba. El artista, con paciencia infinita, iba trabajándolas una a una con acuarelas, óleo, anilinas y otros pigmentos.

Las piezas generalmente las consigo en los mercadillos de toda España durante mis viajes y en Barcelona principalmente, ya que vivo cerca, aunque cada vez son más escasas, muy caras y menos interesantes. Algunas veces adquiero lotes por Internet, esta modalidad, que, en principio, parece poco atractiva, a mí, siempre me ha resultado positiva y me he relacionado con vendedores formales. También, existen portales especializados.

Gran parte de mi colección la forman las postales viradas. El virado era un procedimiento por el que las imágenes en blanco y negro alteraban sus tonalidades; consistía, en el momento del revelado, en sustituir la sal de plata del papel fotográfico por otra sustancia química, como consecuencia de ello, la emulsión original «viraba» (cambiaba). El más conocido es el sepia, que se conseguía agregando sulfuro. Tengo que aclarar, que este tono, que muchas personas relacionan con un envejecimiento y deterioro de las fotos, era, en realidad, un proceso que intentaba evitar esa degradación y buscaba expresamente esa tonalidad para preservarla del daño de la luz.

Otro colorido buscado era el rojizo, que se conseguía añadiendo selenio. Para conseguir los azulados, se añadía hierro. Había otros procedimientos (baños dobles o colorantes) para conseguirlos. Existían tonos, como amarillo, castaño, anaranjado, violeta... Para el amarillo se agregaba un tinte (la auramina fue el más usado). El tono violeta se obtenía, también, agregando colorante en el revelado y se utilizaban los productos violeta metilo o violeta cristal.

Todas estas fotos siguen perfectas, con una nitidez que parecen que han sido reveladas recientemente. En contrapartida, las mías familiares, de mi boda o de mis hijos cuando eran pequeños, están con los colores desvaídos. En algunas casi ha desaparecido la imagen. Solo se mantienen las que hice en blanco y negro y revelé en la grata compañía de la luz roja de mi laboratorio: revelado, baño de paro y fijador. Papel Agfa, brillante, de dureza 3, mi preferido. Esencial la temperatura de los líquidos, la paciencia y la limpieza del laboratorio.

Ahora hay infinidad de programas en la red donde las imágenes se pueden colorear fácilmente de forma digital; así mismo, las fotos de esa manera las tenemos al instante, pero no hay nada comparable el observar en el cuarto oscuro, como va apareciendo, poco a poco, lo fotografiado, era un momento mágico que he disfrutado muchas veces y que te resarcía de los pequeños fracasos que cualquier fotógrafo que se preciara, debía tener.

Esa emoción, también se ha perdido para siempre.